El Rey que Nació Maldito – Parte I




En el palacio real de Veloria siempre se había respirado un aire festivo, ajeno en todo momento a las turbulencias políticas o al clamor de la guerra que podía escucharse en las fronteras y los puertos. La dinastía Lorien, fundadora del reino, había vivido cerca de trescientos años resguardada tras sus muros blanquecinos que se mantenían impolutos por arte de magia, sin rastro de musgo o deterioro, sin que una sola piedra golpeara la muralla ni que una flecha se clavara en el portón.
«Tanta paz ahí adentro, y nosotros muriendo afuera» era un pensamiento recurrente en los ciudadanos de Lorena, la capital del reino, cuando paseaban por las veredas de la calle principal, desde donde podía verse la laguna que separaba el alto palacio de la ciudad, sin saber la oscuridad que guardaban sus paredes heladas de piedra.
Un invierno frío, pocos días después de cumplir sus veinticinco años, Robert Alexei IV de Lorien se sentó en un cómodo sillón del estudio que estaba junto a su habitación, y lanzándole una mirada fugaz a su sirviente más fiel, exclamó.
—Augusto, pronto se cumplirán diecisiete años desde que comencé a escuchar susurros —su tono pretendía ser calmo e imponente, pero las manos le temblaron.
Augusto, un hombre ya mayor, se puso alerta, más por aquel leve movimiento de manos que por las palabras que había escuchado. No contestó de inmediato, aunque en su rostro casi siempre inexpresivo pudo verse una ligera mueca de asombro.
«El príncipe tiene un sentido del humor… complicado, pero nunca lo vi estremecerse al hablar» pensó con cautela mientras tomaba rumbo hacia un pequeño estante con algunas licoreras y vasos de cristal finos en el interior. Sirvió, sin que Robert se lo pidiese, dos tragos fuertes de alcohol y volvió hacia el príncipe a paso lento.
—¿La voz que escucha es la suya o la de alguien más? —Preguntó finalmente, tendiéndole una de las copas.
—Susurros, Augusto, susurros —enfatizó—, pon más atención.
Aquel hombre, ya en sus cincuentas, acaricio con calma su barba blanca y prolija mientras fijaba la mirada en la chimenea que había encendido minutos atrás, antes de que el príncipe llegara. Se escuchaba el crepitar de la leña ardiendo y a los cristales de la ventana temblar por la fuerte brisa que soplaba, como recordándoles lo gélida que era la noche afuera de aquella habitación.
—Susurros… ¿Son muchas voces? ¿Logra reconocer alguna?
—Ni siquiera entiendo lo que dicen, Augusto —contestó tras beber un sorbo de aquel licor azul y aromático.
—Ya veo, mi señor… disculpe que insista, pero ¿ha dicho que pronto cumplirá diecisiete años?
—Odio repetirme, Augusto.
—Lo lamento, mi señor… ¿Y a nadie le ha comentado este problema? ¿Durante diecisiete años ha cargado con ese secreto?
—Todos en los que confiaba lo suficiente para hacerlo murieron antes de poder contarles o poco después de haberlo hecho. Ninguno pudo ayudarme… es probable que este maldito. Espero que no te pase nada malo ahora, Augusto, nadie me hace tan buena compañía como tú.
Mientras decía eso, el príncipe Robert no dejó campanear su bebida o de mover la pierna que tenía cruzada. Habló con un tono de indiferencia, incluso cuando pretendía demostrar cierta preocupación. Bebió otro trago y se le quedó mirando al fuego mientras dejaba reposar su espalda en el acolchado sillón. Augusto, intranquilo, lo miraba desde el sillón frente a él.
—A mí no me pasará nada, mi señor Robert, no tiene de que preocuparse.
—Ojalá poder creerte.
Tras un breve silencio, el consejero y acompañante del príncipe se aclaró un poco la garganta antes de continuar con la conversación.
—¿Cree que podría ser una maldición? El hechicero mayor Ymar tal vez podría ayudarle.
El príncipe negaría con la cabeza luego de echar otro sorbo. Su cabello castaño estaba despeinado y su rostro afeitado, profundo y marcado, mostraba un obvio cansancio, pero a su vez, alivio al hablar sobre el tema.
