El Rey que Nació Maldito – Parte III





Robert solo tenía ocho años cuando se dio el primer episodio de sombras susurrandole. Pensó en aquel momento que era una pesadilla lucida, pero poco a poco, mientras seguía repitiéndose a lo largo de los meses, su mente infantil temió que aquello fuera permanente.
—Hermano… ¿Hermanito? ¡Robert! —un repentino grito lo hizo sobresaltarse en el sillón de su estudio.
—¡¿Arianna?! —Robert se levantó, buscando a la joven por todo el estudio, aunque pronto la voz de su hermana se transformaría en carcajadas chillonas.
Estaba tan concentrado en aquellos recuerdos que bajó la guardia ante sus torturadores, que con un simple truco lo jalaron de regreso hacia la realidad. «Conocen a la perfección mis debilidades… saben cómo abrir las cicatrices». Se dejó caer en el asiento y acarició sus sienes mientras recordaba a su hermana.
La princesa Arianna solo tenía quince años, pero su agudeza mental la hacía más observadora que muchos adultos en el palacio; al menos lo suficiente para percatarse de las dolencias de su hermano menor. Fue la primera en notar las ojeras, los brazos caídos y falta de energía en un niño que solía desesperarla por ser hiperactivo. Ahora lo veía cabizbajo, sentado al borde de una fuente, sin decir nada durante horas.
—Vamos, te estás volviendo aburrido igual que Ymar ¿me dirás que te está pasando? —lo interrogó, entre broma y broma para intentar animarlo.
—¡Yo no soy igual que ese mago tonto! —Dijo el pequeño Robert, resentido por aquella comparación con su maestro—. Es solo que… bueno, n-no he dormido bien.
—¿Por qué? —Arianna notó de inmediato que algo lo atemorizaba— Nunca tartamudeas ¿Qué pasa? Puedes decirme, prometo no burlarme.
—Nada Ari, en serio, solo son pesadillas.
—Solo pesadillas, claro ¿no me quieres decir? Está bien, pero ¿Por qué no le dices a mamá?
Ambos voltearon a ver a su madre, que estaba a unos cuantos metros bajo la sombra de un árbol. Era una mujer a la mitad de sus treintas, con un semblante estoico y una mirada seria. Leía con tranquilidad, sin ponerles atención a los jóvenes ni a las criadas que estaban alrededor. Si no se la confundía con una estatua era porque de cuando en cuando su diestra daba la vuelta a las páginas del libro, y en el escote de su vestido podía verse su suave respiración, cónsona con sus pestañeos.
—No hace falta molestarla ¡no le digas nada a mamá! ¡Por favor!
—No le diré nada si me dices que te pasa, Robert.
—Dile… atrévete —un susurro espectral lo retó—. Veamos que le pasara a tu hermanita si le dices.
Para Robert fue imposible disimular el sobresalto, llamando la atención de algunas criadas alrededor, pero Arianna logró quitárselas de encima para poder seguir hablando con su hermano.
—¿Me dirás o no?
—No hay nada que contar, solo… solo son pesadillas.
—Mentiroso, no me digas nada, está bien —frustrada se levantó, dejándolo solo en la fuente.
«Tardé cerca de tres años más en contárselo a mi madre ¿Por qué? Al principio no fue tan difícil lidiar con los susurros, pero fue haciéndose cada vez peor… estaba aterrado. Bueno, al menos eso me dejó estar más tiempo junto a ella» se dijo recostando su cabeza adolorida sobre la cabecera del sillón.
La resistencia del pequeño Robert hasta entonces había sido heroica, pero una noche de verano, mientras todos en el palacio dormían, un ataque rastrero rompió toda la voluntad que le quedaba.
Pretendía descansar en su habitación, aunque no existía cama tan suave como para apaciguar su nerviosismo… era una de esas noches que el tanto temía.
Tenía los ojos cerrados, apretados con fuerza mientras se ocultaba bajo la sabana de seda, como si aquel manto amarillo lo protegiera del mal que podía sentir de pie en la esquina de su habitación, observándolo con malicia. Notó el peligro cuál ciervo que siente la fría mirada de un depredador en su nuca, y duró dos horas respirando con dificultad, lento y entrecortado, esperando que ese leve movimiento al inhalar no lo delatara. Pronto descubrió que era en vano.
El roce macabro de una mano esquelética en su pecho lo petrifico para luego, con una fuerza sobrecogedora, apretar su garganta haciendo que abriera los ojos. Robert no podía gritar ni pedir ayuda, se quedó paralizado mientras la seda se apartaba de su rostro. Espantado e impotente contempló a una sombra maléfica de ojos rojos frente a él. Ya no pudo sobrellevar aquella tortura en silencio.
