Cuando ya no queda nada que hacer | Relato de Ficción

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Era la duodécima vez que regresaba sus cosas al armario. 

Lo mejor sería que las hubiera recogido él mismo. ¿Por qué ser tan directa? No podía convertirse en la arpía que guarda años de relación en un maletín y lo pone en la sala. Así que volvió a colocar la ropa en las perchas y los artículos personales sobre la mesita de tocador. Pero dejó el maletín abierto sobre la cama.

Salió del cuarto y, en la cocina, se preparó otra taza de café. Se planteó la necesidad de cambiar mobiliario y de reparar viejas averías. Hacía meses la cañería del baño era un problema y las paredes agradecerían una buena mano de pintura.

Habían adoptado la costumbre de posponerlo todo, de desplazar hacia un futuro las necesidades del presente. “Cuando se pueda” era la frase que esgrimían contra las obligaciones. No más. Luego de la separación empezaría de inmediato, sin escatimar en gastos o recursos.

Si se permitía ser sincera poco le importaban tales remodelaciones. Solo quería asegurarse que al llegar cada día del trabajo tuviera la impresión de que se había mudado, que ahora vivía en un lugar diferente.

Apagó las luces y fue hacia la sala, se acurrucó sobre el sofá. La televisión, encendida y puesta en mudo, le lanzaba imágenes sin significado. En su mente hilaba preguntas y respuestas, y luego más preguntas que conocía carecían de respuestas. En un acto reflejo miró el reloj y vio que ya era tarde. 

«Ya debía haber regresado»

Se descubrió analizando las motivos y las justificaciones responsables de la tardanza y se sintió muy estúpida. «Por mí como si no vuelve.» Pero cinco pensamientos más tarde volvía a checar el paso del tiempo y a preguntarse: 

«¿Qué le habrá pasado?»

                                                                              *****

Era la segunda vez que había pasado frente al apartamento y decidido seguir de largo.

Le dolían las piernas y la espalda. Luego de salir del trabajo se negó a coger el autobús. Caminar le despejaba la mente así que los cuatro kilómetros de distancia hasta su casa le resultaron agradables. Pero al llegar había notado las luces del apartamento apagadas.

Le pareció extraño porque sobre esa hora ya ella solía estar en casa, preparando la cena y mirando televisión. Así que decidió caminar un poco más. Quizás pasara por el bar, no sentía deseos de tomar pero sentarse en la barra también era una actividad social, siempre se encontraban almas con las que poder desahogarse, o entretenerse.

Solo quería asegurarse de ya encontrarla allí cuando entrara por la puerta, y que no sucediera a la inversa, porque no sabría qué decirle. Era mejor esperar a que ella iniciara la pelea.

Pero tras el regreso de su escaramuza entre cervezas las luces continuaban apagadas. Lo invadió una súbita preocupación que le hizo entrar en pánico. En un acto reflejo subió las escaleras a zancadas con el ridículo pensamiento de que había sucedido una tragedia y que la encontraría inconsciente, o muerta.

«No me hagas esto,» musitaba para sus adentros mientras abría la puerta.

Para su desilusión solo encontró un apartamento en penumbras y una mujer dormida frente a un televisor sin sonido. Quedó detenido un segundo ante tan rutinario panorama y se avergonzó de sus propios pensamientos.

«Hubiera preferido encontrarla muerta…»

Atravesó la sala a grandes pasos. Prendió la luz del cuarto y vio el maletín sobre la cama.

Ni siquiera le había hecho el favor de empacar sus cosas.

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