¡No le Creas! – Capítulo III




Los cuatro se quedaron petrificados ante la escena, tratando de distinguir quien o que era eso que se movía en el centro del círculo.
En el momento menos oportuno, la mente de Edgar recordó todas las películas de terror que había visto y un hormigueo en la planta de los pies lo incomodó. Comenzó a imaginar a aquel ser reptando a toda velocidad hacia ellos. Su cuerpo se sacudió con violencia al sentir que lo agarraban de los tobillos y casi lanza una patada al aire ante semejante idea, pero la voz de Estefany lo devolvió a la realidad.
—Está llorando… creo que —dio un paso tembloroso al frente, empujada por una corazonada aunque las cadenas del miedo la sujetaran con fuerza. Cada centímetro que avanzaba lo hacía con gran cautela, tratando de distinguir algún rasgo humano en la oscuridad, hasta qué…— ¡Naira! —gritó su nombre mientras intentaba socorrerla y los demás la seguían de cerca— ¡¿Qué haces aquí?!
Era una joven pequeña y morena, de pelo castaño, liso y largo. Tenía ropa casual; un short corto y una blusa holgada, pero no tenía calzado y parecía tener los pies maltratados por una larga marcha. El temor y la desconfianza dieron paso a la pena.
Todos conocían a Naira, era una compañera de entrenamientos casual, más amiga de Estefany que del resto, pero era una chica demasiado amable y carismática como para pasar desapercibida ¿Cuánto tiempo llevaban sin saber de ella? ¿Una semana? ¿Dos tal vez? Estefany no lo sabía a ciencia cierta, pero tampoco le había resultado extraño, pues Naira no solía responder con frecuencia los mensajes que le enviaban.
¿Qué hacía ahí entonces? Parecía ser un misterio incluso para ella, que entre lloros y temblores no logró articular ninguna palabra los primeros minutos luego de ser encontrada. Gabriel la veía de a ratos; la habían movido a una de las sillas e intentaban consolarla mientras él, desconfiado, no dejaba de mirar alrededor. Las luces del techo proyectaban sombras deformes en las paredes, y aunque los pasillos estaban bien iluminados, los sutiles sonidos provenientes de estos hacían entender que no estaban solos en aquel recinto.
—¡Tienes que calmarte, Naira! —exclamó Edgar con carácter, tomándola por los hombros.
—Lo sé, lo sé, solo… solo… ya. Ya estoy tranquila.
—¿Qué haces aquí, Naira?
—No estoy segura… todo paso muy rápido. Hace una semana mi amiga Alison y yo veníamos de un evento en Aula Magna y cuando íbamos a la salida nos desviamos al baño de esta facultad. De pronto se cortó la luz y cuando volvió estábamos dentro de este maldito mundo. Este lugar no es natural, es como otra dimensión, un plano aterrador —explicó entre sollozos, mientras Estefany la consolaba con suaves caricias.
—¿Has estado mucho tiempo aquí? ¿Qué has bebido? ¿Qué has comido? ¿Cómo sigues aquí? —Edgar estaba impresionado, pero también sentía un resquemor al ver los ojos marrones y llorosos de Naira. No notó que los otros lo miraban con dejo de recelo al interrogarla tan duramente.
Naira tartamudeó, pero ese detalle paso desapercibido para todos menos para él, que seguía esperando una respuesta razonable.
—Ah, es que no he sentido hambre o sed, el tiempo pasa muy extraño aquí —se justificó vagamente.
Edgar estaba deseoso de insistir, pero Victoria se le adelantó.
—¡¿Has visto a Diego?! ¡Algo lo hizo entrar aquí!
—¡Sí! ¡Sí lo vi!
Una sensación cálida de alivio y alegría los invadió a todos; estaban a tiempo para salvar a Diego, y por un segundo los eventos sobrenaturales que sucedían parecieron menos aterradores.
—¿Dónde? —insistió Victoria.
