Relato “Delirios”, capítulo 3

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III

Nuestra pasión nos absorbió y el tiempo se volvió corto para el sexo. El sueño, delator, nos engañó. La mutua dependencia se hizo visible y fuimos descubiertos.

Carlos llegó una mañana. Había acordado que vendría temprano, por eso, al no hallarla debió molestarse. Mami y Gladys se encontraban en el velorio de una amiga y éramos las únicas almas en casa. Tocó la puerta, todavía dormíamos. Nos costó trabajo salir del marasmo. Después de varios golpes pudimos reaccionar.

—Ya voy, me quedé dormida—gritó.

Su voz sonó culpable, al tiempo que se vestía en medio del nerviosismo.

—¿Quieres que te acompañe? —susurré preocupado.

—No por favor, déjame abrirle yo sola. Tú quédate aquí—respondió suplicante.

La prudencia me dictó obedecer, mi presencia no ayudaría mucho, más bien empeoraría la situación. Desde el cuarto escuché lo que primero fueron murmullos, hasta convertirse en insultos, reclamaciones… golpes.

—So puta, eres una cualquiera—la agria voz llegó acompañada de un sonido parecido a una bofetada.

Salí como un relámpago, saturado de odio, dispuesto a acometer contra la vida de ese hombre. Mi primer golpe lo tomó por sorpresa, pero reaccionó de inmediato con movimientos marciales. Nada pude oponer a su corpulencia, mi bravura no bastó. Terminé con un brazo fracturado, la nariz rota y moretones en el rostro.

—Chiquillo de mierda, te voy a enseñar a respetar a las mujeres ajenas — gritó mientras me pateaba el cuerpo.

—Déjalo ya —alcancé a escuchar la voz quebrada de Lucy seguida por un pesado silencio.

Cayó la noche y aún no sabíamos de Lucy, estábamos angustiados. Gladys llamó al hospital suponiéndola con el marido, pero no estaba. Se topó con la madre de Carlos, que al escuchar su nombre no paró de maldecirla, culpándola por la muerte de su hijo. También culpó a mi abuela, según ella, por apañarlo todo.

Así nos enterábamos de la muerte de Carlos, sin saber de Lucy.

—¿Qué va a ser ahora de esa niña? —mami rompió en llanto, agobiada por la preocupación.

Nadie durmió, varias veces escuché a mi tía y mi abuela conversando. Las mataba la incertidumbre y entre los dolores del cuerpo y la constante ansiedad por no saber su paradero, las horas me parecían eternas. Todo mi sueño se resumió en algunos “pestañazos” a intervalos, anhelando que amaneciera para salir a buscarla.

Con las primeras luces sentimos unas voces que cada vez se volvían cercanas hasta que tocaron a la puerta. Tuve el presentimiento de que algo fatal se nos venía encima y fui el primero en llegar.

—¿Es la casa de María? —indagó el policía de más alto rango.

—¡Sí, soy yo! —la voz de mi abuela salió quebrada por el dolor. Tenía los ojos húmedos y el rostro pálido.

—Supimos de un homicidio ayer en esta casa — el oficial, por un instante, posó su vista sobre mí.

—Yo…yo fui quien… quien lo maté, balbuceé en un intento por salvar a Lucy. ¿Vienen a buscarme?

—Eso lo veremos después. Encontramos el cadáver de una muchacha, dijo con expresión compasiva. Por sus características parece tratarse de su nieta— clavó la vista en mi abuela.

— Necesitamos que alguien nos acompañe para efectuar el reconocimiento.

Mami sufrió un mareo. Gladys la sentó en una butaca y fue a la cocina por agua. Salí corriendo en busca de mi tío Eddy. De vuelta la encontramos restablecida, le midió la presión y la tenía baja. Quiso acompañar a los oficiales, pero mi tío logró convencerla. Decidió ir él. Todos llorábamos, anticipándonos a lo peor. Apenas me sostuve en la débil esperanza de que no fuera Lucy.

Aguardamos una llamada o verla llegar con vida. Cada minuto se convirtió en una agonía, cada hora, un infierno.

Nunca llegó, mi tío llamó a media mañana para confirmarnos la desgracia. No quedó espacio para la duda. Estaba muerta. Había decidido envenenarse.

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