El Rey que Nació Maldito – Parte II




Las campanas de la capilla del palacio lo despertaron minutos antes de que dos sirvientes entraran a la habitación con las bandejas del desayuno. No decían nada; uno tenía la vista fija en el suelo y el otro le evitaba la mirada, controlando con dificultad el temblor de las manos y secándose disimuladamente el sudor de la frente. Robert ni siquiera intentó hablarles, se limitó a ver por la ventana, sin levantarse de la cama, contemplando las nubes hasta que la comida estuvo servida en una mesita aledaña.
Pasados unos minutos, el príncipe se levantó de la cama y tomó asiento en una silla cómoda de cojín y respaldo dorados. Los sirvientes de inmediato sirvieron un vaso de jugo fresco y prepararon con protocolo cada bocado de Robert, no permitiendo tan siquiera que él cortará la fruta o que embadurnara la tostada con manteca por sí mismo.
Tras veinte minutos las campanas aún seguían sonando, pero aquello no le molestaba, de hecho, el suave repiqueteo de las pequeñas y el retumbar de las grandes le parecía melódico y agradable, como escuchar una canción «¿serán en honor a Augusto? Espero que sí».
Robert había recuperado un poco de tranquilidad en ese breve momento de la mañana, al menos hasta que uno de los sirvientes, joven, rubio y delgado, le habló mientras él le daba un mordisco a un bizcocho azucarado
—M-mi príncipe Robert, s-su, am…
—Deja de tartamudear y habla —exclamó impaciente, con la boca llena.
—Señor, su padre desea verlo —completó el otro sirviente, un hombre de unos treinta años, alto, moreno y fornido.
Robert se detuvo en el acto y soltó el bizcocho con desdén, dejándose caer sobre el espaldar de su asiento. No hizo el mínimo esfuerzo para disimular el malestar que lo abordó, respoplando mientras se sacudía los restos de azúcar de la mano.
—Qué sorpresa, mi viejo padre se tomó la molestia de volver a casa; eso explica las campanadas… ya no me parecen tan bonitas. Llévense todo esto, ya no tengo apetito.
No había terminado de hablar cuando los dos hombres comenzaron a limpiar los restos del desayuno en silencio. Así hubiesen permanecido de no ser por Robert, que volvió a hablar con un tono mucho más suave.
—¿Saben qué pasó con Augusto?
—¿Se- señor? —el joven sirviente parecía confundido y se estremeció al escucharlo, malinterpretando la pregunta.
—Augusto fue enterrado ayer en la tarde en el cementerio del oeste, señor —contestó el otro sirviente, que si lograba mantener la compostura.
—¿Alguien reclamó su cuerpo?
—Sus familiares, señor.
—¿Tenía familia?
—Sí señor, dos hijas y varios nietos. También tuvo una esposa, pero murió hace algunos años.
—Ya veo… nunca nombro a ninguna de sus hijas, ni siquiera alguna anécdota de su mujer. Es curioso… Gracias.
El joven sirviente se tranquilizó al entender a qué se refería el príncipe, y el otro se limitó a asentir antes de llevarse las bandejas con los restos de comida. Minutos después volvió con un gran recipiente de porcelana lleno de agua tibia. Los dos sirvientes no dijeron nada más a partir de ese momento y lo ayudaron alistarse manera ceremoniosa.
En poco menos de quince minutos, Robert estaba vestido. Usaba un pantalón ceñido de color negro y un chaleco azul real de botones dorados sobre una camisa de tela blanca, suave como las sabanas de su cama. Se peinó su cabellera castaña, corta y lacia, hacia atrás con mucho cuidado y miró su rostro en el espejo. Estaba pálido y tenía ojeras profundas, pero aunque los ciervos quisieron maquillarlo él se negó con contundencia.
—Salgan de la habitación, luego iré a dónde está mi padre.
—Pe-pero señor, hoy usted…
—He dicho que no.
—Como usted ordene. El rey dijo que lo esperaría en la sala de mapas, señor.
—Que me espere un poco más entonces.
