Relato “Delirios” completo.

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I

En mi corazón habita un incendio capaz de devorar el mundo, porque nunca he podido olvidarla. Las imágenes se suceden una y otra vez, martillando en el recuerdo.

Yo, despertando aquella mañana al sentirla apretujarse sobre mi espalda. Permanezco tranquilo, finjo dormir, pero siento una corriente en mi sexo cuando comienza a acariciarlo. Después se levanta sonriente dirigiéndome una mirada cómplice. Su actitud me sorprende al tiempo que mi rostro se ruboriza.

Ese día lo paso embobado. Solo fantaseo con el futuro, hecho ya un hombre, casado con ella.

Y entonces llega la noche, sube la bata y pone mi mano entre sus piernas. Por primera vez siento la cálida humedad de una vagina. Mi pene adolescente se pone rígido y de inmediato comienza a jugar. Lo chupa, lo lame

—¿Te gusta?

Asiento. Mis ojos se cierran de placer ante ese descubrimiento. Sexo oral, sabré con el tiempo que así se denomina.

Trepa sobre mí, lo agarra, lo sitúa en la abertura, lo devora, primero a un ritmo lento, después, desesperada por la excitación.

Llora de gozo hasta que me sorprende un hormigueo que me lleva a un éxtasis desconocido. Y acaba en una avalancha de llanto y suspiros, sacudiéndose sobre mi cuerpo.

Esas imágenes permanecen en mi mente como una cicatriz. Era tan joven. Desde entonces nos convertimos en un Kamasutra tropical. Quedé atado por siempre, esclavo de Lucy, poseído por esta lujuria sin un minuto de tregua después de tantos siglos.

II

Se casó y hubo llantos, abrazos y promesas. No quise despedirme. Esa tarde me marché a un lugar distante, donde nadie me viera. Necesitaba estar lejos, rumiar la rabia y el dolor alojado en el pecho. Me sorprendió el crepúsculo odiando y maldiciendo a Lucy por aquella despedida.

Jamás la vi. Solo supe de ella por alguna correspondencia dirigida a mi abuela.

Definitivamente quería olvidarla pero todavía no me explico de qué modo logré disimular tanto dolor y terminar los años del preuniversitario.

Hasta que una tarde llegó aquel telegrama. Regresaba de la Habana a pasar las vacaciones aunque vendría con el marido. Sentí una mezcla de sensaciones: ilusión, celos, ansiedad… No había podido olvidarla ni dejar de sufrir su ausencia.

Aquel viernes la recibieron con lágrimas y besos. Cuando la tuve cerca, su aroma de hembra, acompañado por el largo beso plantado en mis mejillas me transportó a las vivencias de los años anteriores. De nuevo se avivó dentro de mí esa lascivia agazapada tras el silencio de mi soledad, haciéndolo revivir todo.

—Rosa, que lindo se ha puesto el hombre de la casa, lo dejé hecho un chiquillo y en cuatro años encuentro un hombrón —dijo con natural desenfado.

Me sentí rojo, como si el delito lo tuviese escrito en la frente. Mientras conversaba con mi abuela me lanzaba miradas que proyectaban lujuria.

“¿Será que tampoco me olvidó?” – me preguntaba

Lucía hermosa, más refinada. Había venido sola y pensé que el marido se encontraba en La Habana pero la ilusión se deshizo rápidamente como una burbuja.

—¿Y tu marido no vino contigo? —preguntó Mami.

— Carlitos se quedó en casa de los padres, organizando los bultos. Después pasará por aquí.

A duras penas disimulé la decepción, aunque no era bueno revivir el pasado, no me importaba nada. Imaginé que esa noche dormiríamos juntos y quizás, por eso, sumido entre el deseo y la frustración no logré conciliar el sueño.

La siguiente mañana pasó por la casa, puso a mi abuela al día. Creí escuchar que trabajaba en el periódico del esposo como recepcionista o algo parecido. Desde la cama me llegaban palabras sueltas, apenas entendía.

Cuando decidí levantarme, me enteré por mi tía Gladys de su decisión de quedarse en casa, porque el marido debía regresar a La Habana para ultimar unos asuntos de trabajo, regresando en una semana.

Llegó al atardecer, después de la comida me retiré al cuarto pero esta vez las escuché.

—La única cama donde te puedes quedar es la del niño, tendremos que hablarlo con él —decía Gladys.

— Me preocupa que ya Angelito es un hombre y no se verá bien que duerman juntos —observó mi abuela.

—Sí, pero no quiero quedarme en casa de mi suegra teniendo a mi familia cerca.

—Tendrá que irse a la cama de Gladys, es más pequeña y ustedes podrán dormir juntas en la de él.

—Ay María, si nosotros nos criamos juntos, somos como hermanos.

—Lo sé mijita, y no pienso nada malo. Solo que eres una mujer adulta, casada y quizás a Carlos no le parezca bien.

