¡No le Creas! – Capítulo I

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Los rugidos, el choque de las palmas y el vibrar de los pisotones en la cancha de la facultad de farmacia anunciaban el regreso de la escuela Shaolin Wushu Lohan a sus entrenamientos regulares. Los practicantes de Kung Fu se ejercitaban con fiereza tras el largo parón de las vacaciones de agosto y septiembre, repitiendo sus movimientos con una entrega y concentración tales que no se percataron del pasar de las horas, ni siquiera cuando el sol, dorado y carmesí, comenzó a agonizar en el horizonte capitalino.

Recién cuando la sombra de los árboles y la suya propia se disiparon en la oscuridad, el encargado de la clase, el Laoshi Gabriel, se dio cuenta de aquel descuido, abordándolo un sentimiento de preocupación tan intenso como la luz blanca de la farola que se encendió sobre él, iluminando su cabello rubio.

—¡Reúnanse! —exclamó con potencia, llamando la atención de las personas que estaban con él, repartidas por la cancha.

En un par de segundos cuatro jóvenes lo habían rodeado, con las ropas deportivas empapadas en sudor, las cintas amarillo chillón apretando sus cinturas y con las miradas fijas en él.

—Nos pasamos de la hora.

Todos se encogieron de hombros algo indiferentes, pues no caían en cuenta de la oscuridad alrededor, pensando que estaba nublado. Seguro, se les había hecho algo tarde ¿pero qué tanto? Aquel era el pensamiento común

—A penas deben ser las seis —comentó una chica, morena y esbelta, mientras arqueaba una ceja, sonriendo con incredulidad.

—Pues no Estefany, son las siete —replicó Gabriel con autoridad.

—¡¿Qué?! Imposible —exclamó un muchacho alto de piel blanca, acercándose a pasos agigantados a su mochila. Su nombre era Diego, y aunque solía mantener la calma, aquella noticia lo había puesto nervioso.

—¿Qué pasa? Igual tú vives aquí mismo —señaló Estefany de forma jocosa.

—Tengo un trabajo pendiente que tengo que entregar —fue su respuesta mientras rebuscaba en uno de los bolsillos de su bolso.

Logró sacar su celular, encendiéndolo en el acto. Se pudo leer en su rostro un gesto de sorpresa; se había quedado boquiabierto mientras les mostraba la hora a los demás. Eran exactamente las siete y seis minutos. Por un segundo todos se quedaron petrificados, solo Estefany miró alrededor, analizando el entorno.

El espacio donde entrenaban tan a gusto unos segundos atrás se había vuelto amenazante y desolador. La sombra de los árboles formaba garras tenebrosas en el suelo, donde las hojas secas eran paseadas por una brisa gélida. Comenzó a hacer frío, potenciado por el sudor que empapaba sus prendas. A Estefany se le hizo un nudo en la garganta.

—Diego ¿me puedo quedar en tu casa? Se me hizo tarde para ir a la mía —habló una chica no muy alta, de piel blanca, largo cabello negro y lentes grandes, muy llamativos.

—Sí, Vicky, justo te iba a decir que te quedaras conmigo —contestó tomándola de la mano.

—Vayan rápido a lavarse y a tomar agua. Disculpen mi descuido —Gabriel asumió el error mientras todos agarraban sus bolsos, dirigiéndose al interior del edificio.

La cancha estaba en un patio interior al que se accedía bajando unas escaleras de cemento que no demoraron en subir, llegando a una plaza cubierta donde estaba también el cafetín de la facultad de farmacia.

En la pequeña plaza de la facultad no quedaba mucha gente a esas horas, salvo por algunos guardias de seguridad y unos pocos estudiantes rezagados, ya de salida. El cafetín había cerrado varias horas atrás y aunque las mesas seguían en su sitio, las pesadas sillas de plástico y metal estaban guardadas tras rejas y bajo llave. Nadie permanecía ahí ni en los alrededores, donde los estudiantes solían jugar ping-pong. Los cinco pasaron de largo y cruzaron hacia la derecha para atravesar la puerta de cristal que llevaba al interior edificio, quejándose de lo deficiente que era el transporte público en Caracas «No tendríamos que estar tan preocupados si hubiese autobuses hasta las diez de la noche».