—Estaba subiendo las escaleras exteriores, pero cuando intenté gritarle y alcanzarlo unas sombras salieron de los salones y me hicieron huir hasta aquí.
—¡A nosotros nos venía persiguiendo una jauría! Cosas extrañas están pasando Naira —correspondió Estefany— mejor ven con nosotros.
—¿Ir a donde, Estefany? Estamos atrapados en este maldito juego.
—¿Juego? ¿Cual juego, Naira? —intervino Edgar.
—El juego de la escalera ¿el payaso no se los dijo? —La voz de Naira de pronto sonó confundida, como no creyendo que ellos no tuvieran una información tan básica.
—¿De qué estás hablando? ¿Qué payaso?
—Yo vi que Diego tenía un muñeco en su mano, una especie de payaso —intervino Gabriel de inmediato.
—Sí, ese payaso —dijo Naira asintiendo al escuchar a Gabriel—. Muchachos, sé que voy a sonar como una loca, pero créanme, es real —hablaba con la voz más tranquila posible en un intento de darle credibilidad a lo que estaba por decir—: Ese muñeco, el payaso, es de todo menos un juguete para niños. Es el dueño de esto, amo y señor de este plano —explicó abriendo sus brazos en un intento de abarcar todo el edificio y más—… y nosotros estamos dentro de su juego.
En otra situación todos hubiesen pensado que, en efecto, Naira se había vuelto loca, pero después de todo lo que experimentaron ¿como dudar de ella? Estaban pálidos, temblaban y cualquier seguridad proporcionada por la nueva información de Diego se derrumbó ante los detalles maléficos que daba Naira sobre aquel mundo.
—Esta pesadilla es suya —dijo Naira refiriendose al payaso—, no sé si él la creo o tal vez siempre ha existido y él la gobierna, pero sin duda él tiene el poder. No sé cómo es posible, pero tenemos que tener cuidado, las cosas aquí funcionan… diferente.
—¿Y el juego de la escalera? ¿Qué es eso? —La interrogó Victoria, sacandola de su explicación.
—Es la forma que tiene el payaso de divertirse; se lleva a la gente y los hace ascender por las escaleras. Quienes lo hayan estado acompañando deben detenerlo antes de llegar al último piso o si no…
—¿Si no qué? —susurró Estefany con la voz temblorosa.
Hubo un amargo silencio mientras Naira tomaba aire, intentando contener el llanto. Todos, en especial Gabriel y Victoria, sintieron como se les comprimía el pecho, como si las costillas les apretaran los órganos dificultándoles hasta respirar. El corazón de ambos se detuvo mientras oían las palabras de Naira.
—Alison escuchaba susurros que yo no pude oír, y mientras intentábamos encontrar a alguien que nos abriera la puerta la perdí de vista y ya no la encontré. Pasó un rato y la última vez que la vi tenía ese maldito muñeco en la mano. El payaso comenzó a hablarme escribiendo en las paredes y las pizarras… me explicó el juego, incluso me dejo pistas, pero no pude alcanzarla y ahora yo tampoco puedo salir —dijo entre sollozos.
—No… ¡No! ¡Tenemos que encontrar a Diego! ¡¿A qué esperamos?! —Victoria parecía poseída por un frenético deseo de salvar a Diego y dirigió la marcha hacia el segundo piso, pero en el descanso de la escalera se toparon con un muro tosco de cemento
—Se los dije, las cosas aquí son extrañas —insistió Naira con pesimismo.
—¡Vamos, seguro hay otra forma! —gritó Victoria que de inmediato iba a separarse del resto en busca de una subida, siendo interrumpida por Gabriel que la tomó del brazo con firmeza.
—No, nada de separarnos. Estoy igual de preocupado que tú… pero no. Vamos con calma, muchachos, si es verdad lo que dice Naira, debemos de hacer las cosas con cuidado a partir de ahora. Busquemos dentro de los salones de este piso primero.