Cuando al fin la presión en su cuello se disipó y el espectro se mezcló de nuevo con la oscuridad de la habitación, acompañado de una carcajada, Robert se quedó congelado por unos segundos hasta que tuvo el valor de levantarse y correr a los aposentos reales. El guardia apostado en la puerta pretendió detenerlo, pero no pudo evitar que el niño golpeara con fuerza la madera robusta, gritando aterrorizado el nombre de su madre.
—¡La reina duerme, príncipe! ¡Pare por favor! —Imploraba el guardia mientras Robert seguía contorsionándose para librarse de su agarre.
Tal fue la escala del berrinche que la reina abrió la puerta de par en par unos segundos después, dejando al guardia enmudecido ante su imagen. Estaba cubierta por un camisón demasiado ligero y revelador para su estatus y con el cabello suelto llegándole a la cadera. En ese momento no proyectaba la imagen magnánima de siempre; solo era una mujer molesta por haber sido despertada.
—¿Qué pasa aquí? ¿Cuál es el alboroto? —preguntó mientras Robert se liberaba del guardia para aferrarse a su ropa llorando.
—¡Lo siento mucho mi reina! El príncipe Robert… parece haber tenido una pesadilla.
—¿Robert?
Al niño le costaba articular palabra y se limitó a agarrarse con fuerza al camisón, temblando de manera incontrolable. La reina Eliza alzó la mirada y entró a los aposentos con el pequeño.
Era una habitación grande, incluso más que la de Robert, con un aire solemne solo equiparable al de la sala del trono. El tapiz delicado de azul celeste y plata, la cama gigantesca con cortinas blancas y los muebles lujosos que solo se veían opacados en elegancia por el caminar esbelto de la reina, que no perdía su semblante estoico pese al sueño que tenía.
Robert se sentó en la cama mientras su madre lo veía un poco aturdida. Puso la mano sobre la cabeza del pequeño y con un tono dócil le hablo.
—¿Qué está pasándote, Robert? Te he notado algo… agobiado.
A Robert le costó recuperar la compostura; respiraba lento y profundo mientras secaba sus lágrimas con la manga de su pijama. Por fortuna el entorno no era nada amenazante o la conversación hubiese sido imposible. La habitación se sentía cálida aunque la hoguera no estaba encendida, y además tenía un olor perfumado dulce y delicado que despertó en Robert una inmensa nostalgia.
—Estoy muy agobiado. Estoy, algo malo me está pasando.
—Sí, me he dado cuenta, hijo ¿qué pasa?
—Parece que mami si se había dado cuenta de lo mal que estabas —le susurró al oído una sombra maléfica—. Su bebito está triste y a ella ni le importa. Si no la hubieses despertado a Eliza no le importaría nada de lo que te pase.
—Has que paré, mamá, por favor —imploró el niño mientras intentaba ignorar lo que había escuchado.
—¿Detener que, Robert? ¿Qué te pasa?
Por primera vez en mucho tiempo, Robert vio un cambio en el rostro de su madre, que frunció el ceño y se cruzó de brazos, intimidándolo aunque no fuera la intención original de la reina. Eliza lo notó de inmediato e intento corregirlo con una suave sonrisa que vino acompañada de una caricia.
—Háblame hijo… no importa lo que creas, todo estará bien. Explícame que es lo que te pasa.
Robert casi se vio dominado por ese mal presentimiento que venía acompañándolo desde el principio de su tortura; obligándolo a morderse la lengua cada vez que pensó en decirle a alguien lo que le pasaba, pero la mirada de su madre, comprensiva, lo hizo soltar aquella pesada carga.
—Desde hace mucho estoy escuchando susurros. Voces me hablan desde los muros, desde el techo y los arbustos. Veo sombras acechándome en cada esquina, esperando que me descuide para espantarme, mamá —explicaba Robert a punto de romper en llanto de nuevo, sintiendo como se le subía el corazón a la garganta.
—¿De qué hablas? Serán pesadillas…
—¡No, mamá! ¡No! ¡No son solo pesadillas! ¡Es real! —hizo contacto visual, temblando, pero demostrando una gran firmeza que se veía respaldada por la fuerza con la que sujetaba el camisón de su madre—. Al principio yo también quería creer que solo eran sueños o mi imaginación, pero poco a poco, mientras pasaban los meses, las sombras y los susurros se hicieron más y más presentes.
—Robert… ¿Cuánto tiempo?
El joven dudó un segundo, pero la verdad era la única respuesta posible en aquella situación.
—Casi cuatro años.
