5 Ejemplos de Crónicas cortas y largas

crónicas

Se les denomina crónicas a los cuentos de hechos presentados de manera cronológica, la finalidad de las crónicas es transportar al lector al instante del hecho y transmitirlo al instante de los hechos de manera secuencial.

Toda crónica debe ser verdaderamente explícita, detallista y explicativa viable respecto al tema sobre el que se está narrando.

Características de las Crónicas

  • Para saber el ritmo y la probabilidad de lo narrado, el tiempo es primordial.
  • La narrativa es fundamental para contar los hechos y entablar la consideración de la misma.
  • Cuenta con elementos valorativos y estilo muy personal del escritor.
  • No solo narra la novedad, además emite juicios valorativos sobre los hechos.
  • Narra un hecho de interés colectivo.
  • Su lenguaje es simple de entender
  • Se sabe como una interpretación y exámen subjetivo.

Hay tres tipos de crónicas, a saber:

  • Interpretativa: Estilo literario. Se emite juicio de valor.
  • Informativa: Narración puntual y cronológica de los hechos, sin anunciar juicio de valor alguno.
  • Opinativa: Tiene como función reportar y comentar de forma simultanea.

Ejemplos de Crónicas Cortas

Relato infantil

Esa noche Juan se sentía indispuesto. Le expresó a su madre que no pretendía ir de excursión al día siguiente

Juan no ha podido reposar, pasó toda la noche en vela.

Su madre se percató y se levantó a las 2 de la madrugada para reposar con él.

Se hicieron las 7 de la mañana y la mama de Juan le preparo su desayuno preferido, panquecas con chocolate, pero juan no comió. Se sentía indispuesto y algo preocupado.

Las 8 de la mañana del 24 de agosto de 2017 y Juan y su mama salieron al punto de acercamiento, de donde partiría la excursión.

Al llegar al sitio a las 10 de la mañana Juan se encontraba aterrado, no obstante, al notar a su mejor amiga, Sofía, se le pasó el temor y siguió el paseo con ella.

Hecho histórico

El hundimiento del Titanic

El 15 de abril del año 1912 sucedió una de las superiores tragedias náuticas de la historia; el hundimiento del Titanic.

Aquel viaje era el viaje inaugural del reluciente Titanic. El mismo debería atravesar el mar Atlántico hasta arribar a las costas de América del Norte en USA.

No obstante, otro sería el destino del espectacular barco: la noche previo, el día 14 de abril de 1912, cerca de las 23:40 horas, el Titanic chocó contra un gigantesco Iceberg que rasgó el casco de la embarcación de tal forma que, después de varias horas, el Titanic se hundió en el fondo del mar.

Más allá de los intentos de la tripulación por pedir asistencia por medio de radio, ningún barco acudió a ellos. De esta forma sin tener la posibilidad de visualizar la madrugada (exactamente a las 02:20 AM) del 15 de abril el Titanic estaba ya sepultado en el fondo del mar.

La catástrofe se llevó a bastante más de media población (1.600 personas se hundieron con la embarcación cuando el total de usuarios para ese viaje era de 2.207 personas)

libros 2

Un viaje

El primer día de nuestro viaje de vacaciones

El micro partió a las 17 horas del día 20 de febrero del año en curso. Los siguientes 10 días los pasaríamos en la cordillera, en la localidad de Bariloche, provincia de Neuquén, Argentina.

Al llegar a las 12 horas del día 21 de febrero, nos dispusimos a tomar la cuarto. Después de una cálida ducha fuimos al centro comercial para almorzar.

Al final podemos encontrar un lugar de comidas que nos gustó a todos. Ahí comimos y cerca de las 14 horas regresamos al hotel para arrancar la primera salida de nuestras vacaciones: la visita al cerro Otto.

Ahí llegamos a las 15 horas y, después del ascenso, visitamos el museo y la confitería giratoria. Desde luego no pudimos evadir tomar un café en la confitería y ver el espectacular Cerro Tronador (siempre nevado, siempre espléndido de admirar) a la distancia.

Después visitamos el bosque que está de lado sobre el mismo cerro Otto.

Conseguimos sacar muchas fotos y, siendo las 19 horas decidimos arrancar el regreso.

Después, en el hotel, cambiamos nuestra ropa y partimos para conocer el centro comercial, hacer algunas compras y cenar mariscos.

Ya cerca de las 23 horas regresamos al hotel, cansados y con deseos de reposar para al día siguiente empezar otra aventura en familia.