Comenzaron a explorar los alargados pasillos iniciando por la izquierda. Eran largos y estrechos, demasiados estrechos si lo comparaban con el extenso lobby del piso inferior.
En cada uno de los lados había numerosas puertas de madera que se extendían hasta el final, y sobre sus cabezas varias lámparas en fila recta que titilaban con frecuencia. Ese leve fallo de luces no resultaba tan molesto como el sonido que producían; un zumbido que aumentaba y disminuía en intervalos cortos.
Se habían convencido de que todo estaría bien, dándose palabras de ánimo e intentando hacer de menos la amenaza a la que se enfrentaban, pero solo de la boca para afuera. Por dentro la incertidumbre hacía mella en sus corazones al mismo tiempo que una pregunta resonaba en sus cabezas «¿y si no logramos salir de aquí?».
Caminaron hasta la tercera puerta. viendo que las demás estaban trancadas, y Edgar la abrió de un tirón, sobreponiéndose por un segundo a sus miedos. Adentro había un salón de clases iluminado, con los pupitres de madera en su sitio, filas estrechas y apretadas. Sobre cada asiento había cuadernos y lapiceros, como si los jóvenes hubiesen interrumpido una clase en curso. Se quedaron mirando la escena un instante antes de pasar. Todo lucía normal salvo por las palabras escritas en la pizarra.
—Unas instrucciones —señaló Estefany antes de comenzar a leerlas en voz alta.
«A los estudiantes se les recuerda que el elevador de la derecha está averiado. Deben usar el de la izquierda, pero este no podrá llevarlos hasta el último piso, solo deben usarlo hasta el piso once, luego deberan subir por las escaleras. Algunos escalones están dañados, por favor tomen sus precausiones».
—Pero no existe piso doce… —expresó luego de terminar de leer.
—Puede ser que si exista —intervino Naira —, aquí todo es posible.
—¡Entonces vamos! —exigió Victoria, aunque todos la detuvieron en el acto.
—No, no y no, cálmate Victoria —Edgar la detuvo bloqueando la puerta con la mano —. No sabemos donde estamos ni quien escribió eso. No podemos creerle a todo lo que vemos.
Mientras hablaban, Gabriel caminaba con cautela entre los pupitres, mirando con atención las páginas en blanco «si esto es un juego ¿qué tipo de juego es? Si es una carrera deberíamos tomar el elevador y subir al piso once… pero ¿podemos confiar en las instrucciones que nos da?» Gabriel intentaba dilucidar el enigma, pretendiendo pensar más rápido y mejor que la entidad que los tenía cautivos. Victoria, por otro lado, estaba impaciente, deseosa que correr hacia afuera y subirse al elevador.
Se sentían como en un callejón sin salida hasta que Gabriel notó en la esquina de un cuaderno un apunte diferente. Tres palabras simples escritas de forma rápida, casi garabateada, pero lo bastante clara como para leerlo.
«¡No le Crean!», rezaba aquella nota y cuando Gabriel se dispuso a leérsela a los demás en voz alta, los cuadernos se cerraron con violencia, helándole la sangre a todos y obligándolos a correr fuera del aula de clase, perseguidos por un zumbido fuerte que no cesó hasta que Edgar cerró la puerta con fuerza detrás de él, maldiciendo su suerte por haber ido a parar a ese lugar sobrenatural.
Si hubiesen podido detenerse claro que lo hubiesen hecho, pero todos sabían que iban contra reloj; había que seguir abriendo las puertas, esperando encontrar una puerta en lugar de una bestia salvaje. Muchas puertas estaban cerradas, otras eran clones exactos del aula al que habían entrado. Nada diferente hasta que llegaron al final del pasillo.