—A ese no tiene que parecerle ni bien ni mal y si no le gusta que aguante. Bastante aburrida me tiene.

—Está bien, pero no es correcto hablar así de tu marido. Te lo dije por él.

—Despreocúpate, él hace lo que yo diga. Ja ja ja.

Cayó la noche. Estábamos frente al televisor mirando la película del sábado. Se sentó a un metro de mi silla, la ansiedad no permitía concentrarme. En realidad, ella era el único motivo para estar ahí.

Vestida con una bata de casa mínima, los ojos se me escapaban en dirección a sus muslos. Conté las horas para acostarnos. Aquella película duró la eternidad. Imaginé su cuerpo junto al mío, penetrándola mientras gemía de placer. Una erección pertinaz comenzó a molestarme. La penumbra de la sala ocultó de mi tía la protuberancia marcada lavajo la ropa. Lucy, por el contrario, atenta, miraba y sonreía con descaro. Cuando por fin se acabó el filme dio un bostezo fingido.

—Tengo tremendo sueño. No puedo más.

Y al decirlo me dirigió una mirada cómplice. Giré con disimulo y su vista trasera inflamó mis ganas. Decidí esperar un rato para esquivar sospechas, simulando desinterés por acostarme hasta que pasaron quince minutos e inventé otro bostezo.

— Voy a dormir —dije y me levanté.

Caminé hacia el cuarto, controlando las ganas de correr. La lámpara estaba encendida, haciéndome recordar los placeres de antaño.

La encontré boca abajo, cubierta con una sábana ligera que mostraba más de la mitad de la espalda y el cabello largo, suelto, ocultando el perfil de su rostro y parte del brazo izquierdo. Fingía dormir, me acosté, quité la sábana y sentí un latigazo en el sexo, poco antes dormido. Deslicé con suavidad las manos sobre los glúteos redondos, notando como su piel se erizada. Con la lengua comencé a recorrer toda la raja hasta la entrada de su vagina. Empinó el cuerpo y abrió las piernas discretamente. Una humedad abundante me recibió como respuesta a mi boca, que perseveraba ávida de su carne.

Y ya no pudo mantenerse quieta, empezó a estremecerse. Sus gemidos fueron en aumento hasta que los gritos ahogados en la almohada dieron la señal de su orgasmo cuyos efluvios generosos inundaron mi rostro.

Luego se volvió y agarró el pene dejando escapar un suspiro tan pronto lo sintió entre las manos.

Lo reparó con toda la lascivia contenida en la mirada, hasta comenzar a menearlo mientras lo atrapaba en la boca haciendo círculos con la lengua. Una corriente poderosa recorrió de súbito mi cuerpo, latiendo con intensidad en la punta de mi sexo aprisionado. Perdí el mundo, cerré los ojos hasta que chorros de esperma salieron disparados como proyectiles, que libaba sobre mis rodillas mientas en ellas sentía caer gotas de su vagina.

Por un rato caímos en un sopor, hasta que se incorporó, se puso en cuatro patas empinando el trasero y ubicó mi verga, nuevamente poderosa, en su vulva. La metí despacio, su grieta volvía a estar estrecha, húmeda y cálida, como siempre. Llegué hasta el final y escuché sus gemidos. Fui aumentando el ritmo, enloquecido más y más hasta que llegó otro éxodo de semen en medio de un orgasmo compartido. Al final mi rostro se acomodó sobre el suyo, acaricié sus mejillas y disfruté una vez más el aroma de su pelo.

Y a la hora reanudamos la batalla, no había descanso. Éramos el hambre del mundo y seguíamos comiendo. Al amanecer, cuando el sueño parecía vencerme, escuché sollozos, fui al baño y la encontré. No quiso explicarme, la abracé con dulzura e intenté consolarla sin palabras, sin hacer preguntas.

Mis caricias desembocaron en deseo y una vez más terminamos jadeando, entrelazando los cuerpos como enredaderas. Con los días, el llanto se volvió recurrente y me confesó.

—Carlos me maltrata. Ante la gente aparenta ser calmado pero cuando estamos a solas se convierte en una bestia.

—¿Te golpea? — pregunté intentando contener la rabia.

—Sobre todo cuando tenemos relaciones. Hace tiempo no quiero estar con él, entonces me lo hace a la fuerza. Dice que así es como le gusta. Siento asco y a veces lo odio, estoy viviendo un infierno.

—Tengo deseos de matarlo.

—No, yo tengo la culpa.

—¿Pero cómo coño me vas a decir que tú eres la culpable?

—De alguna forma lo merezco.

—¿Por qué? — no entendía su actitud.

— Al final lo engaño contigo, no soy buena mujer.

— Pero yo estoy enamorado de ti.

—No digas semejante barbaridad —dijo espantada, tapando mis labios.