El vestíbulo estaba casi vacío; tras la recepción larga de madera había un guardia de seguridad que escuchaba una retransmisión de béisbol por la radio, y al fondo, tres personas salían del decanato, cerrando todo y apagando las luces detrás de ellos.

La atención que los muchachos le prestaron a estos detalles fue mínima y siguieron su camino hasta subir al piso uno, donde estaban los baños. Ahí solo estaban dos estudiantes revisando apuntes sobre una mesa. Ninguna volteó a mirarlos mientras se separaban, chicas a la izquierda, chicos a la derecha.

Gabriel, Diego y Edgar, el único que no había hablado desde el final del entrenamiento, charlaban con normalidad mientras lavaban sus manos y caras, acomodando como podían la ropa deportiva con la que habían entrenado.

Sus voces y el cantar de los grillos le daban un ambiente familiar y pacífico a la noche. Incluso parte de la preocupación por la hora se había esfumado con la plática, pero cuando un repentino apagón los sumió en la oscuridad, dejándolos a ciegas, tanto ellos como los sonidos de la noche enmudecieron. El tiempo se dilató tanto como el entrenamiento que habían tenido; lo que no fue más de un minuto pareció durar una hora. Nadie dijo nada hasta que las luces fluorescentes volvieron a encenderse sobre sus cabezas.

—Mejor vámonos ¿ya estás listo Edgar? —le preguntó Gabriel a un joven moreno y robusto de cabello rizado que se veía en el espejo.

—Los estaba esperando a ustedes—contestó con voz profunda.

Cuando salieron de los baños, el vestíbulo del piso uno estaba vacío. Las dos chicas que estudiaban sobre una mesa cercana parecían haber corrido de allí a toda prisa, dejando abandonados en el proceso sus apuntes y un bolígrafo.

«El apagón las habrá espantado» pensó Diego mientras avanzaban hacia Estefany y Victoria, que aguardaba con una mueca inconforme.

—¿Estamos listos? ¿Vamos a llenar los potes de agua? —la voz de Diego sonaba confiada mientras hablaba, aunque se notaba su resquemor al ver el ceño fruncido de Victoria.

—No está saliendo agua —contestó Victoria señalando al bebedero tras ella.

—Bueno, no me sorprende. No sale agua, la estación del metro de Ciudad Universitaria está cerrada, el reloj de Gabriel no sirve ¿Cuándo han funcionado las cosas? —dijo Edgar con sarcasmo, sin dejar de avanzar hacia las escaleras.

Era frustrante tener que irse sin tomar ni un sorbo de agua, así que Diego, por las dudas, se acercó al bebedero. Estando solo apretó con fuerza el botón y tras algunos sonidos desagradables un chorro de agua marrón, pestilente y cargado de lodo, brotó de la boquilla, salpicando el suelo frente a él. «Pasaremos sed entonces» se dijo antes de darse la vuelta y seguir al grupo, pero no sin antes dar un último vistazo atrás, contemplando la mesa abandonada con los apuntes.

Bajaron las escaleras en un pestañeo y aunque avanzaron lo más rápido posible, Diego notó un detalle que lo dejó intrigado. El decanato estaba abierto e iluminado, «¿tal vez olvidaron algo?», no tuvo oportunidad de darle muchas vueltas, pues un sonido blanco llamó su atención. En el recibidor estaba la vieja radio emitiendo estática «habrá perdido la señal, pero ¿y el guardia?».

No entendía por qué su mente había comenzado a darle vuelta a esas minucias en lugar de pasarlas por alto ¿algo había cambiado o era solo su imaginación? Se lo preguntaba una y otra vez, intentando ignorar ese sentimiento de extrañeza que lo comenzó a agobiar desde que vio los apuntes abandonados; un hormigueo le recorría la nuca y la yema de los dedos, como si el aire estuviera enviciado con una toxina que lo estaba alterando.

