Relato “Delirios”, capítulo 2


II
Se casó y hubo llantos, abrazos y promesas. No quise despedirme. Esa tarde me marché a un lugar distante, donde nadie me viera. Necesitaba estar lejos, rumiar la rabia y el dolor alojado en el pecho. Me sorprendió el crepúsculo odiando y maldiciendo a Lucy por aquella despedida.
Jamás la vi. Solo supe de ella por alguna correspondencia dirigida a mi abuela.
Definitivamente quería olvidarla pero todavía no me explico de qué modo logré disimular tanto dolor y terminar los años del preuniversitario.
Hasta que una tarde llegó aquel telegrama. Regresaba de la Habana a pasar las vacaciones aunque vendría con el marido. Sentí una mezcla de sensaciones: ilusión, celos, ansiedad… No había podido olvidarla ni dejar de sufrir su ausencia.
Aquel viernes la recibieron con lágrimas y besos. Cuando la tuve cerca, su aroma de hembra, acompañado por el largo beso plantado en mis mejillas me transportó a las vivencias de los años anteriores. De nuevo se avivó dentro de mí esa lascivia agazapada tras el silencio de mi soledad, haciéndolo revivir todo.
—Rosa, que lindo se ha puesto el hombre de la casa, lo dejé hecho un chiquillo y en cuatro años encuentro un hombrón —dijo con natural desenfado.
Me sentí rojo, como si el delito lo tuviese escrito en la frente. Mientras conversaba con mi abuela me lanzaba miradas que proyectaban lujuria.
“¿Será que tampoco me olvidó?” – me preguntaba
Lucía hermosa, más refinada. Había venido sola y pensé que el marido se encontraba en La Habana pero la ilusión se deshizo rápidamente como una burbuja.
—¿Y tu marido no vino contigo? —preguntó Mami.
— Carlitos se quedó en casa de los padres, organizando los bultos. Después pasará por aquí.
A duras penas disimulé la decepción, aunque no era bueno revivir el pasado, no me importaba nada. Imaginé que esa noche dormiríamos juntos y quizás, por eso, sumido entre el deseo y la frustración no logré conciliar el sueño.
La siguiente mañana pasó por la casa, puso a mi abuela al día. Creí escuchar que trabajaba en el periódico del esposo como recepcionista o algo parecido. Desde la cama me llegaban palabras sueltas, apenas entendía.
Cuando decidí levantarme, me enteré por mi tía Gladys de su decisión de quedarse en casa, porque el marido debía regresar a La Habana para ultimar unos asuntos de trabajo, regresando en una semana.
Llegó al atardecer, después de la comida me retiré al cuarto pero esta vez las escuché.
—La única cama donde te puedes quedar es la del niño, tendremos que hablarlo con él —decía Gladys.
— Me preocupa que ya Angelito es un hombre y no se verá bien que duerman juntos —observó mi abuela.
—Sí, pero no quiero quedarme en casa de mi suegra teniendo a mi familia cerca.
—Tendrá que irse a la cama de Gladys, es más pequeña y ustedes podrán dormir juntas en la de él.
—Ay María, si nosotros nos criamos juntos, somos como hermanos.
—Lo sé mijita, y no pienso nada malo. Solo que eres una mujer adulta, casada y quizás a Carlos no le parezca bien.
—A ese no tiene que parecerle ni bien ni mal y si no le gusta que aguante. Bastante aburrida me tiene.
—Está bien, pero no es correcto hablar así de tu marido. Te lo digo por él.
—Despreocúpate, él hace lo que yo diga. Ja ja ja.
Cayó la noche. Estábamos frente al televisor mirando la película del sábado. Se sentó a un metro de mi silla, la ansiedad no permitía concentrarme. En realidad, ella era el único motivo para estar ahí.
Vestida con una bata de casa mínima, los ojos se me escapaban en dirección a sus muslos. Conté las horas para acostarnos. Aquella película duró la eternidad. Imaginé su cuerpo junto al mío, penetrándola mientras gemía de placer. Una erección pertinaz comenzó a molestarme. La penumbra de la sala ocultó de mi tía la protuberancia marcada bajo la ropa. Lucy, por el contrario, atenta, miraba y sonreía con descaro. Cuando por fin se acabó el filme dio un bostezo fingido.