—¡Robert Alexei! ¡¿Por qué has tardado tanto en contarme?!
—Es que… e-es qué.
Robert comenzó a tartamudear, incapaz de argumentarle a su madre porque había resistido todo aquello en solitario. En retrospectiva a él mismo le parecía tonto y vergonzoso haberle dado tanto peso a las amenazas y burlas de las voces, aunque en ese instante el mismo sentimiento umbrío lo estuviese acechando; el presentimiento de que hablar de aquello podía tener terribles consecuencias.
La reina Eliza volvió a suavizar el tono mientras se sentaba a su lado.
—Bien, pero tendrás que explicarme qué ha pasado, no estoy entendiendo, hijo.
De nuevo se sintió envalentonado pese a la oscuridad de la habitación, solo iluminada por la vela en la mesa de noche de la reina y la luz de la luna que entraba por un ventanal al fondo.
—Todo suele pasar mientras duermo, a media noche… las sombras me hablan, se burlan de mí y susurran cosas terribles. Me vaticinan muertes, me amenazan, me asustan con sus gritos e intentan confundirme imitando la voz de Arianna o la de los sirvientes… o la tuya. Al menos así fue durante los primeros dos años, pero poco a poco han comenzado a hacerlo ni bien despierto o antes de irme a dormir, cuando juego solo en mi habitación o mientras me muevo por los pasillos.
La reina Eliza quiso ser solidaria, pero una repentina incredulidad endureció su corazón. «Es imposible que espectros lo asechen, no dentro de este castillo… Ymar o cualquier otro hechicero se habría percatado hace mucho. No, algo más le tiene que estar pasando» pensó en silencio, creyendo que su semblante era el mismo de siempre, estoico y neutral.
—Siempre saben dónde estoy y ahora incluso me hablan cuando estoy contigo o con Arianna… ¡Mamá, mamá créeme! ¡Por favor! ¡Créeme, no me veas así! —le rogó.
Ante esas palabras la reina se estremeció y con sutileza intentó verse en el espejo del tocador, que estaba a unos cuantos metros de ella. Su ceño estaba fruncido y una mueca en su labio demostraba todo el escepticismo que había dentro de ella, un escepticismo que, aunque batalló por suavizarlo, salió en forma de palabras demasiado duras.
—Robert, debes calmarte, eres el príncipe de Veloria y ya tienes doce años… sé que puedes tenerle miedo a estas pesadillas pero…
—¡No son pesadillas, mamá!
—¡Robert! Te estoy hablando —la firmeza de la reina lo hizo enmudecer mientras ella tomaba aire, intentando recobrar la calma—. Tu hermana necesita que seas alguien fuerte, que seas un compañero confiable que la ayude a gobernar, no puedes dejar que unas simples pesadillas te vuelvan loco…
Eliza se mordió la lengua al decir esta última palabra mientras veía al pobre príncipe llorar, haciendo el intento de levantarse de la cama, dispuesto a irse. Ella lo detuvo por la muñeca.
—Lo siento, Robert, lo siento hijo, no quise decirte eso — lo dirigió a su regazo y lo abrazó con ternura—. Lo siento mucho… te estoy diciendo cosas que… pero es que… lo siento, hay tanta presión y lo que me dices es tan impresionante que yo, a-a… solo, discúlpame. Todo estará bien, tranquilo —lo acaricio gentilmente—, mañana hablaremos con Ymar para saber qué podemos hacer. Quédate conmigo esta noche, duerme aquí, ninguna sombra te acechara… nada te molestara si estás conmigo.
Robert la abrazó, aliviado, y creyendo cada palabra que le había dicho la reina, se refugió bajo las sabanas, al cobijo de sus brazos. Esa sería la última vez que Robert estaría tan cerca de su madre.
Las sombras no hicieron ningún sonido aquella noche, como se lo prometió su madre. Le dieron tregua al joven príncipe mientras dormía como un niño en la cama de sus padres ¿Y a la mañana siguiente? Un poco de lo mismo. Madre e hijo despertaron con la llegada de los ciervos y el desayuno de la reina; comieron juntos, en paz. No hubo ningún indicio de que algo terrible fuera a pasar, todo lo contrario, el día era tranquilo, cálido y silencioso.
Robert estaba ansioso por poder hablar con el hechicero mayor Ymar junto a su madre y ponerle fin al tormento que estuvo sufriendo, si no era que ya había terminado. Jugaba con los potros en las caballerizas, inocente de todo lo que sucedería.