Una pregunta rápida de Victoria lo hizo espabilar, ahuyentando por un segundo los pensamientos que lo acosaban. Avanzó unos cuantos pasos mientras contestaba a su novia, recobrando la calma, pero cuando salieron a la plaza interior y vio de reojo hacia el cafetín, su corazón dio un vuelco y se estremeció, haciendo que Victoria dieran se sobresaltara con él. Todas las sillas, esas que yacían guardadas bajo llave, estaban en su puesto tras las mesas.

—¿Si las guardaron? ¿Estaban así antes de que subiéramos? —le preguntó Diego, intentando disimular como temblaban sus manos.

—No… no me acuerdo. No, no estaban así —contestó Victoria asombrada.

«No, imposible ¿Quién las ordeno tan rápido? No, debemos estar confundidos, los demás ya hubiesen dicho algo», de pronto Victoria tomo de la mano a Diego.

—¿Estás bien?

—Si, solo… aaam… —Diego buscaba las palabras adecuadas para explicar lo que le sucedía, pero no hizo falta.

—Yo también siento que hay algo raro. Vámonos rápido de aquí, ya quiero llegar a tu casa.

Diego asintió y sin soltarle la mano siguieron caminando detrás de los demás. Las ideas iban y venían, en un bucle constante hasta que llegaron a la salida de la facultad; Una puerta amplia con una reja de metal gruesa, bonita aunque algo anticuada y descuidada.

—No está ninguno de los guardias —señaló Estefany extrañada luego de cruzar las rejas, abiertas de par en par.

—Estarán ocupados con algo —los excusó Gabriel sin darle más rodeos.

—Pero dejaron las rejas de entrada abiertas.

—Sabían que estábamos allá arriba, seguro las dejaron así para que pudiéramos salir.

—Mmm… —el tono de Estefany era suspicaz mientras contemplaba alrededor.

A la derecha vio un espacio verde donde solo se distinguían la silueta de algunos árboles secos y a la izquierda, a través de un muro con pequeños huecos, logró ver la cancha donde estuvieron entrenando, convertida en una cueva de lobo solo iluminada por una farola solitaria. No pasaban vehículos por la calle ni gente por los pasillos techados de la universidad. En el estacionamiento frente al edificio de biblioteca central no había ni un auto estacionado, y en la lejanía podía distinguirse la silueta del edificio de la facultad de FACES, con una sola luz encendida.

«La universidad está demasiado oscura, demasiado sola aunque sea lunes y no viernes» pensó Estefany de inmediato. El tiempo pasando lentamente solo acrecentaba aquel sentimiento desolador, hasta que una pequeña y parpadeante luz llamó su atención y la de Victoria; la única luz en todo aquel enorme edificio.

—¿Pero dónde está toda la gente? —insistió Estefany tras unos segundos, intentando controlar el temblor de sus manos mientras los vellos de la nuca se le erizaban al sentir la brisa gélida soplar a sus espaldas.

—Se fueron a comer, Estefany —respondió Edgar, restándole importancia a la situación.

—¡Ay! ¡No le respondas así! Ella tiene razón, todo está muy solo, ni que fueran las doce de la noche —la defendió Victoria mientras caminaban.

Alguien más hubiese contestado; o bien Edgar con más sarcasmo o Diego secundando a Victoria, pero unos repentinos sonidos provenientes de la grama a la derecha hicieron que se mordieran la lengua.

Eran chasquidos breves y fuertes que no podían pasar por alto. Todos voltearon con más o menos disimulo hacia la oscuridad. Aunque el pasillo techado estaba iluminado, no podía verse que era lo que se ocultaba en el pequeño engramado. Tras algunos segundos, el chasquido cesó.