Ejemplo de Crónicas Largas

Emergencias, una noche de guardia en el Hospital Clínicas (Autor: Álex Ayala Ugarte)

Lunes. Diez de la noche. Las paredes amarillas y verdes del Hospital de Clínicas reflejan el trasiego de numerosos pares de batas blancas. Un grifo que gotea marca con un compás fúnebre los silencios. Una ambulancia de la Red 118 de la Alcaldía espera en el parqueo para salir frente algún urgencia. Las máquinas de escribir bailan al son del mar de dedos que se les viene encima. La localidad ya duerme, pero la salón de emergencias está despierta.

Cada noche, todo un mundo abre sus puertas frente la mirada habituada de los doctores. Óscar Romero, jefe de la unidad de emergencias, está de turno. Sus ojos rojos revelan falta de sueño. Una mueca de incredulidad cubre su rostro. El ir y venir de historias es recurrente. Y él despacha órdenes con la misma seguridad con la que un matarife cercena a su presa. Con todo, este rincón del hospital exhibe siempre su propia inercia.

Tres doctores dirigen al grupo cada día: «un cirujano, un internista y un traumatólogo», enseña Romero. El grupo lo completan los doctores habitantes, un neurocirujano, que igual hace guardia aunque desde su hogar, y los internos. Estos últimos trabajan hasta 17 días seguidos y se deslizan por la salón, llena, como si fueran «zombies».

Instantes de una noche

Los pequeños recintos donde se atiende a los pacientes, cinco, son como chicos niveles donde se condensan los instantes que dan vida a la unidad del hospital, en continuo movimiento. Por instantes, ninguno está vacío. En el primero, un borrachito duerme plácidamente con el apoyo de un suero que le devolvió el color a sus mejillas.

El segundo y el tercero, todavía sin gente, muestran cortinas descubiertas. En el cuarto, un señor de la provincia Muñecas, con traumatismos, aguarda sumiso en una camilla a que le coloquen la muñeca en su sitio. Y en el último espera un joven con la cara inflamada. Se durmió con numerosas copas de más y fue atacado por guardias privados en la región de la Buenos Aires.

El primero en desfilar hacia la calle es el jóven. No posee dinero y asegura volver al día siguiente. «La más grande parte no regresa», lamenta el doctor Romero. Ese es el especial infierno de la salón de emergencias, ya que los doctores se sienten impotentes cuando los pacientes no tienen con qué anular los costos y sólo tienen la posibilidad de autorizar pagos diferidos en las situaciones más graves, los que se debaten entre la vida y la desaparición.

Más allá de todo, los insumos no son caros. «Un suero cuesta entre 10 y 12 bolivianos. Una placa de tórax, 53», dice Gloria Gonzales, más popular como la «trica tranca». «Cada vez que estoy de turno —explica— llegan tres casos de intoxicación, tres de apuñalamiento, tres traumatismos… y de esta forma sucesivamente. Atraigo ambulancias (ríe)».

Dicho y hecho. A las 23.20 se asoma por la puerta el segundo apuñalado de la noche. Es una mujer y los doctores le cubren inmediatamente. Tiene en el vientre, adolorido, sangre aún fría, y después de un examen de unos minutos la derivan a otro hospital, ya que tiene un seguramente le cubre en otro centro. «De todos estas situaciones, de esta forma como de los intentos de suicidio, emitimos el parte correspondiente para las fuerzas del orden», dice la doctora Gonzales.

Tras el rojo sonido de la ambulancia, otra vez de salida, viene la tranquilidad, pero solamente dura un cuarto de hora, tiempo bastante para poner al día expedientes en los que vidas anónimas quedan labradas por medio de cantidades, letras y signos.

La eterna espera

Afuera, el frío vela armas. Familiares de los accidentados, algunas veces semidescalzos, mujeres de pollera con el niño recién nacido cargado en las espaldas y jovenes con la piel curtida por el duro sol del altiplano, ardiente y frío, tratan de reposar en unos cuantos largos bancos verdes. Sobre sus cabezas, un buzón de recomendaciones se alza vacío. A su vera, en la salón de espera, un trasnochado policía trata de ofrecer una chiquita cabezadita. La desvelada termina de empezar. Y las frazadas son el exclusivo consuelo para personas cuyas esperanzas, comunmente, se congelan.