Me desesperé, no se me ocurría nada para convencerla y alejarla de su angustia. Nada podía hacer para avanzar en el sueño de que fuese solo mía y entonces llegó la debacle.

III

Nuestra pasión nos absorbió sin advertirlo, el tiempo se volvió corto para el sexo. El sueño, delator, nos envolvió. La mutua dependencia se volvió visible y fuimos descubiertos.

Carlos llegó una mañana. Había acordado que vendría temprano, por eso, al no encontrarla debió molestarse. Mami y Gladys se encontraban en el velorio de una amiga y éramos las únicas almas en casa. Tocó la puerta, todavía dormíamos. Nos costó trabajo salir del marasmo. Después de varios golpes pudimos reaccionar.

—Ya voy, me quedé dormida—gritó.

Su voz sonó culpable, al tiempo que se ponía la bata en medio del nerviosismo.

—¿Quieres que te acompañe? —susurré preocupado.

—No por favor, déjame abrirle yo sola. Tú quédate aquí—respondió suplicante.

La prudencia me dictó obedecer, mi presencia no ayudaría mucho, más bien empeoraría la situación. Desde el cuarto escuché lo que primero fueron murmullos, hasta convertirse en insultos, reclamaciones… golpes.

—So puta, eres una cualquiera—la agria voz llegó acompañada de un sonido parecido a una bofetada.

Salí como un relámpago, saturado de odio, dispuesto a acometer contra la vida de ese hombre. Mi primer golpe lo tomó por sorpresa, pero reaccionó de inmediato con movimientos marciales. Nada pude oponer a su corpulencia, mi bravura no bastó. Terminé con un brazo fracturado, la nariz rota y moretones en el rostro.

—Chiquillo de mierda, te voy a enseñar a respetar a las mujeres ajenas — gritó mientras me pateaba el cuerpo.

—Déjalo ya —alcancé a escuchar la voz quebrada de Lucy seguida por un pesado silencio.

Cayó la noche y aún no sabíamos de Lucy, estábamos angustiados. Gladys llamó al hospital suponiéndola con el marido, pero no estaba. Se topó con la madre de Carlos, que al escuchar su nombre no paró de maldecirla, culpándola por la muerte de su hijo. También culpó a mi abuela, según ella, por apañarlo todo.

Así nos enterábamos de la muerte de Carlos, sin saber de Lucy.

—¿Qué va a ser ahora de esa niña? —mami rompió en llanto, agobiada por la preocupación.

Nadie durmió, varias veces escuché a mi tía y mi abuela conversando. Las mataba la incertidumbre y entre los dolores del cuerpo y la constante ansiedad por no saber su paradero, las horas me parecían eternas. Todo mi sueño se resumió en algunos “pestañazos” a intervalos, anhelando que amaneciera para salir a buscarla.

Con las primeras luces sentimos unas voces que cada vez se volvían cercanas hasta que tocaron a la puerta. Tuve el presentimiento de que algo fatal se nos venía encima y fui el primero en llegar.

—¿Es la casa de María? —indagó el policía de más alto rango.

—¡Sí, soy yo! —la voz de mi abuela salió quebrada por el dolor. Tenía los ojos húmedos y el rostro pálido.

—Supimos de un homicidio ayer en esta casa — el oficial, por un instante, posó su vista sobre mí.

—Yo…yo fui quien… quien lo maté, balbuceé en un intento por salvar a Lucy. ¿Vienen a buscarme?

—Eso lo veremos después. Encontramos el cadáver de una muchacha, dijo con expresión compasiva. Por sus características parece tratarse de su nieta— clavó la vista en mi abuela.

— Necesitamos que alguien nos acompañe para efectuar el reconocimiento.

Mami sufrió un mareo. Gladys la sentó en una butaca y fue a la cocina por agua. Salí corriendo en busca de mi tío Eddy. De vuelta la encontramos restablecida, le midió la presión y la tenía baja. Quiso acompañar a los oficiales, pero mi tío logró convencerla. Decidió ir él. Todos llorábamos, anticipándonos a lo peor. Apenas me sostuve en la débil esperanza de que no fuera Lucy.

Aguardamos una llamada o verla llegar con vida. Cada minuto se convirtió en una agonía, cada hora, un infierno.

Nunca llegó, mi tío llamó a media mañana para confirmarnos la desgracia. No quedó espacio para la duda. Estaba muerta. Había decidido envenenarse.

IV

— A Lucianita la recogí desde pequeña, Angelito no había nacido.

— Una historia triste. El padre era un hombre celoso y la madre se acostaba con cualquiera. Me acuerdo los disgustos que pasaba cuando se comía a Eddy con la vista. Eddy es mi hijo mayor. Mi nuera se ponía celosa, tarde o temprano aquello iba a explotar.

—No, ya para entonces estaba recién graduado y casado con Nory, vivían independientes.