Naira temblaba y sus pies no dejaban de moverse mientras se quitaba el sudor de la frente. Estaban de pie frente a la puerta que llevaba a las escaleras exteriores «aquí fue donde vi a Diego, intente alcanzarlo, pero las sombras me persiguieron» explicó mientras Estefany intentaba abrirla; estaba trabada.
—Era de esperarse —susurró Gabriel mientras se daba la vuelta hacia la última puerta a la derecha—. Aquí tiene que haber una subida.
Puso su mano sobre el pomo y comenzó a girarlo con lentitud; estaba frío como si al otro lado hubiese un congelador. Del interior un pequeño chirrido, similar al de un pupitre arrastrándose sobre el suelo los petrificó. Gabriel no soltó el pomo de la puerta, solo se quedó estático hasta que Estefany hablara unos segundos después.
—Ábrela ya o ciérrala, pero no nos quedemos aquí.
—Esto está tardando demasiado, deberíamos… —Victoria iba a decir algo que todos pensaban, pero Edgar no se demoró en detenerla.
—Nada de separarnos.
Inhalaron profundo y Gabriel abrió la puerta sin saber qué esperar.
Un olor pestilente salió disparado del lugar casi en el acto, como si alguien hubiese estrellado docenas de huevos podridos sobre el suelo y las paredes de la habitación. La cerámica estaba sucia y el interior no tenía luz; ni siquiera la que provenía del pasillo lograba penetrar en la insondable oscuridad.
Victoria no demoró en sacar el teléfono de su bolsillo y con la linterna ilumino hacia el frente. A penas podía distinguirse una silueta… una camilla de patas oxidadas ¿y sobre ella? Resaltaba un bulto de gran tamaño; un humanoide recostado sobre la camilla, cubierto por una sabana manchada de rojo y marrón.
—Hay que buscar del otro lado del pasillo —indicó Gabriel cerrando la puerta casi de inmediato.
—Ni siquiera revisamos, Gabriel ¿y si la subida está ahí dentro? —lo retó Naira, frenándose frente a la puerta.
—No lo creo, yo vi y…
—Estaba demasiado oscuro ¿revisaste bien? —lo interrumpió Naira.
Todos, incluyendo a Gabriel, dudaron por un segundo y se devolvieron de mala gana, dispuestos a abrir la puerta de nuevo, pero ni bien Gabriel toco el pomo un par de golpes resonaron desde el interior. Una visita no deseada que quería entrar al pasillo con ellos, gruñendo y clamando con una voz gutural y agonizante.
—¡Déjenme salir! ¡Por favor! ¡Estoy vivo! ¡Déjenme salir! ¡No les haré daño! ¡Niños! ¡Por favor!
Un sentimiento de pánico colectivo los golpeó a todos, desequilibrándolos mientras un sudor frío les recorría la espalda. Gabriel fue el primero en detenerse un instante a escuchar la súplica que venía del otro lado de la puerta, y sobreponiéndose al miedo, al nudo que tenía en la garganta, preguntó, tartamudeando por el nerviosismo.
—¿Qu-quien eres?
—¡No recuerdo mi nombre! Llevo mucho tiempo aquí. ¡Por favor, sácame de este maldito juego, te lo suplico muchacho! ¡Por favor! —gimoteaba el supuesto hombre al otro lado de la puerta.
Gabriel por un segundo pensó en abrir la puerta y ante la mirada estupefacta de sus alumnos, puso la mano encima del pomo una tercera vez, aunque rápidamente a su memoria volvió el escrito que leyó minutos atrás «¡No le creas!». Su mano se alejó de inmediato del pomo para disgusto del hombre tras la puerta.
—¡¿Por qué?! ¡¿Por qué me abandonas?! ¡¿Por qué te vas?! ¡Vuelvan! ¡Vuelvan!