Dentro de la salón de emergencias, mientras, el ronroneo de la máquina de escribir es el marcapasos que mantiene despiertos a los internos. «Yo como solamente cuando me acuerdo», reconoce una de ellas, que se ve arrastrada por las prácticas del centro». Cuando no hay nada que llevar a cabo, un tazón de café contribuye a postergar el sueño. Una tv está encendida, aunque se ve que nadie le pon la atención suficiente. Y numerosos cuartos con camas aguardan el descanso, por turno, de los doctores. Los enfermos más graves, entre tanto, duermen en salas además, siempre vigilados.

Son las 00.10. Óscar Romero mira sin mucha atención una película en uno de los canales locales y una bocanada de aire gélido comunica la llegada de una exclusiva urgencia. Hablamos de un clefero que aún está «volando». Sus rodillas lucen magulladas. Más allá de su fachada de joven, confiesa que tiene 21 años. Y proporciona su nick antes que su nombre, Marcos.

Fué levemente atropellado en la plaza Abaroa y unos cuantos buenos samaritanos lo han recogido, lo han traído y han comprado sus radiografías. No obstante, Marcos se niega a ser atendido. Primero conversa con policías. Después, con los doctores. Y acaba saliendo del hospital solamente sosteniéndose. «Va a volver», dice Óscar Romero, pero la verdad es que se pierde en la enorme maraña negra de las calles.

Un trasiego recurrente

Tras su fuga, el vaivén de gente no acaba. En el primer cubículo el borrachito retoza unos segundos y sigue durmiendo. En el tres terminan de internar a una mujer con el brazo cortado gracias a una farra. Le sigue toda una comitiva de adolescentes, a quienes el efecto del alcohol se ve que les pasó súbitamente. En el dos, un quejido sordo ahoga el resto de las diálogos y lamentos.

Es una mujer de las laderas que vino con un mal en la vesícula, y se marcha porque no le consigue para las pruebas. En el cuarto, yace una mujer a la que un muro de adobe se le cayó encima en el altiplano. Y en el quinto, un jóven escuálido, con tos tosca y clausurada, estira su cuerpo en una camilla con indicios de sufrir una bronquitis.

Cada uno llega al Hospital de Clínicas como puede. Unos lo hacen en ambulancia. Otros, en taxi. Y además hay los que aterrizan en minibús. Y en sólo instantes puede producirse el milagro de la vuelta a la vida o el peregrinaje eterno hacia la desaparición. «Todo es dependiente de las condiciones en las que uno se encuentre. Algunas veces, son solamente unos minutos los que marcan la distingue entre la vida y la muerte», reconoce Romero. «Los días que más grande número de pacientes nos llega —continúa— son los viernes, los sábados y los domingos».

Cuando el reloj marca la una de la mañana, un señor de traje y corbata deja el hospital. Le sigue el que se ve su asistente, enfundado en unos guantes negros y en un traje de buena percha. «Antes, el centro se caracterizaba por ser el hospital de la multitud pobre, pero en este momento, con la crisis, vienen personas de toda condición».

Ni por ser lunes hay tregua. Pasadas ámbas de la mañana, un grupo de 4 policías, todos de negro, ingresa a la salón de emergencias. «Vinieron por lo del caso de apuñalamiento —informa Gonzales—, pero a falta de la tolerante lo que están realizando es tomar los datos de dos intoxicados, ya que hablamos de claros intentos de suicidio».

Tras la inesperada visita, el silencio se adueña totalmente de la salón. Son las 4.00. La mayoría de los doctores duerme. El borrachito, indigente, despierta de su letargo, pide permiso, se ajusta en una camilla en el suelo, se cubre con una frazada y dormita.

Su rostro es parte de los 72 latidos, de las 72 vidas, que todos los días como media se encomiendan a los doctores en el Hospital de Clínicas, a unos doctores cuyas caras además cambian cada día.

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Fidel y Raúl (Jorge Edwards escritor chileno)

En la época de febrero de 1971, cuando llevaba tres meses en Cuba como gerente diplomático de Chile, me tocó ingresar en contacto con Raúl Castro para ordenar la visita del buque escuela Esmeralda a La Habana. Era la primera visita oficial de un barco de la escuadra chilena, luego de largos años de separación de relaciones, y el Gobierno innovador le daba enorme consideración al asunto.

Había que evadir a toda costa que los trescientos o cuatrocientos adolescentes oficiales y grumetes en viaje de instrucción transmitieran una imagen negativa de la Revolución Cubana a su regreso a Valparaíso. El presidente Allende en persona había acudido a despedir el barco y se había comunicado por teléfono con Fidel Castro para recomendarle la máxima atención al tema. Y Fidel y Raúl estaban atentos, con las pilas puestas, como mencionamos nosotros, dispuestos a usar todos sus poderes de seducción, que en esos años no eran pocos, frente a los chilenos.