—Tal vez podría… pero hace años pensé en decírselo durante una clase que me dio sobre seres mágicos. Sentí que era un buen momento, al menos para insinuarlo; mas cuando quise abrir la boca fue como si alguien me apretara la garganta ¿Tal vez fue miedo? Sí, pero uno doloroso y cruel que me privó. Pensé que moriría mientras la garganta se me cerraba.
—¿Y él no lo noto?
—Claro que sí, y eso me asusto más; que él se diera cuenta, que clavara sus ojos amarillos en mí y no me dijera nada al respecto. Solo siguió dándome aquella clase como si nada hubiese pasado… —otro sorbo de alcohol lo ayudo a controlar el temblor en sus manos y en su voz— eso me puso paranoico, no quise volver a decirle nada.
—Señor… —Augusto se mordió la lengua y respiró profundo, pensando que podía decirle al príncipe, que no despegaba su mirada de la fogata «¿será posible que el príncipe se haya vuelto loco?», pensó antes de continuar—. Yo no conozco mucho de estos temas mi señor, así que no sé si pueda serle de ayuda, pero he escuchado que en ocasiones los muertos se aferran a los vivos ¿cree que podría ser algo así lo que sucede?
—Si así fuera, entonces no saben expresar lo que quieren, Augusto… solo pelean entre ellos, sus palabras no son comprensibles y además uno no ha terminado de hablar cuando ya otro está susurrando. Si tan solo supiera…
Hubo un momento de silencio mientras Augusto se levantaba para agregar algunos leños y azuzar las llamas de la chimenea. El estudio estaba desordenado, con varios libros apilados cerca de las dos estanterías que había al fondo, detrás del escritorio, esperando a alguien los recolocara. El polvo no se había acumulado en ningún sitio, demostrando la diligencia de los empleados de limpieza, pero Robert había sido bastante explícito «que nadie toque los libros» vocifero una tarde seis meses atrás en la que dos ciervos entraron a limpiar como siempre el abandonado estudio.
Para todos resulto extraño que el príncipe, que no tenía amor por la lectura, de un día para otro se sumiera en los estudios. Sobre el escritorio cercano había dos en especial, abiertos de par en par y junto a ellos varios apuntes.
—¿Es por eso que ha pasado tanto tiempo buscando respuestas aquí?
—Así es, y he leído mucho al respecto de maldiciones, fantasmas, espectros, voces y susurros, hechizos que ocasionan la locura ¿sabes lo que encontré?
Augusto, firme al lado de Robert, negó con la cabeza y antes de poder abrir la boca el príncipe ya estaba hablando.
—He leído docenas de libros, estudiado varios manuscritos y no he encontrado nada que justifique estos malditos susurros… ¿Crees que estoy loco, Augusto?
Ante esa pregunta el sirviente se quedó petrificado y con los ojos abiertos, pensando en que podía responder; midiendo al milímetro la consecuencia de cada palabra antes de hablar.
—No señor, aunque poco importa lo que yo crea.
El silencio de Robert ante esa respuesta fue agrio. Le devolvió una mirada fría a Augusto y se le quedó mirando unos segundos antes de soltar un suspiro y negar con la cabeza. Se empinó la copa de alcohol y se la tendió al sirviente. Cuando este preguntó si deseaba beber más, Robert hizo un leve gesto con el dedo, difícil de interpretar.
—Eres demasiado complaciente, Augusto… aunque siendo mi sirviente, no sé si fue estúpido de mi parte esperar algo más de ti.
—Lo lamento, mi señor —contestó el hombre, intimidado, mientras serbia otra copa.
—Mi padre nunca ha sido tan complaciente conmigo. Él en efecto cree que yo estoy loco ¿te lo ha comentado, verdad? Puede que incluso te haya pedido que me vigiles para que no haga ninguna tontería de las que él tanto odia. Robert Alexei III de Lorien es un hombre que valora demasiado su imagen como para tener un hijo demente campando a sus anchas —dijo con desdén.