Por su parte, la reina Eliza manejaba sus menesteres. Ella gobernaba un condado y una villa cercanos a la capital, por lo que apartando un par de horas de la tarde que las pasaba en los jardines del palacio, leyendo algo a la sombra de un árbol, el resto de su tiempo lo empleaba en su estudio, encargándose de asuntos burocráticos. Fue ahí, a eso de las doce del medio dia, que sintió un escalofrío subiéndole por las piernas hasta llegar a las caderas, enfriándole todo el vientre y la parte baja de la espalda. De pronto un dolor punzante, como si una enorme aguja le atravesara le atravesara el ombligo, la hizo gemir de dolor, alertando a su sirvienta más leal que no tardó un segundo en socorrerla cuando cayó de la silla, retorciéndose de dolor.
Atendieron a la reina de inmediato, pero a los doctores les resultaba imposible saber que era lo que le sucedía, qué cosa había sido capaz de poner en un estado tan critico a la reina. Ni siquiera los calmantes lograban mantenerla tranquila, y enloquecida por el dolor clamaba por la presencia de Ymar, el rey Robert III y por sus hijos.
El príncipe Robert, sentado en su estudio, recordó con lujo de detalles aquel momento. Afuera de los aposentos reales había varios ciervos reunidos mientras ellos eran escoltados por un guardia real. Antes de que la puerta se abriera un chillido agónico los sobresaltó. Arianna lloraba y él temblaba mientras a su alrededor, en lugar de a sirvientes, veía sombras tenebrosas mirándolo en silencio desde las esquinas.
Al pasar vieron a la reina tendida en su cama, contorsionándose mientras su sirvienta más fiel intentaba aliviarla con paños húmedos y otros ciervos la contenían para evitar que se lastimase a sí misma con las violentas sacudidas. La reina Eliza parecía absorta y solo cuando vio por el rabillo del ojo a sus hijos pareció dominar un poco su agonía, llamándolos con la mano.
—Mis bebes —los llamó con la voz quebrada y los ojos llorosos—. Tranquilos, tranquilos, todo está bien, todo está bien —repetía temblando mientras los abrazaba.
Ambos lloraban, en especial Robert, que esa misma mañana había dormido ahí y ahora visitaba a su madre, elegante y estoica, ahora cubierta de sudor y con espasmos por el dolor.
Los doctores discutían con fiereza que podía estar sucediendo ¿un órgano explotó? ¿La atacaron? ¿La envenenaron? Ni la magia curativa ni los medicamentos genéricos parecían surtir efecto, pero debían seguir intentando y estaban a punto de sacar a los príncipes de la habitación cuando el eco de una caminata firme generó el silencio en la sala, dejando de fondo solo los sollozos de los jóvenes.
A pasos agigantados, un hombre alto y delgado paso de largo frente a sirvientes, doctores y guardias por igual. Sin anunciarse entró en la habitación real y se aventuró hacia la reina sin miramientos. Vestía sin elegancia; pantalones verde olivo de algodón, unas botas de cuero, una camisa ancha de color blanco amarillento remangada hasta los codos y sobre la camisa un delantal de cuero manchado de rojo. Parecía un carnicero, con sus manos callosas y los gestos duros. Su quijada prominente estaba decorada por una barba crecida, mal arreglada al igual que su cabello negro, corto pero despeinado.
—Eliza… Eliza ¿qué te está pasando? —preguntó con un tono de voz suave. Aunque no gesticulaba, se notaba claramente que tenía un nudo en la garganta.
—Eliza… Eliza ¿qué te está pasando? —preguntó con un tono de voz suave. Aunque no gesticulaba, se notaba claramente que tenía un nudo en la garganta.
—Ymar… ¡Ymar! —clamó la reina al ver sus ojos amarillos como la miel—. Ymar, ayúdame por favor.
—¿Qué te paso, dime ¿qué te hicieron? ¿Quién te hizo esto?
La reina Eliza iba a hablar. Resistiendo con una fuerza sobrenatural el dolor que la agobiaba, pretendía explicarle al hechicero Mayor lo que sucedía. Robert recordó, atemorizado en su sillón del estudio, como bastó con que la su madre pronunciara la primera letra para que su garganta se trancara y en su rostro se dibujara una mueca de miedo horrible que precedió un aullido de dolor. Sus ojos se hundieron mientras apretaba con fuerza su mano. Él gritaba y ella, con los ojos fijos en Ymar se limitó a gritar y a llorar.
Dos sirvientas corrieron hacia los niños, agarrándolos por la cintura y sacándolos de la habitación. Robert estaba en shock, pero recordó el rostro del hechicero Ymar, a penas menos atemorizado que el de la reina Eliza. Algo terrible estaba pasando y Robert lo supo cuando tras una carcajada, una voz gutural, gruesa y deforme le dijo al oído.