Yo había conversado extensamente con Fidel en la primera noche de mi llegada a La Habana y había podido sacar conclusiones distintas en relación al personaje. A uno lo citaban en un espacio y a una hora cierta y el acercamiento acababa por producirse en otro y numerosas horas después. Los ayudantes, los gobernantes, la multitud de protocolo, le decían a uno al escuchado que todo lo mencionado obedecía a normas de seguridad, pero además se podía deducir que era una cuestión de temperamento, de gusto, de afición a lo repentino y a lo misterio.

Luego, a lo largo de la actividad social misma, jamás hacía falta algún elemento de sorpresa, un golpe de teatro. Yo, recién llegado a mi hotel en el final de un extenso viaje, cerca de la medianoche, seguía un alegato del Comandante por la tv cuando el director de Protocolo me llamó para llevarme a cenar en la localidad. Era una hora extravagante y había viajado desde Lima con escala en México, pero no quise poner adversidades.

Cruzamos La Habana a una agilidad vertiginosa, en el escarabajo VW del director, y en lugar de llegar a un lugar de comidas me hicieron ingresar a las bambalinas de un enorme teatro. Al otro lado de las pesadas cortinas de terciopelo granate se escuchaba la misma voz que había escuchado en el TV de mi hotel. Acabó el alegato, hubo nutridos aplausos y el Comandante en Jefe nació detrás de las cortinas. Si hubiera conocido que había llegado, me ha dicho, habría roto el protocolo y lo habría llevado a la tribuna. Habló con otra gente, entre ellas con el político chileno Baltazar Castro, y desapareció seguido de su séquito por una portezuela que daba a la calle.

«Ahora te voy a llevar a una entrevista en el períodico Granma», me ha dicho entonces Meléndez, el de Protocolo. ¿No es un poco tarde para entrevistas?, tuve la ingenuidad de preguntar, viendo mi reloj. Pero la hora, en las revoluciones, poseía otro sentido. Y un rato después me encontraba sentado en la dirección del Granma, frente a un grupo de periodistas que sonreía y me hacía cuestiones vagas sobre mi viaje. Hasta que se abrió una puerta del costado, entró Fidel Castro y reposó en una silla que se encontraba al costado de la mía. De las bambalinas del teatro previo pasábamos a un ámbito más favorecido y único.

En la mitad de la conversación, Fidel súbitamente dio un salto. ¿Cómo era viable que no hubiera vino chileno en la mesa? Se abrieron otras puertas, como si el guión estuviera bien estudiado, y entraron botellas de un vinillo que producía Baltazar Castro, el político que acababa de conversar con Fidel. La conversación, a todo lo mencionado, ya había conseguido otro tono.

Dije que podía encargarme de que se exportaran vinos chilenos de mejor calidad a la isla y Fidel replicó: «Tú eres solicitado de negocios, pero de negocios no tienes idea nada, porque eres escritor´. Me reí muy, debido a que Baltazar Castro, don Balta, además era escritor, novelista beneficioso, aunque, en honor a la realidad, más bien mediocre en su manejo de la escritura. ´¡Estos escritores chilenos son unos diablos!´, exclamó entonces Fidel, de humor increíble, y la conversación se prolongó hasta altas horas de la madrugada.

Llegué a una entrevista de trabajo con Raúl Castro, en vísperas del arribo del buque escuela, y comencé a corroborar que el ministro de las Fuerzas Armadas era el exacto reverso, la antípoda, de su popular hermano. Tuve la impresión, inclusive, de que manipulaba el contraste en forma deliberada. Ser hermano del Jefe Más alto no debía de ser simple, y el juego de las oposiciones seguramente ayudaba a sostener el tipo.

Sonó la hora precisa de la cita y la puerta del despacho del ministerio se abrió. Raúl, muchísimo más bajo que Fidel, más pálido, lampiño, en contraste con la barba guerrillera, espesa y famosa, del otro, era un hombre amable,que hasta podía ser agradable, pero de una cordialidad evidentemente fría. Se encontraba sentado detrás de una mesa de escritorio pulcra, impecablemente organizada, y supe que ahí no cabía aguardar sorpresas ni golpes de efecto de ninguna clase.