Lo que comenzaría como un trote suave pronto se convirtió en una carrera desesperada cuando las paredes, las puertas y el techo crujían y temblaban como si un terremoto sacudiera el edificio. Los fuertes golpes tras las puertas y el rugir del hombre al final del pasillo eran ensordecedores, repitiéndose una y otra vez «¡ábranme!», clamaba mientras ellos dejaban sus piernas y alientos en escapar de aquel pasillo, de regreso a la pequeña zona de mesas que habían dejado atrás.
Hubiesen seguido corriendo, pero una barricada de mesas y madera podrida evitaba el paso al pasillo de la derecha. A su vez, la escalera de bajada había desaparecido tras otro muro tosco… todos los caminos estaban bloqueados salvo por el lobby de los ascensores, donde estaba el elevador de la izquierda, que había subido solo y seguía con las puertas abiertas, invitándolos a ascender.
Aunque los gritos y el temblor habían cesado en un agónico aullido, un malestar en el estómago les dejaba claro que no estaban a salvo… mucho menos cuando oyeron el rechinar de la puerta abriéndose al fondo del pasillo que habían dejado atrás. Voltearon con dificultad, en un intento de ser valientes, pero no lograron ver a nadie, solo una puerta abierta, y otra que se abría con lentitud frente a ellos, la primera aula a la que habían entrado.
La reacción inmediata fue retroceder a toda velocidad hasta que estuvieron pegados de la pared, pero a medida que pasaron los segundos y ningún enemigo salía al encuentro de ellos, se fueron acercando para ver lo que había en el interior.
Lo que fuese un salón iluminado con cuadernos y bolsos se había deteriorado hasta ser irreconocible. Las paredes estaban cubiertas de un limo asqueroso que emanaba un olor pestilente, los asientos estaban oxidados, la madera estaba podrida por la humedad y las ventanas estaban selladas con bolsas negras.
En el centro del todo había una barra metálica que conectaba hacia arriba a un orificio redondo que goteaba un líquido rojo y aceitoso, y hacia abajo un hoyo oscuro, macabro como la fosa por el cual había caído el ascensor minutos atrás.
—La subida que estábamos buscando —Habló Naira con disgusto.
Gabriel se acercó con cautela y estiró la mano con precaución para tocar la barra, oscurecida por el óxido. «Está seca… podríamos treparla. Creo que todos podrán» Volteó a mirar a Naira, que aunque lucia cansada también se veía resuelta, capaz de realizar aquella labor física… «Pero ¿quién subirá primero?» Esa la pregunta que podía interpretarse en sus rostros, aunque nadie se aventuraba a hacerla.
—Deberíamos bajar —intuyó Edgar.
—Te volviste loco —Naira no demoró un segundo en increparlo mientras señalaba a la fosa— ¿entrar ahí?
—Si esto es un juego para él, como tú dices, el payaso o lo que sea querría confundirnos. Es obvio que él sabe que no nos subiremos al ascensor… pero ¿y si nos quiere hacer creer que debemos subir? En el cuaderno decía «No le crean».
—Seguro se refería a que no le creyésemos al hombre del final del pasillo —intervino Estefany, asegurándose de que la puerta estuviera bien cerrada.
—Claro, pero ¿y si en realidad esa pista no es del payaso? Gabriel, dijiste que la letra era fea, escrita con prisas, y apenas la leíste nos ahuyentaron de la habitación.
—Sí.
—¿Qué tal si la pista no nos la dejó el payaso? ¿Y si más gente ha estado atrapada en este juego?
El razonamiento de Edgar era lógico, pero Naira no tuvo que decir mucho más para contradecirlo. Se levantó la blusa a la altura de la costilla, mostrando un rasguño profundo que los desalentó de inmediato.
—Aprendí bastante pronto que el payaso no necesita engañarnos, si quiere matarnos lo hará.
Poco podía responder Edgar a eso, por lo que se quedó en silencio, aunque su mente seguía maquinando. Algo no estaba bien y él lo sabía, lo sentía.