Dicho esto, ambos sirvientes salieron haciendo una reverencia, dejando Robert solo frente al espejo del tocador. «Tranquilo, son sombras, sombras y nada más» se repitió varias veces ignorando a las siluetas que podía ver tras él. Se concentró en sus propios ojos y respiró profundo varias veces antes de levantarse.
Recorrió el palacio, pasando de largo por las estancias y cruzando sin saludar por el salón del trono, donde varios nobles, aristócratas y burgueses importantes aguardaban al rey para rendirle pleitesía. No tardaron en apartarse de su camino, siempre sonriendo por si él se dignaba a devolverles la mirada, pero tal no fue el caso.
Entró por una puerta aledaña y subió dos pisos de una escalera de caracol hasta llegar a un pasillo ancho con una puerta en el medio. Ahí estaba dos guardias cubiertos por placas plateadas de brillar intenso, decoradas por relieves, capas moradas y penachos púrpuras sobre los cascos.
Sin demorarlo más, Robert avanzó hacia la puerta y los guardias lo recibieron al grito de «¡Larga vida a la luz del reino, Hijo de Lorien, larga vida al príncipe Robert!». Él hizo un gesto simple, casi desdeñoso con la mano para que volvieran a estar firmes. Estos le abrieron la puerta.
La sala de mapas era espaciosa, con dos pisos de altura, una escalera central y un techo alto de unos veinte metros. A los extremos se encontraban varias estanterías diseñadas para guardar la numerosa colección de mapas y pergaminos, mientras algunas otras contenían libros grandes y pesados. En el centro, alineado con la escalera, un vitral enorme dejaba entrar una generosa cantidad de luz natural, mientras que de los techos colgaban tres pares de candelabros.
Esperaba encontrar la sala casi vacía, con uno o dos investigadores como era lo usual, pero todo lo contrario. Había al menos dos docenas de escribanos y dibujantes trabajando con meticulosidad junto a algunos hechiceros que destacaban del resto por tener bastones con gemas en sus manos. No tenían uniformes; algunos llevaban chalecos de cuero, camisas de lana o lino, pantalones anchos marrones, botas altas y bajas, incluso había alguno usando sombrero aunque estuvieran en el interior; y, sin embargo, todos trabajaban en equipo y se comunicaban con claridad, como una maquinaria.
«Algo estarán haciendo para mi padre… seguro alguno de sus proyectos de expansión ¿qué nuevo sitio invadirás, padre?», pensó Robert de inmediato, adentrándose más en aquel ajetreo.
Finalmente, en el área central de aquel salón, divisó una mesa enorme de piedra tallada que resaltaba de cualquier escritorio. En su superficie se encontraba un mapa que lo cubría de borde a borde, reflejando con detalle el relieve, cada montaña, llanura, bosque y río. Detalles que Robert ignoró mientras avanzaba hacia la mesa. Cuando estuvo en el borde se quedó quieto y mirando al hombre parado al otro extremo exclamó con fuerza.
—Ya estoy aquí, padre.
—Aquí empieza lo bueno ¿extrañabas a papá? Deberías decirle cuando lo extrañas, no está bien que te sientas tan solo —dijo una voz rasposa desde la nada.
El príncipe Robert quiso voltear a los lados para buscar al emisor, pero logró mantener la compostura mientras veía los ojos de su padre «solo sombras, Robert, solo sombras» se repitió para sus adentros.
Hubo un breve momento de silencio mientras el rey volteaba a ver a su hijo. Aún era un hombre dinámico en el ocaso de sus cuarenta, y aunque en su barba pulcra podían verse muchas canas, el rostro libre de arrugas y la agilidad de sus movimientos lo hacían parecer mucho más joven.
Cualquiera que no lo conociera hubiese pensado que Robert Alexei III “El Zorro” era, como mucho, el hermano mayor del príncipe, pero aquella actitud enérgica y esa calidez que desprendía no eran lo más llamativo del rey. En sus ojos marrones podía sentirse una chispa optimista y motivadora que, por desgracia, parecía ser transmitida a todos alrededor menos al príncipe, que lo miraba con apatía a pesar de que su padre tenía una sonrisa cada vez más grande mientras se acercaba a él a pasos agigantados.