Los jóvenes suspiraron con más o menos alivio, riéndose un poco de lo paranoicos que estaban. Trataron de seguir adelante, pero como si hubiese estado esperando que se movieran, una criatura salió corriendo de inmediato, atravesando por completo el camino frente a ellos escondiéndose en las sombras del otro lado. Victoria apretó con fuerza el brazo de Diego y los demás retrocedieron poco a poco.

—¡¿Qué era eso?! —preguntó Victoria atemorizada.

—Solo era una rata —contestó Gabriel intentando apaciguarlos a todos

—Del tamaño de un conejo —gruñó Estefany, intentando localizarlo con la mirada. Los chasquidos habían regresado.

—¡Rata una mierda! Esa cosa corrió en dos patas —susurró Victoria, pero solo Diego la escucho.

—Bueno, tranquilos, la universidad es salvaje, deberíamos grabar un reallity —bromeo Edgar antes de continuar caminando.

Si Edgar estaba nervioso la verdad era que no lo demostraba, aunque si resultaba evidente su deseo de restarle importancia a la atmosfera extraña que había comenzado a asfixiarlos. Por eso lideró la marcha y no se detuvo hasta que llegaron en unos segundos al paso de cebra, y viendo que no venía nadie en ninguna dirección, intentaron cruzar, mas no terminaron de llegar a la otra acera cuando la corneta y el rugir de un motor se escucharon próximos a ellos. Todos dieron zancadas largas para terminar de salir de la calle, dándose la vuelta en el acto para ver un auto avanzar a toda velocidad, siguiendo de largo para salir de la universidad.

—¡¿Qué le pasa?! ¡¿está loco?! —preguntó Gabriel, rojo de rabia, sabiendo que un tropiezo de alguno de sus alumnos pudo desembocar en un accidente fatal.

—Calma, todo está bien, no pasa nada —lo apaciguó Diego, aunque era verdad que todos estaban bastante nerviosos—. Sigamos caminando.

Sombras tenebrosas se cernían sobre el campus de la Universidad Central de Venezuela, tragándose los arbustos y la calzada… ese nuevo pasillo no era la excepción. Aunque en la mañana rebosaba de vida, lleno de estudiantes que repasaban las clases en sus pizarras de tiza o descansaban en sus banquetas verdes, a aquellas horas El Pasillo de las Banderas era silencioso, con un aura lúgubre reforzada por el titilar constante de las luces fluorescentes y el ruido blanco de las viejas y averiadas bocinas, donde otrora sonaba la radio de la universidad.

Parecía extenderse hasta el infinito, pues no lograba distinguirse la avenida al final que los conduciría en línea recta hasta Plaza Venezuela; solo una profunda mancha negra que, suponían ellos, era el escarpado barranco que marcaba el límite entre la universidad y Caracas.

«El camino es largo, pero si nos apuramos todo va a estar bien, no pasa nada, cálmate» se decía Diego mientras controlaba el temblor de sus manos y piernas para no preocupar más a Victoria. Ella seguía aferrada a su brazo, pero esto lejos de molestarlo le daba fuerza, lo dejaba saber que al menos no estaba solo, que no era el único consciente de las rarezas que estaban sucediendo «Es una mujer valiente, si está asustada es porque ella también ha notado cosas raras».

Nadie decía nada, pero todos estaban alerta; Gabriel tenía los puños cerrados, viendo en todas direcciones con disimulo, Edgar y Estefany miraban fijamente hacia la izquierda, temiendo que en algún momento alguien o algo saltara desde las sombras y Victoria volteaba hacia atrás con insistencia, incómoda ante la idea que la supuesta rata los estuviera siguiendo.

El único con la vista al frente era Diego, que no veía el momento de salir de aquel pasillo interminable, tratando de no ponerle atención a otra cosa que no fuera controlar las palpitaciones de su corazón… triste realidad. No importaba lo mucho que intentase ignorar el entorno, solo él se percató cuando una luz al final del todo pareció apagarse, y luego otra y otra más.

—La pizarra —exclamó Estefany.

Sus palabras correspondieron con las luces apagándose al fondo, por lo que Diego se sobresaltó, aunque solo Victoria lo notase.