—Pues se comentaba en el barrio que algunas noches metía al amante. Seguro que los celos lo tenían loco, se fue de la guardia. Seguro entró en silencio y escuchó voces. Bueno son imaginaciones mías. Lo cierto es que la descubrió con el querido. Lleno de odio y dolor, tomó un hacha no se sabe de dónde, quizás la trajo de la fábrica. Según la policía bastaron dos golpes, el primero debió ser para Ricardo. Lo encontraron boca abajo con la espalda abierta, supongo que la mujer se aterraría. Los vecinos escucharon un grito, cortado seguramente por el segundo hachazo. Después apareció ahorcado. Dejaron atrás a la niña, por eso me encargué de ella.

—¿Por qué me pregunta eso oficial?

—Está bien, entiendo. Solo tenemos dos cuartos: Uno para mí y mi hija Gladys, en el otro Lucianita y Angelito.

—No quisiera recordar eso teniente. Ver a mi hijita muerta… disculpa… me siento mal…Fue un parto difícil y no resistió, por eso crie a Angelito con lástima.

—¿El padre? Ese fue un mal nacido que desapareció dejando a mi hija embarazada.

—¿Qué habría de malo en que durmiesen juntos? ¿Quién iba a pensar en eso? A fin de cuentas para mí eran como hermanos.

— Bueno sí, todavía me pregunto cómo no me di cuenta. En verdad era difícil imaginarlo porque ella ya era novia de Carlos. Se dejaron pero con el tiempo volvieron.

— Sí, y al poco tiempo se casaron y se mudaron para La Habana, él era periodista.

—Ha sido horrible. Los vecinos me contaron que sangraba y corría hacia la calle tapándose la herida con la mano y resollando.

—Angelito me dijo que Lucianita había ido y regresado de la cocina con un cuchillo, dice que después salió gritando como una demente, pidiendo ayuda.

—Bueno oficial eso es lo que mi nieto dijo.

—Me enteré porque una vecina me llamó. Yo estaba angustiada y no entendía nada. Fui para allá y supe que Carlos llegó vivo al salón de urgencias, aunque en estado crítico. Después supe por una enfermera que lo habían bajado para terapia intensiva. Me fui para la casa y el comentario del barrio lo aclaró todo, no podía creer lo que escuché. Decían que Carlos cogió a Lucianita pegándole los tarros con mi nieto y por poco lo mata a golpes, que si no hubiera sido por ella ahora estaría muerto. Me quedé aturdida. Entonces, cuando vi venir a mi Angelito con un yeso en el brazo y la cara hinchada, me puse a llorar y le pregunté por Luciana. Dijo que no sabía. Me puse peor, le grité que ya estaba enterada de su contubernio. El pobrecito, a pesar de los moretones, se me puso más blanco que un papel.

—¿Carlos? Lo notaba triste, me di cuenta que él y mi nieta estaban distanciados, pensé que lo resolverían. Usted sabe cómo son los jóvenes de hoy; supongo que durante esa semana Angelito y ella…

—Sí, supongo que tuvieron muchas relaciones. Y nosotros ni olimos lo que estaba sucediendo. Mi nieto ha llevado dos semanas tirado como un vegetal, como sin ganas de vivir, nada más se levantaba para bañarse y comer. Yo intenté hablar con él y no me decía una palabra. Bueno, solo sabía repetir Lucy, Lucy, Lucy.

—He estado desesperada con esto de la muerte de mi nieta y con él. Llamé a Eddy para que lo examine, a veces creo que se me ha vuelto loco.

—Sí, mi hijo es doctor, sí es Psiquiatra. Conversó mucho con él hasta que ayer lo sacó de la cama, parece que está mejor. A veces lo miro con disimulo cuando va al baño, al vestirse, desayunar. Quiero estar segura que ya está bien, pero tengo miedo. Eddy me dijo que podría sufrir una recaída.

—¿Por qué me pregunta todo esto oficial?

—Es necesario ciudadana. Su nieto había confesado ser el autor del homicidio. Firme aquí. Con su declaración podemos descartar su culpabilidad.

—¿Eso quiere decir que no tiene problemas?

—Así es. Queda libre de responsabilidad.

V

Lizandra, la amiga de mi tía pasaba casi a diario por la casa. Tenía alrededor de unos cuarenta años pero representaba menos. Poseía una piel y figura envidiables. Antes no me había fijado, primero a causa de Lucy, después por absorberme en los estudios para huir de mis obsesiones, hasta que empecé a mirar sus prominentes glúteos, que me hicieron recordar a quien no volverá.

Escuchaba su conversación de temas banales al tiempo que descubría una mujer sensual, liberal, independiente. Vivía en un caserón inmenso para su soledad y comencé a desearla en secreto.

—Gladys, es una lástima que tu sobrino sea tan estudioso a expensas de disfrutar su juventud.

— Déjalo con sus cosas. Él sabe lo que hace.