—¡Mi muchacho! —Exclamó con emoción mientras lo abrazaba con fuerza, siendo correspondido a duras penas con algunas palmadas en la espalda— ¿Cómo está mi hijo?
—Bien, bien… todo lo bien que se podría.
La respuesta del príncipe, seca y al grano, aseveró la primera impresión del rey cuando notó sus marcadas ojeras y aquellos hombros caídos. Pronto la sonrisa de oreja a oreja de Robert III se desvaneció tras un suspiro que caminaba por una delgada línea que dividía la resignación del enojo. Acaricio la nuca de su hijo con la mano derecha y beso su frente antes de alejarse un poco. Un simple gesto de su mano bastó para que todos abandonaran la sala de mapas salvo el rey y su heredero.
Cuando el único ruido que pudieron escuchar fue el de la respiración del otro, el rey retrocedió varios pasos.
—¿Qué te está sucediendo? Te ves agotado, mucho más de lo que te he visto nunca —el tono del rey había mutado, demostrando su desconcierto y a la vez una frustración que se veía reflejada en el vibrar de su puño cerrado.
—Augusto murió hace poco —fue la respuesta del príncipe Robert, cabizbajo.
—Eso escuché. Lo lamento. Imagino que hiciste buena amistad con él en este tiempo.
En ese momento el príncipe levantó la mirada y soltó un suspiro mientras veía a su padre.
—Vuelvo a estar solo. La muerte gira a mi alrededor —fueron sus palabras, logrando en el proceso que su padre cambiara de un gesto comprensivo a la más profunda consternación.
—¡¿Por qué dices eso?! ¡Detesto que lo digas! —El rey se llevó la mano a la frente, levantó la mirada y enfocándola en un candelabro susurró para sí—. ¿Cuál es su problema?
No era su intención ser escuchado, ni siquiera pretendía decirlo, pero como suele pasar, a veces las palabras y los pensamientos se escapan. El príncipe frunció el ceño casi de inmediato.
—Mi problema sigue siendo el mismo de siempre.
—Por los dioses, Robert ¿hasta cuándo seguirás aferrándote a los recuerdos de quienes hemos perdido? Te he dicho cientas de veces que no has tenido nada que ver.
—Recuerdos… —al parecer el principe solo habia escuchado esa parte—. Esos recuerdos son lo único que tengo, pero siempre has estado demasiado lejos como para darte cuenta.
—¡Eres un hombre de veinticuatro años y aún haces exigencias de niño! ¿Quieres que pase todos los días contigo? ¿Quieres que te cuide como si fueras un pequeño? No seas infantil, Robert ¡eres el heredero de un reino! ¡gobiernas una villa y un condado enteros! ¡gente depende de ti! ¡tienes cosas más importantes en las que pensar!
El príncipe hizo el amago de reír, justo antes de mirarlo con frialdad mientras se le acercaba.
—¿También es infantil de mi parte mencionar que hace poco cumplí los veinticinco? El rey, siempre infalible en el campo de batalla, pero no sabe cuándo nació su hijo.
Lejos de conmoverse o dudar, el rey se mantuvo firme incluso cuando el príncipe Robert estuvo frente a él. Ambos tenían la misma estatura y vestimentas parecidas, pero aunque el rey tenía mucha más musculatura, Robert IV tenía un aura lúgubre que lo hacía lucir grande y funesto.
—Sí, hijo, es muy infantil que te molestes por esa pequeñez. Cumpliste hace poco, ha sido un pequeño error al que te quieres aferrar, y no entiendo por qué.
—Me tiene sin cuidado si recuerdas o no cuando nací pero… —Al estar cerca de él, respiró profundo mientras ignoraba los susurros y alaridos que lo asediaban y se burlaban de él— que frustrante es que no entiendas a estas alturas el daño que me ha hecho tu ausencia.
—Robert… —el rey dudó por un instante, pero una repentina dureza envolvió su corazón antes de hablar— ¿Acaso no entiendes lo que he estado haciendo todos estos años, muchacho?