Augusto tragó grueso mientras le servía otra copa a su señor. Posó la mirada en la túnica aterciopelada del príncipe y volvió a sentarse en el sillón aledaño. No tenía deseos de hablar, pero algo en el ambiente lo obligaba a continuar aquella complicada conversación.
—Mi señor, ¿cuándo escucha estos susurros?
Robert justo se estaba desabrochando algunos botones de su camisa, mostrando su vello en pecho mientras echaba otro sorbo. Se le notaba cómodo y relajado, como si hubiese estado esperando la pregunta. No se molestó en devolverle la mirada a Augusto para contestar.
—Casi siempre… sobre todo cuando estoy solo por la noche —con su dedo índice dibujo círculos en el aire—. Vienen de todas direcciones, puedo estar tranquilo desayunando en mis aposentos cuando comienza ese caótico festival y durar muchos minutos antes de que se callen.
A esas alturas Augusto notó que los ojos de su príncipe luchaban un poco para mantenerse abiertos y la mano que sostenía el trago de vino de uva azul se tambaleaba tras cada bostezo.
—Una última pregunta, mi señor… ¿Desde hace cuánto no duerme?
—No he dormido tranquilo en al menos… un año. Estoy muy cansado.
—Lo puedo notar, mi señor. El vino de Lefrey suele calmar cualquier malestar, con suerte hoy podrá dormir tranquilo.
—Eso espero… y también espero que tú estés bien dentro de unos días, Augusto.
Dichas estas palabras, como si alguien hubiese soplado una vela, la consciencia de Robert se desvaneció y sus ojos se cerraron mientras el vino se caía de su mano, lo que hubiese arruinado la bella alfombra bajo él. Por suerte Augusto era muy diestro y tomó la copa en el vuelo, apenas derramando una gota sobre su propio atuendo.
—Mi pobre príncipe… —exclamó con pesar mientras que hacía una pequeña reverencia. Segundos después estaba fuera del estudio.
Ya fuera por la ayuda del vino azul de Lefrey o bien por la conversación y compañía de Augusto, el príncipe Robert pudo descansar las siguientes dos noches. No escucho ninguna voz ni susurro que lo interrumpiera e inocente pensó en la posibilidad de que aquel martirio hubiese cesado, pero triste fue la mañana del tercer día, pues el estrépito y los gritos lo despertaron antes que el desayuno. Alarmado se levantó de la cama y corrió hacia la puerta, abriéndola de par en par de forma abrupta.
Asomó su cabeza por el pasillo y vio el cuerpo de un hombre maduro tendido en el suelo. Sobre él estaba desperdigada la comida del desayuno, pan tostado, huevos duros, frutas en abundancia y azúcar. También se había derramado la jarra de leche tibia que sostenía la sirvienta que lo acompañaba, y que ahora, arrodillada a su lado, gritaba histérica y lo sacudía con fuerza. A sus no más de cincuenta y seis años Augusto acababa de morir, presa de un ataque fulminante al corazón.
Al ver el cadáver del mayordomo en suelo del pasillo, un escalofrío le recorrió la espalda al mismo tiempo que varios susurros estruendosos lo rodeaban y lo sacudían como una ola que rompe en la playa y te arrastra con ella hacia las profundidades. Se llevó las manos a la cabeza y alzó la mirada para que las lágrimas no se le escaparan, mientras intentaba concentrarse en uno de los azulejos del techo o en los detalles del candelabro del pasillo.
—Lo lamento tanto—le escucharon decir dos mujeres de servicio que justo corrían frente a su puerta para ir a socorrer a Augusto.
Si aquellas simples palabras hubiesen salido de la boca de otro en lugar de la del príncipe no hubiese sucedido nada, pero tal no era el caso, y el cuerpo del humilde mayordomo ni siquiera había sido preparado para su funeral cuando los rumores y especulaciones alrededor de su muerte se estaban esparciendo por todo el palacio.
Para sorpresa de nadie, aquello tenía a Robert sin cuidado, y aunque escuchaba sin problema lo que mascullaban los otros mayordomos y sirvientes mientras caminaba por el palacio, no se molestó en desmentir las calumnias que caían sobre él.
—Son sombras, nada más que sombras —era lo único que se decía a sí mismo al avanzar, ignorando las miradas a su alrededor.