—Es una lástima porque es un tipazo de hombre, que desperdicio. Ja, ja, ja.

El frío era cruel esa noche de diciembre, venía de la biblioteca rumbo a casa, acosado de soledades, invadido de remembranzas… un pensamiento me desvió y los pasos me condujeron al postal de su casona. Era la hora de la telenovela y los vecinos se refugiaban dentro de sus casas. Toqué el timbre. La señora abrió, mostrándose sorprendida.

— Quiero estar contigo- le solté.

Avancé un paso y puse una mano en su cintura. Sobrecogida por la sorpresa no pareció disgustarse. Solo interpuso obstáculos.

— Ay Angelito, tú estás loco. No puede ser, tu tía y tu abuela son mis amigas y tú eres un niño para mí, mira…

Continué acariciando mientras acercaba mi cuerpo. Fue rindiéndose hasta terminar fundimos en un beso largo que supo a gloria. Llegamos a su cuarto, tomó mi verga entre las manos con suspiros entrecortados. La despojé de la ropa, abrió las piernas y se la frotó sobre la concha. No pudo más y cuando la tuvo dentro jadeó, gritó, gozó y se le fue el mundo.

Lucy se había vuelto más voluptuosa pero aún demostraba la elasticidad de siempre. Fuera de sí, gritó largas onomatopeyas. Llegó su orgasmo y ya no pude retener el mío.

Nos vestimos. Me miró y a su rostro asomó una risa contagiosa. Salí a la calle, la brisa invernal refrescaba mi rostro y caminé con pasos de animal satisfecho, pero seguía recordando a Lucy con esta lujuria que me dejó en las entrañas.

VI

Tenía el examen final de mi carrera. Abordé un tren a las 6:15 am, pero en esos días y a esa hora los vagones están atestados. Viajan trabajadores, estudiantes, mujeres, niños, ancianos, trapicheros, toda clase de gente. Es un fastidio, prefiero los lugares abiertos.

Encontré un pequeño vacío y al rato el ferrocarril se detuvo para darle paso a una nueva masa, reduciendo mi espacio. Una mujer rubia se situó frente a mí, usaba un pantalón ceñido que insinuaba una nalgas montañosas. No logré ver su rostro, debió ser joven, pues tenía la piel lozana y unas carnes firmes que se atropellaban contra mi pelvis. Olía bien. Sentí rubor porque mi sexo empezó a amenazar con desgarrar la cremallera del pantalón.

—Disculpa- me asombré pronunciando en voz baja una excusa ridícula.

— No tiene importancia- respondió comprensiva.

Adiviné la mueca leve de una sonrisa. “Esta muchacha no puede ser tan loca”, reflexioné.

—¿No te molesto?- entonces vi su rostro veinteañero y la sonrisa inequívoca.

El espacio era mínimo, pero nada la obligó a pegarse. Sus nalgas apretaron mi sexo y sentí mariposas de fuego aleteando en mis deseos. La iluminación estaba como un crepúsculo, entonces froté la cintura, el vientre y las caderas. La piel le ardía.

—¿Te gusta?- susurré con una voz que pareció un beso.

—Me fascina- respondió desvergonzada.

Giró el cuello y nos besamos. Continué acariciándola, restregándome contra su trasero. Lucy introdujo una mano y lo atrapó con hambre, pero el tren llegó y la premura de la muchedumbre nos separó. Ya en el andén la busqué en vano, volvió a desaparecer. Me quedé solo, vacío, mientras batallaba con un mar de acuosidad entre las piernas, sin saber cuándo la reencontraría.

VII

Aguardé el ómnibus, estaba vacío y en la parada siguiente entró una señora refinada, envuelta en carnes. Tenía una expresión peculiar, como si en el rostro tuviera impreso un letrero que rezara: “Soy puta”.

“Siéntate a mi lado”, le ordené con la mirada. Por arte de magia se sentó justo en el asiento contiguo. Mi piel se erizó, su olor de hembra me llenó de deseos, sin embargo estaba sobrecogido por una increíble timidez. Movía la mano inquieto, ya sea hacia el pelo, el rostro o el zíper del portafolio simulando extraer un documento.

—¿Estás nervioso o estresado? — su voz dulce sanó mi parálisis.

—Las dos cosas, no estoy habituado a compartir viaje con una mujer tan hermosa — respondí—.

-Me llamo Ángel.

—Mariana, para servirte en lo que te haga falta—ofreció su mano y vi su deseo saliendo por la mirada.

—¿Cómo Mariana Grajales? —sostuve la mano.

—Sí, pero más hermosa —respondió con sonrisa lasciva.

La encontré fuera de sí, como un volcán a punto de entrar en erupción. Fui perdiendo la cordura y ganando en seguridad. Impúdico, acaricié sus muslos y se dejó hacer con los ojos entrecerrados. El ómnibus llegó.

—Ven conmigo —su semblante era una súplica.