—No, no lo entiendo, pero entiendo que cuando tenía doce años vi a mi madre morir y cuando tenía trece mi hermana murió. A las dos las enterré y en ninguna de las ocasiones mi padre estuvo ahí. No… el rey Robert Alexei III “El Zorro” siempre estaba fuera del palacio en alguna campaña militar o algún banquete en el extranjero.
—¡Si así ha sido es porque deseo dejar en tus manos un reino próspero!… un reino donde la gente sea feliz.
—¿La difunta reina Eliza te pidió que me dejaras un reino próspero? ¿Un reino donde la gente sea feliz? Porque no la recuerdo diciendo tal cosa. Además, la gente no es feliz viendo a sus hijos marchando a la guerra ¿No será más bien tu orgullo lo que te está inspirando?
El rey inhaló profundo al escuchar el nombre de su difunta esposa y levantó la palma, furioso, dispuesto a abofetear a su hijo. El joven ni se inmutó cuando la palma chocó contra su rostro dejándole la mejilla roja y marcada. Aquellos pasos hacia un lado generados por la inercia del golpe no evitaron que el príncipe se mantuviera firme y se volviera hacia el rey con decisión.
—Parece que el rey se ha quedado sin argumentos.
—¡Necio! —Tuvo que respirar lento y profundo unas cuantas veces más para recuperar la compostura—. No nombres a tu madre sin más. Como quisiera que estuviera aquí.
—¿Para qué? ¿Para que ella se haga cargo de mí? Lo lamento, señor, eso ya no será posible… murió aquí, en el palacio, conmigo y mi hermana Arianna a su lado. Toda esa noche estuvo preguntando donde estabas, lloraba en todo momento hasta que en la mañana dejo de respirar.
—¡Cállate! Estoy harto de lo que dices, pareces un demente desenterrando siempre el pasado. Los muertos están muertos, acepta lo que pasó y deja de inventar tonterías.
—¿Inventar? No entiendo por qué dices que lo invente… a menos que… —el príncipe se quedó en silencio unos segundos antes de empezar a reír con malicia— espera un segundo ¿no lo sabías? —Se burló— ¿Eso nunca te lo contaron verdad?
El rey estaba enmudecido y temblaba de rabia a la vez que veía a su hijo tal como solía ver a los enemigos en el campo de batalla. Las venas de la frente parecían querer reventarle mientras un tic nervioso hacía que su ojo palpitara tras cada palabra del joven Robert IV.
El príncipe, por otra parte, parecía resuelto al hablar, encarándole todo lo que podía en ese momento de indiferencia en el que se sentía capaz de decirlo todo sin alguna consecuencia… Solo él sabía que las sombras, en un coro caótico, no paraban de gritarle y agobiarlo en aquel momento, como un terrible enemigo que conoce el momento justo para atacar a la yugular. La presión le había podido y, desesperado, incapaz de pedir auxilio, empezó a despotricar en contra de la única familia que le quedaba. El rey Robert III le devolvía una mirada furibunda mientras el príncipe Robert IV contenía las ganas de llorar.
—No, esas sombras que te acompañan, sirvientes inútiles y complacientes que son incapaces de decirte la verdad de lo que sucede a tu alrededor. El rey Robert Alexei III “El Ciego” de Veloria —insistió el príncipe en su arremetida.
—Ya es suficiente —gruñó el rey.
—Mi hermana Arianna se estaría riendo conmigo.
—¡Ya es suficiente!
—Se estaría riendo si no estuviera muerta.
—¡Ya basta! —el rey gritó con tanta fuerza que hizo temblar por primera vez al príncipe, silenciándolo por un momento—. Estoy harto de ti, de tu impertinencia cada vez que me ves, como si yo hubiese sido el culpable de la muerte de mi familia. Daría lo que fuera porque tu hermana siguiera viva, así yo no viviría con el miedo de dejarle mi reino a un loco.
—Llámame como quieras, pero al menos yo no estoy obsesionado con dominar un continente. Estoy loco, pero sobre mis hombros no cargo la muerte de miles.