Gabriel sostenía la barra con firmeza. Sentía que era su responsabilidad ir primero; si alguien caería en una trampa mortal en ese juego perverso, tenía que ser él… y aunque en su interior estaba resuelto a hacerlo, sus músculos no respondían. Nadie se movió hasta que un grito lejano, agudo y desgarrador, los sorprendió a todos.
—¡Ya basta! —Victoria no cupo más dentro de sí y se puso en acción.
De inmediato comenzó a trepar aquella barra mientras los demás temblaban preguntándose si ese que grito había sido Diego, o si ese era un presagio del funesto final que compartirían. No tenían tiempo para hacerse tales preguntas, pues otro miedo los invadió; Victoria había terminado de subir y pasaron algunos segundos en los que no dijo nada.
—¿Qué ves, Vicky? —preguntó Gabriel, bastante preocupado.
—Suban, no puedo ver nada y no encuentro mi teléfono.
Se pusieron en marcha tan rápido como pudieron y cuando llegaban arriba se tomaban de las manos, angustiados por la idea de que algo fuera a jalarlos, a separarlos y sumergirlos en la penumbra. Escuchaban sonidos sutiles, pero lo bastante claros como para disuadirlos de encender las lámparas… aunque en sus corazones clamaba por el más mínimo destello. De haber sabido lo que verían hubiesen deseado que las luces jamás se hubieran activado.
Un zumbido tenue sobre ellos antecedió el paulatino encendido de la luz fluorescente, dejando a plena vista el gran número de alimañas que pululaban a su alrededor. Numerosas ratas deformes y sin pelo, de jorobas horribles y garras temibles compartían alimento con escolopendras largas como un brazo, que reptaban por las paredes y por el techo podrido, amenazando con caer sobre ellos con sus cientos de patas rojas y antenas como cuernos.
Todos se quedaron petrificados para no alterar a las hórridas criaturas, mientras miraban alrededor buscando una salida.
En una esquina, amontonadas sin cuidado, se encontraban numerosas bolas negras y abultadas amarradas con cinta de embalaje. De ellas chorreaba un líquido marrón pestilente, y las ratas roían con ímpetu pequeños huesos con carne podrida adherida a ellos. Los pupitres oxidados del piso anterior habían sido reemplazados por astillas y trozos filosos de metal carcomido, y a la izquierda de ellos, junto a la puerta, los restos de una pizarra con un dibujo hecho con tiza blanca; un pictograma con cuatro personas de cabeza que Edgar contempló con cuidado.
Tal vez porque estaban demasiado absortos ante el terrible panorama no se percataron de los vapores tóxicos que los rodeaban. Un olor ácido y penetrante que hasta que no comenzó a quemar los vellos de sus fosas nasales no lograron percibir. Era como si un malintencionado hubiese volcado en ese instante un bote de cloro sobre una cubeta de lejía, dejándolos encerrados con la mezcla mortal. De inmediato cubrieron sus bocas con los brazos, y trastabillando avanzaron hacia la salida, empujando la puerta con fuerza antes de comenzar a venirse en vómito en el pasillo.
Todos se hallaban demacrados, aunque Estefany y Edgar un poco menos, tal vez por subir últimos… Victoria, Naira y Gabriel, por otro lado, estaban en el piso intentando recuperarse. Estefany quiso ayudarlos a ponerse en pie, pero de momento era imposible; la exposición al gas había sido intensa, estaban mareados y demasiado fatigados.
Edgar, tambaleándose, comenzó a analizar los alrededores con la linterna de su teléfono en la mano, iluminando con cautela cada esquina y recoveco. Aún no estaba dispuesto a rendirse, aunque la situación se había vuelto, si se podía, más desalentadora.
Era como si todas las paredes de concreto y los mosaiquillos hubiesen sido reemplazados por roñosos muros de cartón-piedra, mientras las baldosas del suelo estaban salpicadas de sangre y heces. En el aire había un aroma rancio y nauseabundo, semejante al de un baño público, pero al menos se podía respirar, por lo que no titubeo demasiado antes de seguir avanzando.
