TREN AL AVERNO

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Eran las diez de la mañana cuando llegué en el metro a la ciudad. Me despedí de mis amigos que iban conmigo, ellos tomaron otro tren y yo me dirigí a la salida. Busqué las escaleras, no sabía dónde estaban porque era la primera vez que me bajaba en esa estación. Era muy diferente a las que yo frecuentaba, de decorado antiguo con paredes amarillas, decoradas con obras de Monet y Rembrandt, pisos de cerámica con mosaicos, diseño europeo en las escaleras y arañas de cristal. Las escaleras mecánicas estaban en mantenimiento, así que busqué las normales y una señora me dijo que usara las del lado derecho, ya que eran “las más seguras”. Subí el primer peldaño y, apenas llegué a la mitad, la madera se rompió debajo de mis pies y caí unos treinta metros hacia abajo.

Cuando abrí los ojos, vi que estaba en el andén. Pero no era cualquier andén, era el lugar más sombrío que había visto en mi vida. Era un recinto oscuro alumbrado solo por las pequeñas luces de los túneles, el suelo sucio de lodo y moho, cucarachas y ratas corriendo a gusto por todos lados y un espantoso hedor. Me levanté haciendo un gran esfuerzo, pero estaba atrapado porque había varios rieles a mi alrededor y a cada rato pasaban trenes a gran velocidad. Me trepé a un tren varado en uno de los rieles, salté hacía otro andén y subí las escaleras mecánicas, pero apenas llegué a la mitad de los escalones, la escalera se retrocedió y me dejó de nuevo abajo. Me dirigí a la apagada y subí trepándome por el pasamanos. Pude llegar arriba, pero se me cayó mi bolso y quedó en un hueco tan profundo que no había forma de sacarlo. Ya no tenía mi celular, ni mi botella de agua ni mis documentos ni mis llaves ni mi dinero. Llegué hasta arriba y vi a una empleada del metro, lo cual me hizo sentir aliviado. Le pedí que por favor me dijera dónde estaba la salida, pero ella solo se limitó a decirme:

-La salida de este lugar no es la puerta.

No entendí qué me había querido decir e insistí que me ayudara, pero la mujer solo me dijo:

-La salida eres tú.

Sentí mucho miedo y seguí caminando, pero no encontré más que una pared que cerraba el piso. Bajé resignado a quedarme allí para siempre. Caminé largo rato por el andén, pero el ambiente no me dejaba tranquilo. Por todos lados había cadáveres de personas que alguna vez estuvieron atrapadas como yo y algunas suicidándose en las vías del tren para acabar con su agonía. Me sentía como Dante en el último círculo del infierno.

Encontré un rincón más tranquilo y limpio y allí me senté a reposar. Ya llevaba más de cuatro horas allí, pero parecían años y ya empezaba a sentir hambre. A unos metros de mi estaba un anciano comiéndose un cadáver y me ofreció, pero yo no me atreví a aceptar. Sin embargo mis tripas me rugían, así que tomé una rata que acababa de morir y me la devoré cruda. Luego seguí sentado sin saber qué hacer. Ya estaba acostumbrado al olor de los cadáveres, pero me tapé los ojos para no seguir viendo al viejo devorando el cadáver. Cuando terminó se fue y pude pensar con calma cómo salir de ese lugar. Justo frente al andén donde yo estaba había un enorme monumento junto a los balcones de arriba. Decidí que no iba a morir en esa inmundicia, así que trepé un tren viejo que estaba parado en el andén, salté hacia otro y escalé el monumento hasta llegar al primer balcón, subí las escaleras hasta el piso de arriba. Allí estaban dos técnicos del metro a quienes les pregunté dónde estaba la salida. Uno de ellos me dijo:

-Ya estás cerca de la salida

-Pero, ¿dónde está? –pregunté yo.

-En tu cuerpo –me respondió el técnico.

Ya estaba cansado de que me vacilaran, así que seguí subiendo, hasta que vi la luz. Había pasado tanto tiempo en la oscuridad, que la luz me encandilaba. De repente oí una voz que me llamó.

-¡Octavio, Octavio!

Abrí los ojos y cuando me di cuenta estaba en la nada.

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