Un té. 

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Mirando desde el cristal la lluvia que cae. Llegan a mi mente todos los susurros crueles de un corazón solitario y herido. Monstruos que amenazan la tranquila y aparente calma de un día bonito. Pequeñas alimañas que empiezan a gritarme cosas que no sabía. Sonidos que me dicen que lo bueno en mí no lo es tanto y lo malo es peor de lo que pensaba. Soledad, tristeza, desesperación me rodean. Mi corazón se resiente y me castiga, mis palabras y acciones empiezan a parecer tan hostiles como mis susurradores me han hecho creer. Empiezo a transformarme en lo que no quiero. Sintiendo que me hundo en un lodo espeso y maloliente abro los ojos y miro en aquel rincón. Dónde está ese brillante gabinete de madera pulida a través de cuyos cristales se asoman ocho hermosas tazas de porcelana, cada una decorada con lirios dorados. Entonces sonrío triste mientras me digo: “Necesito un té”, té que venga acompañado de caras risueñas y sonrisas sinceras, de miradas compasivas y promesas de: “vas a estar bien”. Uno de esos que fortalece el alma, uno que cura las heridas y reanima los sentidos, un té que acaricie mi vida y me inyecte energías. Dónde las charlas fluyan como dulces melodías y las carcajadas exploten burbujas de jabón que flotan con la brisa, brisa que refresca los amaneceres desolados. Necesito un té, no importa si es de rosas, de menta o de jamaica, uno que huela a diversión y locura, a anécdotas y vivencias, a incentivos,  a abrazos, a ironías y a aplausos. Un té endulzado con amistad de la buena y con hojas de lealtad. Un té con amigas en una tarde de primavera, de verano o de invierno y dónde lo único que nos apremie sea otro encuentro programado el próximo domingo del presente mes. Un té con amigas para despejar las penas y  que me recuerde que no estoy sola . 

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