Solo tuvo que dar un par de pasos para notar que las escaleras en este nuevo piso si existían, pero tanto la subida como la bajada estaban bloqueadas por toscas rejas de hierro fundido, grises y oxidadas. La de subida parecía posible de forzar, pues estaba torcida y desencajada, pero pronto desistiría de aquella idea, ya que arriba a la derecha, pintarrajeado sobre una placa metálica que colgaba a duras penas, estaba señalado un número.
Estefany tardó solo un par de segundos en unirse a él, preocupada al verlo tan concentrado en un punto de la pared.
—Mira eso —le susurró Edgar al notarla a su lado.
Ella miró el cartel detenidamente sin decir nada; habían saltado del piso uno al piso menos siete. Tal vez se detuvo a pensar la implicación de aquello, intentando darle sentido a lo que estaban viendo, a lo que estaban viviendo, pero la realidad era que no tendría tiempo de decir nada, pues la mente que los había atrapado en esa dimensión no les daría mucho tiempo de descanso.
Un crujido poderoso, como si una viga colapsara, rompió la aparente paz que gobernaba el lúgubre pasillo, obligando a los demás a incorporarse aunque fuese trastabillando. Pronto los cinco volvieron a estar juntos y se agarraron con fuerza de las rejas para evitar caer por las vibraciones violentas que sacudían el edificio ¿un terremoto? El estrépito era ensordecedor y Estefany cerró sus ojos con fuerza esperando que pasara lo peor, pero tras unos segundos el temblor se detuvo, mas no los sonidos.
De hecho nuevos ruidos se unieron a ese festival caótico, un rechinar horrible como si piezas metálicas se rozaran una y otra vez dentro de los pasillos, donde no podía distinguirse nada.
—¿Qué cosas se ocultarán ahí? —preguntó Naira para disgusto de todos, señalando descaradamente a la oscuridad.
Esa era una pregunta que nadie quería hacerse mientras mantenían la mirada fija en las puertas que daban hacia las escaleras exteriores, con la esperanza de ver a Diego a través de las pequeñas ventanas.
Eran demasiadas ideas juntas, todos estaban confundidos y no sabían que era más abrumador, si el chirriar de aquellos mecanismos invisibles o el constante movimiento afuera del edificio.
Avanzaron hasta quedar frente al pequeño lobby de los ascensores, y ahí Estefany se acercó con cautela hacia el muro lleno de orificios que había al fondo. Tenía miedo, estaba aterrada, pero miró hacia el exterior.
Una densa neblina gris impedía la visión hacia el resto de Caracas, pero no evitaba que viera hacia abajo, de donde provenía un constante pisoteo. Una jauría bestial de huargos rabiosos no dejaba de dar vueltas alrededor del edificio. El techo del pasillo que cruzaron corriendo para entrar al edificio había desaparecido, y el camino de cemento fue reemplazado por tierra roja y grama marchita salpicada por escombros de lo que antes fuera la facultad de derecho. Se quedó embobada por unos segundos viendo el espectáculo hasta que una silueta temible bloqueó su visión. Un ciempiés acorazado de escala titánica pasó por encima del muro, haciendo sonar sus numerosas patas sobre el concreto y cubriendo por completo cada orificio con su colosal exoesqueleto.
Estefany retrocedió sin dejar de ver al frente, pero algo la tomó por el tobillo haciéndola trastabillar. Se fue de espaldas al mismo tiempo que una de las patas filosas del insecto atravesaba un orificio en la pared, cortando su brazo, pero no su cuello. Por suerte había sido solo un rasguño, profundo, sí, pero estaba viva. Por el rabillo del ojo logró ver algo moviéndose cerca del ascensor de la derecha. Justo en ese momento el ascensor de la izquierda volvió a abrirse, invitándolos a entrar.
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El capítulo final lo subiré el 5 de mayo.