—Maldijiste a tu madre… mataste a tu madre, Robert.
Las siguientes horas los chicos fueron llevados a las cocinas, donde sirvientas y cocineros intentaron distraer a ambos chicos con dulces, mas era en vano. Pasaban las horas y ellos estaban cada vez más ansiosos hasta que Ymar, a eso de las dos de la madrugada, llegó a la habitación de Arianna, donde ambos estaban esperando alguna noticia.
Robert pretendía dormir y la princesa Arianna aguardaba en su escritorio, escribiendo en su diario, o más bien llorando sobre él. El hechicero mayor quiso entrar sin ser oído, pero ni bien la puerta se abrió ambos jóvenes lo abordaron con preguntas. Ymar no contestó a ninguna, solo les dijo, con voz ronca y neutral, que fueran con él a los aposentos de su la reina.
Ahí estaba la reina Eliza, mucho peor que en la mañana, pero también más tranquila. Parecía anestesiada, ya fuese por medicina o por alguna magia poderosa. Ya no gritaba ni se retorcía, pero clamaba el nombre de su esposo una y otra vez en compañía de sus hijos, un doctor y del hechicero mayor Ymar. A la mañana siguiente la reina había fallecido.
El golpeteo repentino en la puerta del estudio lo hizo sobresaltarse sobre la silla, devolviéndolo al presente. Se dio la vuelta y miró a la sirvienta que lo esperaba bajo el marco de la puerta.
—Mi príncipe, lo esperan en la sala del trono. El rey quiere hacer un anuncio.
—Sí… ya sé lo que quiere.
Avanzó sin preocuparse por las burlas de las sombras, siguiendo a la sirvienta hasta llegar a la antesala del trono, donde varios nobles lo saludaron de buen ánimo; esta vez no pudo evitarlos. Paso siguiente entró en la sala del trono, magnánima como siempre. Al fondo, junto al trono de oro, mármol y marfil, estaba su padre de pie, hablando muy de cerca con un hombre que aparentaba ser mayor que él; al lado de ellos aguardaba una mujer joven de cabello rubio y ondulado, con un vestido azul celeste largo y pomposo decorado con bordados de plata.
—Tu futura esposa es hermosa, Robert ¿te la mereces? —le dijo una voz chirriante al oido.
—Pobrecilla, el castigo que le espera a tu lado —confirmó otra voz, más gutural.
Robert no se estremeció ni permitió que los comentarios lo mortificaran, en su lugar se remitió a un recuerdo lejano. En una clase con Ymar, pocas semanas después de la muerte de la reina Eliza, el hechicero mayor le dijo unas palabras al príncipe que se quedarían grabadas en su memoria.
—La vida puede ser muy injusta, joven Robert —dijo secándole las lágrimas con las yemas de los dedos—, No es justo lo que paso con su madre, una mujer joven y fuerte no debería terminar así. La vida puede ser muy injusta y estar llena de oscuridad… —Ymar inhaló profundo, tragándose la tristeza y conteniendo un sollozo—, pero recuerde, mi querido príncipe, que muchas veces las sombras que nos atormentan, todas esas cosas malas que nos pasan y que nos persiguen en nuestras pesadillas, no son más que eso, sombras… sombras y nada más.
«Ymar siempre lo ha sabido, el mal que me acosa, siempre lo ha sabido, pero no ha podido ayudarme, ni siquiera mencionármelo ¿qué lógica hay detrás de mi maldición? No puedo hablarle a nadie de esto, y por lo visto nadie puede hablarlo conmigo… qué sombra tan funesta», se dijo Robert mirando fijamente a la joven princesa de ojos grises. Subió las escaleras que llevaban al trono, sin dejar de mirarla, con un paso firme pese a que las sombras pretendían hacerlo caer. «No sé quién eres, no sé si llegue a amarte en este matrimonio orquestado por estos dos ancianos idiotas, pero juro por mi vida que no dejaré que te hagan daño», pensó mientras se le acercaba con una sonrisa, ella al fin salió de su contemplación, le devolvió la mirada y se giró hacia él mientras se acercaba. Firmes, uno frente al otro y ante la mirada atenta de los nobles que entraban a la sala del trono, Robert habló.
—Saludos, princesa Anabelle. Es un gusto poder conocerte.
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El próximo capítulo lo subiré el 24 de mayo. Si te gusta como escribo por favor déjame tú me gusta o un comentario, eso me ayudaría mucho. También te recomiendo leer Escudos Rotos y Dentro del Puño de Hierro, pues suceden dentro del mismo universo de esta historia. Un saludo y un abrazo sí llegaste hasta aquí.