Ando sin frenos. Mariana es un imán. La seguí hasta un lujoso apartamento.

—Vivo aquí. Siéntate cómodo.

Me senté en un amplio sofá. Se arrodilló, abrió la cremallera, extrajo mi pene aún a medio camino y lo contempló.

—Me gustan así, grandes —dijo y lo introdujo en la boca.

Así empezó la locura. Sexo con Lucy a todas horas. No me cansé de su cuerpo. Seguía siendo la misma de antaño, con la piel blanca, tersa, límpida.

—Así, papi, clávame así, estoy necesitada. Dame pinga, quiero mucha pinga. La necesito, así, ahora, duro, duro. —Lucy, la misma Lucy de siempre, fuera de sí, llorando de excitación.

Pasé dos días sin querer o poder trabajar. No tenía fuerzas para rechazarla.

—Perdí mi virginidad a los once años.

—Te lo puedo creer.

—Recuerdo que desde muy niña ya me encantaban los rabos.

—¿Y por qué estás sola?

—Porque soy insaciable y ningún hombre aguanta mi tren.

Nos quedamos en silencio. Sus ojos estaban húmedos.

— Parezco una puta, pero soy muy fiel al hombre que está conmigo.

—¿Te he tratado como a una puta?

—Sé que lo piensas, lo de hoy es porque llevaba un mes sin sexo, estaba muriendo de las ganas.

—Seguro no habías querido. Estoy convencido que no te deben faltar interesados.

— Cualquier hombre no me gusta.

—Claro, te gusto yo aunque no me conozcas —repliqué irónico.

—Si lo dices por lo de antier te equivocas. Desde hace meses te conozco, sé tu nombre, donde trabajas, y hasta parte de tu pasado.

Y en efecto, sabía demasiado de mi vida. Hizo un inventario de mis hechos, incluso hasta de una reciente hospitalización. Me asustó.

—¿Cómo sabes todo eso? —pregunté molesto.

—Cosas mías, pero no te preocupes. Eso le sucede a cualquiera. La vida está llena de presiones.

La seguí mirando. Mi cara debió ser de pocos amigos.

—Perdóname papito, anda —consiguió rendirme a fuerza de caricias.

Decidí pasar la hoja. Me relajé. Estaba allí para disfrutar.

—Eres una puta aunque lo niegues.

—Puta no chico —mordisquea mi oreja — ninfómana.

Tenía razón, era una ninfómana. Ni siquiera yo pude aguantar su ritmo. Comprendí que no era Lucy y al tiempo me alejé, vacío.

VIII

La noche anterior había demorado en conciliar el sueño, no paraba de pensar en Lucy. Cuando logré dormir soñé con ella.

Amaneció y seguía en mi mente, esperaba el autobús. La temperatura era alta desde temprano; asfixiado entre la muchedumbre me alejé hacia un árbol. La parada estaba repleta. La gente iba y venía como hormigas locas, sin rumbo ni destino. Igual que yo por estos tiempos: sin brújula ni objetivo, intentando deshacerme del pasado. Era en vano. Ella se había marchado hacia la eternidad; sin regreso, dejándome recuerdos alimentados por su fantasma.

Cavilando estas cosas noté a pocos metros que una mujer me observaba. Le sonreí, pasó su mano por el pelo, se alisó la ropa y miró el reloj con gesto forzado. Lucía atractiva, aunque apenas le vi el rostro. Siempre borroso, no sé por qué.

Otro día la volví a ver al bajar de un auto. No se percató de mi presencia y caminó afanada hacia la entrada de su trabajo. Alguien la llamó y al girar me vio. Nos miramos unos segundos. Sonreí y devolvió el gesto, tenía su nombre y la dirección del trabajo. Solo restaba su número telefónico. Lo averigué y al marcar los dígitos, una voz de mujer atendió. Pregunté por ella, la llamaron y el sonido de unos pasos llegaron al receptor.

—Buenos días. Soy Ángel, el muchacho de la parada, el que antier viste cuando entrabas al trabajo. ¿Te acuerdas de mí? Necesito tratar un asunto contigo.

Indagó sobre el tema. Su palabra y su voz adquirieron un tono íntimo.

—Es algo demasiado personal para conversarlo por esta vía. ¿Puedo pasar mañana?

Dijo que sí.

Fui la siguiente tarde. Era la directora de no sé qué departamento. Esperé unos minutos. Al fin la recepcionista me mandó a pasar.

Entré y al verme sonrió, parecía nerviosa. Me invitó a sentar en una silla cercana a su buró. La miré a los ojos, sintiéndome dueño de la situación. Su belleza era sensual. Aparentemente no había podido controlar la ansiedad, sus manos temblaban, las tomé y me puse de pie.

—Esto parece muy extraño. Tanto que vine a conversar contigo y las palabras se vuelven innecesarias, como si ya nos hubiésemos dicho todo— lo dije serio, solemne.