—Tengo tremendo sueño. No puedo más.
Y al decirlo me dirigió una mirada cómplice. Giré con disimulo y su vista trasera inflamó mis ganas. Decidí esperar un rato para esquivar sospechas, simulando desinterés por acostarme hasta que pasaron quince minutos e inventé otro bostezo.
— Voy a dormir —dije y me levanté.
Caminé hacia el cuarto, controlando las ganas de correr. La lámpara estaba encendida, haciéndome recordar los placeres de antaño.
La encontré boca abajo, cubierta con una sábana ligera que mostraba más de la mitad de la espalda y el cabello largo, suelto, ocultando el perfil de su rostro y parte del brazo izquierdo. Fingía dormir, me acosté, quité la sábana y sentí un latigazo en el sexo, poco antes dormido. Deslicé con suavidad las manos sobre los glúteos redondos, notando como su piel se erizada. Con la lengua comencé a recorrer toda la raja hasta la entrada de su vagina. Empinó el cuerpo y abrió las piernas discretamente. Una humedad abundante me recibió como respuesta a mi boca, que perseveraba ávida de su carne.
Y ya no pudo mantenerse quieta, empezó a estremecerse. Sus gemidos fueron en aumento hasta que los gritos ahogados en la almohada dieron la señal de su orgasmo cuyos efluvios generosos inundaron mi rostro.
Luego se volvió y agarró el pene dejando escapar un suspiro tan pronto lo sintió entre las manos.
Lo reparó con toda la lascivia contenida en la mirada, hasta comenzar a menearlo mientras lo atrapaba en la boca haciendo círculos con la lengua. Una corriente poderosa recorrió de súbito mi cuerpo, latiendo con intensidad en la punta de mi sexo aprisionado. Perdí el mundo, cerré los ojos hasta que chorros de esperma salieron disparados como proyectiles, que libaba sobre mis rodillas mientas en ellas sentía caer gotas de su vagina.
Por un rato caímos en un sopor, hasta que se incorporó, se puso en cuatro patas empinando el trasero y ubicó mi verga, nuevamente poderosa, en su vulva. La metí despacio, su grieta volvía a estar estrecha, húmeda y cálida, como siempre. Llegué hasta el final y escuché sus gemidos. Fui aumentando el ritmo, enloquecido más y más hasta que llegó otro éxodo de semen en medio de un orgasmo compartido. Al final mi rostro se acomodó sobre el suyo, acaricié sus mejillas y disfruté una vez más el aroma de su pelo.
Y a la hora reanudamos la batalla, no había descanso. Éramos el hambre del mundo y seguíamos comiendo. Al amanecer, cuando el sueño parecía vencerme, escuché sollozos, fui al baño y la encontré. No quiso explicarme, la abracé con dulzura e intenté consolarla sin palabras, sin hacer preguntas.
Mis caricias desembocaron en deseo y una vez más terminamos jadeando, entrelazando los cuerpos como enredaderas. Con los días, el llanto se volvió recurrente y me confesó.
—Carlos me maltrata. Ante la gente aparenta ser calmado pero cuando estamos a solas se convierte en una bestia.
—¿Te golpea? — pregunté intentando contener la rabia.
—Sobre todo cuando tenemos relaciones. Hace tiempo no quiero estar con él, entonces me lo hace a la fuerza. Dice que así es como le gusta. Siento asco y a veces lo odio, estoy viviendo un infierno.
—Tengo deseos de matarlo.
—No, yo tengo la culpa.
—¿Pero cómo coño me vas a decir que tú eres la culpable?
—De alguna forma lo merezco.
—¿Por qué? — no entendía su actitud.
— Al final lo engaño contigo, no soy buena mujer.
— Pero yo estoy enamorado de ti.
—No digas semejante barbaridad —dijo espantada, tapando mis labios.
Me desesperé, no se me ocurría nada para convencerla y alejarla de su angustia. Nada podía hacer para avanzar en el sueño de que fuese solo mía y entonces llegó la debacle.