—¿Qué pasa? —Victoria lo miró, pero él negó con la cabeza mientras todos rodeaban a Estefany.

Estefany no tuvo necesidad de explicarse, solo señalo con el dedo a la pizarra. Las ilustraciones extrañas y los símbolos crípticos dibujados con tiza blanca los dejaron atónitos. Entre los garabateos, círculos y letras de lenguas extrañas solo lograron reconocer lo que parecía una persona frente a su reflejo, nada más.

—¿Las demás tenían cosas así? —Gabriel se dio la vuelta, contando las otras tres pizarras frente a las que habían pasado.

—No estoy segura ¿tú las viste Edgar?

—¡No lo sé! Yo estaba viendo que no viniera nadie, no fijándome en las pizarras.

—Pero no te pongas a la defensiva, Edgar —le señaló Gabriel—, creo que todos nos estamos poniendo nerviosos sin razón.

Hubo una breve conversación entre todos mientras Gabriel intentaba apaciguarlos. Tan pronto como podían cada uno señalo pequeños detalles que habían logrado ponerles los pelos de punta, pero nada que no pudiese ser justificado de manera sencilla, al menos hasta qué…

—Todo va a estar bien —un susurro infantil se entremezcló con el ruido blanco de las bocinas averiadas.

—¿Escucharon eso? —preguntó Diego.

—¿Escuchar qué? —Victoria se le aferró con fuerza.

—Alguien dijo «Todo va a estar bien».

Todos estaban petrificados y en silencio, tratando de oír lo que Diego indicaba, pero no escucharon nada más que el silbido del viento y el ruido blanco de la bocina. No quisieron insistir y permanecer de pie en aquel sitio parecía a todas luces una mala idea. Se pusieron en marcha de nuevo, más no dieron ni cinco pasos cuando el camino por donde avanzaban se vio bloqueado.

Las bombillas fluorescentes, aquellas que Diego estuvo viendo en la lejanía, comenzaron a apagarse. Un segmento de luces a la vez y a una velocidad vertiginosa, seguidas de golpes secos como quien golpea con un martillo un muro de concreto. Eran impactos fuertes y consecutivos que se acercaban a ellos tan rápido como un depredador que se abalanza sobre su cena. Las fauces oscuras de un lobo abriéndose para engullirlos.

¿Por qué no habían comenzado a correr? En unos la incredulidad ante lo que veían, en otros las piernas no contestaron. Cada uno tuvo sus razones, pero nadie se movió ni un centímetro hasta que, por milagro, la luz encima de sus cabezas se mantuvo encendida, dejándolos frente a una inmensa penumbra sobre la que no se atrevían a dar un solo paso.

—Mejor… mejor vámonos por Plaza Cubierta —indicó Gabriel estupefacto ante lo que acababa de ver, señalando el camino a la derecha con su mano temblorosa. No hizo falta que nadie respondiera.

De inmediato cruzaron la calle y sin mirar atrás entraron por una rampa hacia un pasillo abierto, quedando cerca de la entrada de la Biblioteca Central.

Ninguno quería ver atrás, pero una corazonada colectiva los obligo. Todos voltearon hacia el Pasillo de las Banderas una última vez para ver como la luz donde ellos estuvieron de pie se apagaba un instante luego de que voltearan.

—No… bueno —Edgar intentaba encontrar palabras para lo que acababa de pasar.

—La luz se fue en el pasillo, no pasa nada —Gabriel usaba una voz gruesa y artificial, respirando con dificultad entre palabras.

—¿Y por qué aquí no se ha ido? —le señaló Estefany deseando que no trajera mala suerte decirlo.

—No, bueno, es que…

—Se pudo ir por fases ¿verdad? Se va la luz en una parte, pero no en otra —dijo Victoria, envalentonada pero sin soltar el brazo de Diego.

—S-sí, sí, esas cosas pasan —reafirmo Gabriel—, vámonos de aquí.