Nos interrumpió el sonido de la puerta. Retiré las manos.

—Me voy— anunció la secretaria.

Nos quedamos solos. Volví a levantarme, la atraje y no opuso resistencia. Se dejó llevar. La besé y su cuerpo vibró entre mis brazos. Rozó mi pene con disimulo. Ahora su faz se había vuelto nítida como la luz. Vi a Lucy, una Lucy ejecutiva. Extraje mi trozo, lo situé en su boca ávida y comenzó a succionar con la voracidad de un agujero negro, irresistible. No aguanté más y sentí el cuerpo, la conciencia y la vida escapándose a chorros. Uno, dos, tres, cuatro, cinco…, lo de no acabar. Todos desembocando en la garganta, la boca, la lengua, las mejillas, los ojos y el pelo de Lucy.

De repente volví a la realidad, miré el reloj, 9:00 am. Se fue el autobús, la mujer desapareció y me ha cogido tarde. Mientras, continúo apresado por el fantasma de Lucy..

IX

Estabas desnuda Lucy, desnuda conmigo. Comencé en tu pelo, tu nuca, las orejas…

Bajé a los hombros, brazos, antebrazos, la palma de la manos, los dedos. Después a tu espalda y tu columna. Descendí por las caderas. Trabajé bien suave en tu coxis. Sobé con malicia tus nalgas. Continué hasta los muslos y las pantorrillas, la planta de los pies, dedos, subí nuevamente a los muslos, las nalgas..

Otra vez entre los muslos, la zona entre el ano y la vulva, acaricié sus labios. Ya podía sentir la humedad y tus piernas se abrieron involuntariamente. Tu cuerpo se arqueó como un reflejo empinando las nalgas. Dejé salir mi pene que palpitaba en tu entrepierna. Sentí el deseo de tu vagina mojada y te penetré despacio.

Gemiste de placer y entré lentamente, hasta el fondo. Te movías y jadeabas de goce y yo seguía entrando y saliendo sin apuro pero con firmeza, mientras te hablaba con dulzura las palabras más sucias que jamás escucharon tus oidos…hasta que tu cuerpo se paralizó y llegaste a un orgasmo largo y potente que te dejó exhausta…y te acaricié y al rato te giraste y nos abrazamos con ternura… al instante nos envolvió otra vez la pasión y me comiste los labios y te penetré nuevamente más y más y más y te llegó otro orgasmo y yo no pude retener el mío y solté palabras como un loco y no supe ni lo que dije y grité y te solté mis líquidos que se derramaron en tu cuerpo, mientras me regalabas esa mirada húmeda de hembra enamorada que se transformó de repente en el rictus de disgusto de una mujer ajena a la que abracé con fuerzas mientras decía tu nombre.

X

Continué explorando cuerpos de mujeres, buscaba a Lucy en cada una. Me resistía a creerla muerta. Entonces resolví dejarme llevar, aceptar la creencia de que estaba viva y esperar su regreso.

Estuve un mes en La Universidad Complutense de Madrid, dictando conferencias de verano, me hizo bien el viaje, huir de lo que me rondaba se había vuelto un analgésico.

En septiembre comenzó el curso lectivo y regresé. Sea por un grupo de conferencias en el extranjero, por la culminación de un libro, o varios artículos para una revista, me ausenté el curso anterior.

Desde la primera semana vi una profesora nueva. Vestía ropa blanca, siempre blanca. Destilaba una pureza rara, mezclada de sensualidad. En mi mente no pudo ser otra. ¡Era Lucy y estaba viva! Ahora reaparecía como la nítida confirmación de mi fe.

La esperé tanto… por eso reencontrarla me causó una honda impresión. Encontré una Lucy madura, pero su hermosura no sufrió el paso del tiempo. Me atrajo con el magnetismo del pasado. Al principio no me acerqué, el reencuentro no dejó de impactarme. Decidí observarla cada tarde cuando salía del edificio docente. Mis ojos la acompañaban hasta perderse. Siempre sola, abstraída de su entorno.

Los días pasaron, no cesé de contemplarla. No obstante, aparentó ignorarme, a pesar de todo. Me pareció extraño y sumamente doloroso. Por más que hayan transcurrido dos décadas, era imposible que no me reconociera.

Mi familia la dio por fallecida y lloró al ver su cuerpo descender a la voracidad de la tierra. Por esa causa no entendía su actitud, su desaparición, dejando tras de sí una traza de dolor. Es lo único que podría otorgar significado a mis actos. Lo contrario significaría el caos. Decidí confrontarla, tendría que ofrecerme la explicación de su alejamiento.

Esperé a la salida, meses de vigilancia me hicieron saber sus rutas y horarios. Vendría siempre sola.

La duda pronto sería disipada, ya frente a ella, no podría mantener la ceguera. La ansiedad comenzó a crecer según iban transcurriendo los minutos. La tarde empezó a declinar, cediendo paso a la noche.