—Aún, joven Robert, aún —replicó una voz profunda y gutural escondida entre las librerías.
El príncipe Robert se estremeció al escuchar eso, disgustando incluso más a su padre si es que aquello era posible. «¿Acaso se burla de mí?», pensó el rey al ver el espasmo nervioso.
—Tú… —respiró profundo, tragándose la ira con saliva—. Poco importa si te quiero o no como rey. Eres el heredero… y estuve horas y horas pensando en una solución para este… este problema.
El principe Robert miró con curiosidad a su padre y aunque una llama en el interior le rogaba que respondiera de forma ácida, logró controlarse para escucharlo con atención. Tenía curiosidad y no era para menos, pues aquella era la primera vez que el rey hablaba de soluciones en lugar de solo molestarse o increparlo por su comportamiento.
—No puedo dejar que sigas actuando de la misma forma, ya han pasado demasiados años, hijo. No voy a permitir que sigas viviendo en el pasado, flagelándote a ti y a otros. Por eso en mi último viaje a Lefrey estuve charlando con el rey Teutan y hemos pactado un compromiso que nos servirá a ambos.
—No me digas esto —El príncipe se puso pálido al ver hacia donde iba la cosa.
—En un año te casarás con la princesa Anabelle de Lefrey.
—No.
—Y hoy mismo anunciaremos su compromiso. De hecho, el rey Teutan y su hija Anabelle ya están aquí, en el palacio.
El príncipe frunció el ceño y el rostro se le puso rojo en un instante. Cerró los puños y sin poder contenerse, golpeó la mesa de piedra a su izquierda. Se alejó del rey y comenzó a caminar, llevándose a las manos a la cabeza ante la mirada impasible de su padre.
—¡¿Tú crees que la solución a mis problemas es comprometerme con una princesa de otro reino?!
—Sí, y si lo piensas bien, mucho nos habíamos tardado en conseguirte una consorte.
—Detesto la idea.
—No entiendo por qué, pero igual no me sorprende viniendo de ti —le contestó el rey—. Hoy mismo anunciaremos tu compromiso en la sala del trono. Agradece que no he notificado y la gente es poca. Sé cuanto odias los tumultos.
—¡La sala del trono está llena de gente!
—Sí, pero podrían ser muchos más… has tu berrinche aquí, no me importa. Desahógate, llora o lo que quieras, pero en una hora iremos a la sala del trono. Vete haciendo a la idea.
El rey observaba a Robert sin decir nada más, en una sala silenciosa. Por otro lado, el príncipe, agobiado, luchaba por mantener el control bajo el maremoto de voces que le gritaban, con fuerza descomunal, que debería ponerle fin a aquel tormento.
—Deberías matarlo, Robert, vamos, dile de nosotros, mátalo, mátalo —le gritaron las voces en coro.
Robert IV, el príncipe heredero, se vio tentado a obedecerlos, a contarle aquel secreto del que tantos otros ya habían sido víctimas, pero en su lugar se llevó las manos a los ojos, y quitándose algunas lágrimas se marchó de aquel recinto. Pasó sin decir nada entre todos los estudiosos que esperaban afuera y se dirigió a su estudio sin pasar por la sala del trono. Aunque le tomase el doble de tiempo no quería volver a pasar entre la multitud.
Una vez entró, cerró la puerta con llave y caminó temblando hasta el sillón frente a la chimenea, apagada y llena de ceniza. «Me quieren volver loco, quieren hacerme daño, desde hace tanto, desde que eran un niño ¿Cómo he soportado tanto? ¿Para qué?», se preguntó en silencio mientras posaba su mirada en las cenizas, meditando sobre su pasado.
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El próximo capítulo lo subiré el 18 de mayo. Si te gusta como escribo por favor déjame tú me gusta o un comentario, eso me ayudaría mucho. También te recomiendo leer Escudos Rotos y Dentro del Puño de Hierro, pues suceden dentro del mismo universo de esta historia. Un saludo y un abrazo sí llegaste hasta aquí.