Sus servicios, entretanto, lo habían sosprechado todo: la entrada del barco al muelle, el transporte por tierra de la tripulación, el software oficial hasta en sus inferiores datos. Habría que ayudar a tales y cuales ceremonias y pronunciar tales y cuales discursos de muchos minutos de duración cada uno. El plantel a cargo tendría las respectivas ofrendas florales preparadas.

Y el ministro procedió a entregarme carpetas atentamente preparadas con el software, mapas de ingreso, credenciales, claves. Convenía, ha dicho, antes de la despedida, que se causó al cabo de media hora justa de actividad social, que visitara los recintos de la Marina de Cuba, donde los radares registraban minuto a minuto la navegación del barco nuestro. Lo hice, por supuesto, y debido, a lo mejor, a mi total ignorancia, me quedé asombrado por el control especial de la circunstancia del buque en los mares caribeños.

Los marinos chilenos visitaron instalaciones militares guiados por Raúl Castro y debo decir que hicieron comentarios sorprendidos y hasta elogiosos de la efectividad defensiva de lo que habían visto. En esta etapa, la voz artista en el desarrollo de seducción de los oficiales de la Esmeralda, la sirena de turno, era Raúl, no su hermano Fidel.

Pero hubo después un aspecto revelador. Ernesto Jobet, el comandante de nuestro barco, recomendó una recepción a todo el Gobierno y el cuerpo diplomático. Ahí hubo roces y tropiezos de todo tipo y a cada rato. Protocolo me pedía permiso para llevar a cabo una perfeccionada inspección del buque por fundamentos de seguridad. El comandante Jobet respondía que por ningún motivo: él, en su calidad de anfitrión, respondía por la seguridad de sus invitados. Y nunca, por causas de inicio, admitiría el ingreso a su barco de gente armada.

El día de la recepción, Fidel Castro nació en el muelle súbitamente y subió en empresa de una escolta provista de abultado armamento. Fue un instante de tensión extraordinaria. Media hora después ingresó con toda su escolta a la salón privada del comandante chileno.

Se causó ahí una circunstancia notable: el comandante Jobet, con un gesto, le pidió a Castro que expulsara a los intrusos, y éste, con un dedo, les ordenó retirarse. La actividad social no podía partir en un ámbito peor. Pero Fidel, al poco rato, tuvo un concepto brillante: invitó a Ernesto Jobet a divertirse una partida de golf a la mañana del próxima día y todos los tropiezos del día han quedado aparentemente superados.

Me imagino que Raúl Castro, con buen olfato, previó estos inconvenientes de seguro. De todos los individuos indispensables invitados a la fiesta del buque escuela, fue el exclusivo que no asistió. Más allá de ser el organizador de la da un giro. No pretendía ocasionar conflictos y prefirió, de nuevo, asumir un perfil bajo. No le gustaba, sin lugar a dudas, estar en el mismo barco en empresa del hermano más grande, más que nada cuando el otro acaparaba todas las cámaras.

En buenas cuentas, la actitud de Raúl fue sensato y astuta, además de estructurada. Fidel y su escolta, en cambio, metieron la pata a cada rato. Pero Fidel, con su chispa, con su asombroso invitación a un deporte de Inglaterra y clásico, ganó la partida. Por lo menos en el primer instante. Dos días luego, cuando el buque se preparaba para zarpar, Ernesto Jobet impartía terminantes normas a sus inferiores para que escribieran cartas, todas las cartas que tengan la posibilidad de, a sus familiares y amigos.

Era una operación discreta y eficiente de contrapropaganda. Algunos grumetes fueron invitados en la calle a la vivienda de un médico cubano y habían comprobado con extrañeza que no se encontraba en condiciones de ofrecerles una modesta un tazón de café. ¡Cuéntenlo todo!, exclamaba Jobet, con una sonrisa socarrona.

Cerca de tres años después, se supo que la Marina fué la primera en comenzar, con veinticuatro horas de adelanto, las operaciones que condujeron al golpe de Estado contra Allende. Pensé en los pasajeros de la Esmeralda y en la oportunidad de que alguno, bastante más de alguno, estuviera implicado en ese desarrollo.

Era una historia terrible: un reflejo del costado, menor, pero no por eso menos dramático, de un enorme conflicto político del siglo XX. En el episodio de la visita de los marinos, según mi balance final, Raúl fué sensato, además de ausente cuando convenía, y Fidel fué teatral, elevado, palabrero, improvisador. Ninguno de los dos, en cualquier situación, habría podido evadir nada, y temo que sus amigos chilenos tampoco.

Fuente: blogejemplar

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