Al fin, ya entre luces, la divisé. Intuí la realidad. Regresó, sí, pero no como aquella chica que me amó y por años dibujé en el recuerdo. Esta era una Lucy indiferente. No entendía su ignorancia. Yo era un hombre reputado, conocido en el mundo, eso me desconcertaba. Controlé los nervios, avancé hacia ella y me interpuse en su camino.

Su rostro permaneció impasible.

—Lucy, llevo un siglo esperándote — dije ansioso.

Un rictus se dibujó en los labios, o una sonrisa, no sé. Me costó discernir sus pensamientos. Intentó proseguir la marcha y la detuve con rudeza.

—Atiéndeme. No puede ser que continúes desconociéndome.

—Por favor, regresa a donde estabas, no puedes permanecer aquí— mostró con firmeza el edificio docente. Me sentí contrariado

Acto seguido reanudó la marcha. Yo no comprendía. ¿Será Lucy en verdad? Por un instante dudé. Pensé (solo por un instante) que otra alma invadió su materia, no era ella en verdad, pero no, nunca he sido dado a creer tonterías. No estaba loco, era Lucy, sus ojos, su boca, su pelo, su cuerpo. Solo su actitud había cambiado, mostrándose hostil.

Aunque intentó poner distancia fue en vano. Seguí tras ella perseverante, de nada le resultaría huir. Conocía su domicilio, se encontraba a doscientos metros de la Universidad. Un sitio campestre, solitario y de mucha vegetación. La perseguí, a mí ninguna mujer me desprecia. Ella, que me amó desde la adolescencia no iba a ser la excepción. ¿Quién lo diría? Lucy, la misma Lucy rechazándome. Una raíz de amargura empezó a retoñar desde mi alma.

A pocos metros, sentí el olor de su piel. El hambre de su carne desordenó mis sentidos y me acerqué más. Lo notó y apuró el paso, huía como si fuese un violador, un monstruo, o algo peor. Me temía y no lograba entenderla. En el pasado jamás temió.

Corrí, gritó en vano. Nadie podía escucharla. Era yo quien la perseguía y al mismo tiempo no. No sé explicarlo. La alcancé, la agarré con fuerza e intentó pedir auxilio. Mis manos lo impidieron. Golpeó, forcejeó, luchó por escapar de mis brazos como tenazas, sin zafarse. No paré de abrazarla contra mi cuerpo…

—Te amo Lucy. Te amo. Si regresaste no me abandones jamás — imploré entre lágrimas.

Sus gritos se fueron ahogando en mi pecho, cayó rendida en mis brazos. Al fin me sentí dichoso. Me comparé al poeta, era mi amada inmóvil. Ahora partiré tras ella: mi lujuria y mi dios.

XI

Eduardo Méndez no acudió esa mañana al Hospital. Como presidente del tribunal docente tenía a su cargo el examen estatal de los residentes de psiquiatría. Todo transcurrió con normalidad.

Al mediodía, ya en su casa, almuerza y decide tomarse la tarde libre.

La semana ha sido intensa. La noche del miércoles estuvo de guardia y no tuvo descanso el día siguiente.

—Que nadie moleste— pide a su mujer— si el teléfono suena no lo levantes.

Despierta a las 6:30 pm. con un mal presentimiento. Tuvo un sueño horrible, le preocupa el sobrino Ángel, que sufre trastornos delirantes. Cada vez va peor. Afuera anochece. Va rumbo a la cocina, su mujer está allí y la sorprende con un abrazo. Ella sonríe, gira y lo ve preocupado. Le sirve una taza de café.

—Eddy, hace rato ese teléfono no para de sonar.

Llama al hospital, contacta a su amigo, el doctor Ramos, que está de guardia. El teléfono suena ocupado, insiste en vano, entonces llama a la sala contigua. Después de varios timbres levantan el teléfono pero lo dejan descolgado. Percibe alboroto y alcanza a escuchar voces; alguien menciona su nombre. Presiente lo peor y decide ir al hospital. Al colgar llaman a la puerta.

Es Ramos, tiene el rostro tenso.

—Llevo horas llamándote al móvil y al fijo.

—¿Qué sucedió?

Ramos comienza a dar rodeos y a repetir el nombre de Angelito en un titubeo que lo desespera.

—¿Qué pasa con mi sobrino? Di lo que tengas que decir cojones —grita.

—Angelito mató a una enfermera.

Una sensación de temor y dolor nace en el vientre, recorriendo su cuerpo, debilitando las piernas.

—¡Oh Dios mío! —susurra cubriéndose el rostro.

La boca se le reseca de amargura. Un silencio grave se apodera del ambiente. Mira a su colega y comprende que no todo está dicho.

—¿Hay algo más? —inquiere angustiado.

—Lo peor, mi hermano, es que hace una hora se acaba de matar.

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