Aquel nuevo espacio, Plaza Cubierta, era más amplio y a diferencia del Pasillo de las Pizarras, se sentía menos a la intemperie. Tenía un techo alto y amplio, el suelo pulido y varias columnas gruesas de cemento que se extendían por un largo corredor iluminado por cálidas bombillas amarillas.

Ya no había ninguna luz titilando, sonidos extraños ni una profunda oscuridad esperándolos al final. Solo era una plaza que ellos conocían y que habían atravesado muchas veces.

Tal vez era por lo familiar, el cambio de tono de las luces o por la esperanza de que en aquel sitio neurálgico hubiese personas, pero estar ahí les otorgó una sensación de seguridad que agradecieron en silencio, incluso si seguían en el corazón de la universidad, muy lejos de la salida.

Siguieron su camino por ese pasaje, con una pared de mosaiquillos rojos a la derecha e intentando dejar atrás el ingrato recuerdo de lo que acababa de ocurrir en el Pasillo de las Banderas. Apenas tuvieron que caminar durante unos segundos para pasar frente a la entrada de la biblioteca central.

Esperaban encontrarla abierta, con estudiantes y empleados aún en el interior, no obstante ambas puertas de cristal estaban cerradas. En el interior no podían distinguirse demasiadas cosas, salvo siluetas, los detectores que evitaban la salida no autorizada de los libros y el amplio vestíbulo, iluminado por la pobre luz de luna que atravesaba el vitral multicolor de Fernand Léger.

Ellos siguieron de largo, algo desalentados por aquel nuevo encuentro con la sofocante soledad; sin embargo, no dieron ni diez pasos cuando el rechinar de la puerta los hizo voltear poco a poco. El portal de cristal que daba paso a la biblioteca se había abierto casi por completo, haciendo que a los cinco se les helara la sangre mientras esperaban que alguien saliera… nada.

Diego no toleró más aquello y dejándose llevar por el enojo, se soltó del agarre de Victoria y avanzó sin titubear hacia la puerta, inspeccionándola y revisando el interior de la pequeña antesala de la biblioteca. No había nadie ni se escuchaba nada más que una potente y constante corriente de aire que, asumió él, fue capaz de abrir la puerta desde adentro. La cerró con cuidado y volvió con sus amigos, sin percatarse de la pequeña figura que lo veía desde las sombras, justo debajo del vitral.

—A algún pasante se le olvidó pasarle llave y el viento la abrió, es todo —explicó de inmediato, restándole importancia antes de seguir caminando.

Incluso bromearon al respecto, logrando alejarse lo suficiente como para no volver a escucharla rechinar, abriéndose y cerrándose sola un par de veces más.

Ese breve episodio, aunque Diego lograse justificarlo, los había sumido de nuevo en un nerviosismo que les erizaba la piel. El silencio dominante solo interrumpido por sus pasos no hacía más que aumentar la tensión, una que Diego intento romperla con una anécdota inusual.

—¿Sabían que trabajé en la biblioteca hace tiempo?

Todos voltearon a mirarlo mientras avanzaban por el camino que llevaba a Aula Manga.

—¿A sí? —contestaron casi todos de forma espontánea, haciéndolos soltar una carcajada que aligero un poco la carga.

—En el turno de la tarde-noche. Tuve la oportunidad de conocer todos estos pasillos y muchas partes de Aula Magna. De hecho, por esa puerta —señaló un portal a la derecha, de madera gruesa y ventanas cubiertas por papel— puedes llegar a los sótanos de Aula Magna.

—¿El Aula Magna tiene sótanos? —Victoria parecía sorprendida.

—Sí, hay muchas cosas interesantes, incluso una sala con títeres y marionetas… aunque no sé si ese club siga funcionando.

—Los títeres y las marionetas me aterran —exclamó Estefany no entendiendo por qué Diego contaría algo así justo en ese momento.

«Como si esto no pudiese ser más aterrador» pensó ella sacando su teléfono para ver la hora. Ya eran las siete y veinte.