Ya fuera en las enormes salas del palacio con sus magníficas decoraciones, en los jardines con sus fuentes enormes inspiradas en bestias fantásticas, o en los establos con sus corceles hermosos. Cuando Robert Alexei IV se paseaba por aquel ostentoso hogar habitado por siete generaciones de la familia Lorien, lo que veía a su alrededor eran grandes salones sombríos, vacíos aunque hubiese gente; oscuros aunque la luz entrara por los grandes ventanales.
Los árboles frutales de paraísos extranjeros solo daban sombra para él, pues los sirvientes que lo acompañaban preferían mantenerse a raya y en la alta sociedad ya era bien sabido que poco o nada podía sacarse de una conversación prolongada con él. Aun en las fiestas, banquetes y pícnics, a pesar de las sonrisas gentiles y las palabras aduladoras que decían todo lo que él quisiese escuchar, no había nada más que susurros y un halo de cinismo en torno a todo lo que observaba.
La noche siguiente a la muerte de Augusto, la única compañía de Robert se hizo presente.
—¿Por qué ya no dejas una vela en tu mesa de noche como cuando eras niño, Robert? —preguntó una voz profunda desde el abismo más oscuro—. ¿Acaso ya te rendiste? ¿El pobre Robert ya sabe que no sirve de nada?
Robert abrió sus ojos de inmediato y buscó al emisor de aquel vozarrón ronco en cada esquina de su habitación. La seda de sus sabanas y la suavidad de su almohada de plumas no era confort suficiente para una vida de tormento. Los episodios de susurros y voces habían aumentado. La espalda le dolía y tenía los hombros tensos; sin poder encontrar alivio se llevó la mano al rostro y se permitió llorar por unos segundos.
—Pensé que si no se lo decía todo tal vez podría protegerlo de ese final —se susurró mientras pensaba en aquel mayordomo que le había hecho compañía por los últimos cuatro años—. Solo quería alguien con quien hablarlo, alguien que me escuchara. Estuviera fingiendo o no, de verdad Augusto era…. Lo siento Augusto.
—No le dijiste la verdad… ¡¿Susurros?! ¡¿Somos solo susurros?! ¡Maldito mentiroso! —insistió aquella voz abismal, soltando fuertes carcajadas que rebotaban dentro de la cabeza de Robert.
—¿Por eso te dejo tu hermana? Es difícil ser amigo de alguien como tú, tienes que entenderlos, Robert, prefieren morir. Por eso, papi te ignora siempre y se aleja de ti —ahora era una voz femenina, histriónica y chirriante, que pretendia consolarlo con palabras amargas y crueles; se le escapaban las carcajadas cada poco.
Y luego de que aquella fémina termino de hablar, comenzó otra voz, y otra y otra más, uniéndose a esa horrible conversación hasta convertirla en un festival de gritos y burlas provenientes de la oscuridad. Robert, impotente, ni se molestó en moverse de la cama, no intentó encender una vela o llamar a ninguno de los ciervos «no sirve de nada, nadie más los escucha, y aunque iluminara todo el castillo las voces no se irán… están conmigo, siempre conmigo» pensó asfixiado.
Alzó la mirada, despegándola de la sabana de seda que cubría sus piernas, y al fondo de su habitación, donde se suponía debía estar un tapiz precioso de dorado y carmesí, solo podían distinguirse sombras profundas con ojos de opaco brillar, apenas distinguibles por la tenue luz lunar que entraba con el vitral de su ventana dedicado a Naylis, diosa del amor.
—Son sombras, nada más que sombras —se repitió una y otra vez a lo largo de la noche hasta que, en algún momento de la madrugada, el agotamiento acumulado lo derribó a pesar de las voces.
Asi eran casi todas las noches en la vida de Robert Alexei IV de Lorien, el heredero al trono del reino de Veloria.
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El próximo capítulo lo subiré el 14 de mayo. Si te gusta como escribo por favor déjame tú me gusta o un comentario, eso me ayudaría mucho. También te recomiendo leer Escudos Rotos y Dentro del Puño de Hierro, pues suceden dentro del mismo universo de esta historia. Un saludo y un abrazo sí llegaste hasta aquí.