Estaban delante de Aula Magna, y frente a ellos se abría un espacio amplio lleno de pilares de cemento, murales hechos de mosaicos pequeños, sombras y recovecos a los que no llegaba ninguna luz. La conversación no logró ir más allá, fracasando en su intento de amenizar el camino que faltaba para llegar a Plaza Venezuela y haciendo que todos siguieran avanzando sin decir nada.

Fue por este silencio, sin voces entremezcladas ni un ruido blanco al que pudiera atribuirle la confusión, que Diego supo que lo que escuchaba no era producto de su imaginación.

—¿Jugamos el juego de la escalera? —susurró una voz nítida a sus espaldas, afable y cantarina, acompañada de risillas estridentes.

Ninguno de sus compañeros reacciono a aquella pregunta, solo él, que se quedó congelado por un instante, temeroso de voltear atrás. Las orejas se le pusieron calientes, al tiempo que las piernas le temblaban y las manos le hormigueaban.

Un sentimiento primitivo, como el de un cervatillo que siente la pesada mirada del cazador en su nuca, pero que no puede verlo por más que lo busque. Así se sentía Diego, con la diferencia de que él no despegaba la mirada del frente mientras sus amigos se le adelantaban poco a poco.

De pronto, como si se le hubiesen encaramado en el cuello, sintió un lazo rodeándolo y apretándolo con fuerza, como una bufanda que lo envolvía. Intentó quitarse lo que fuera eso de encima, pero fue en vano, aunque lo sentía no podía tocarlo y solo lograba rasguñarse con fuerza el cuello una y otra vez.

Sus instintos más básicos despertaron, y varios gritos internos que solo él pudo escuchar le suplicaron que corriera «¡Muévete! ¡Muévete! ¡Corre, idiota! ¡Que nos va a matar!», pero las piernas no le contestaron, era como si le hubiesen puesto grilletes. En ese momento hubiese sido más sencillo empujar a la mula más terca, al buey más pesado, hubiese sido más práctico empujar los pilares de Plaza Cubierta, que intentar mover a Diego de su lugar.

El cuerpo se le había vuelto pesado, como si hubiesen puesto sobre sus hombros toneladas y toneladas de hormigón. Y aun así, de manera sobrenatural, su pierna se movió, pero no al frente, como Diego pretendía para poder alcanzar a sus amigos, que no se dignaban a mirar atrás, no, se movió hacia la izquierda y luego giró el resto de su cuerpo, posando la mirada en el Pastor de Nubes, la icónica obra de arte que tantos graduados habían visto al salir del Aula Magna… al pie de la escultura un muñeco lo esperaba.

Diego no daba crédito a lo que veía, a lo que sentía, creyéndose en un sueño lúcido que era incapaz de controlar. Su cuerpo se movió a un paso lento y continuó hasta llegar a la escultura y, sin dudarlo un segundo, sin poder reconocer si los movimientos que hacía eran por voluntad propia o no, se agachó y recogió aquel muñeco lleno de detalles, una especie de payaso.

Media unos treinta centímetros y estaba hecho de madera, con el rostro perfilado, pintado con cuidado y decorado con colorete, ojos verde intenso y una sonrisa grande de extremo a extremo. Iba vestido con ropa delicada, con rombos y rayas intercaladas de colores vivos e intensos, rojo, verde y amarillo. Un sombrero sencillo sobre su cabello aguamarina, un corbatín estrafalario en su cuello, en la mano derecha tenía aferrado un bastón colorido.

Diego contempló absorto aquel fino muñeco hasta que escucho leves susurros. Inocente creyó que eran sus compañeros, pero no, eran las risillas, el preludio de la voz. Esta vez, aunque no había cambiado su tono suave y melódico, le dijo a Diego unas palabras que sonaron como gritos amedrentadores. Una frase simple, pero que lo hizo sacudirse con fuerza, un ultimátum.

—Jugaremos el juego de la escalera.

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El siguiente capítulo lo subiré el 28 de abril.

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