Relato “Delirios”, capítulo 10

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X

Continué explorando cuerpos de mujeres, buscaba a Lucy en cada una. Me resistía a creerla muerta. Entonces resolví dejarme llevar, aceptar la creencia de que estaba viva y esperar su regreso.

Estuve un mes en La Universidad Complutense de Madrid, dictando conferencias de verano, me hizo bien el viaje, huir de lo que me rondaba se había vuelto un analgésico.

En septiembre comenzó el curso lectivo y regresé. Sea por un grupo de conferencias en el extranjero, por la culminación de un libro, o varios artículos para una revista, me ausenté el curso anterior.

Desde la primera semana vi una profesora nueva. Vestía ropa blanca, siempre blanca. Destilaba una pureza rara, mezclada de sensualidad. En mi mente no pudo ser otra. ¡Era Lucy y estaba viva! Ahora reaparecía como la nítida confirmación de mi fe.

La esperé tanto… por eso reencontrarla me causó una honda impresión. Encontré una Lucy madura, pero su hermosura no sufrió el paso del tiempo. Me atrajo con el magnetismo del pasado. Al principio no me acerqué, el reencuentro no dejó de impactarme. Decidí observarla cada tarde cuando salía del edificio docente. Mis ojos la acompañaban hasta perderse. Siempre sola, abstraída de su entorno.

Los días pasaron, no cesé de contemplarla. No obstante, aparentó ignorarme, a pesar de todo. Me pareció extraño y sumamente doloroso. Por más que hayan transcurrido dos décadas, era imposible que no me reconociera.

Mi familia la dio por fallecida y lloró al ver su cuerpo descender a la voracidad de la tierra. Por esa causa no entendía su actitud, su desaparición, dejando tras de sí una traza de dolor. Pero necesitaba pensar que su amor era real, más allá de sus defectos. Es lo único que podría otorgar significado a mis actos. Lo contrario significaría el caos.

Decidí confrontarla, tendría que ofrecerme la explicación de su alejamiento.

Esperé a la salida, meses de vigilancia me hicieron saber sus rutas y horarios. Vendría siempre sola.

La duda pronto sería disipada, ya frente a ella, no podría mantener la ceguera. La ansiedad comenzó a crecer según iban transcurriendo los minutos. La tarde empezó a declinar, cediendo paso a la noche.

Al fin, ya entre luces, la divisé. Intuí la realidad. Regresó, sí, pero no como aquella chica que me amó y por años dibujé en el recuerdo. Esta era una Lucy indiferente. No entendía su ignorancia. Yo era un hombre reputado, conocido en el mundo, eso me desconcertaba. Controlé los nervios, avancé hacia ella y me interpuse en su camino.

Su rostro permaneció impasible.

—Lucy, llevo un siglo esperándote — dije ansioso.

Un rictus se dibujó en los labios, o una sonrisa, no sé. Me costó discernir sus pensamientos. Intentó proseguir la marcha y la detuve con rudeza.

—Atiéndeme. No puede ser que continúes desconociéndome.

—Por favor, regresa a donde estabas, no puedes permanecer aquí— mostró con firmeza el edificio docente. Me sentí contrariado

Acto seguido reanudó la marcha. Yo no comprendía. ¿Será Lucy en verdad? Por un instante dudé. Pensé (solo por un instante) que otra alma invadió su materia, no era ella en verdad, pero no, nunca he sido dado a creer tonterías. No estaba loco, era Lucy, sus ojos, su boca, su pelo, su cuerpo. Solo su actitud había cambiado, mostrándose hostil.

Aunque intentó poner distancia fue en vano. Seguí tras ella perseverante, de nada le resultaría huir. Conocía su domicilio, se encontraba a doscientos metros de la Universidad. Un sitio campestre, solitario y de mucha vegetación. La perseguí, a mí ninguna mujer me desprecia. Ella, que me amó desde la adolescencia no iba a ser la excepción. ¿Quién lo diría? Lucy, la misma Lucy rechazándome. Una raíz de amargura empezó a retoñar desde mi alma.

A pocos metros, sentí el olor de su piel. El hambre de su carne desordenó mis sentidos y me acerqué más. Lo notó y apuró el paso, huía como si fuese un violador, un monstruo, o algo peor. Me temía y no lograba entenderla. En el pasado jamás temió.

Corrí, gritó en vano. Nadie podía escucharla. Era yo quien la perseguía y al mismo tiempo no. No sé explicarlo. La alcancé, la agarré con fuerza e intentó pedir auxilio. Mis manos lo impidieron. Golpeó, forcejeó, luchó por escapar de mis brazos como tenazas, sin zafarse. No paré de abrazarla contra mi cuerpo…

—Te amo Lucy. Te amo. Si regresaste no me abandones jamás — imploré entre lágrimas.

Sus gritos se fueron ahogando en mi pecho, cayó rendida en mis brazos. Al fin me sentí dichoso. Me comparé al poeta, era mi “amada inmóvil”. Ahora partiré tras ella: mi lujuria y mi dios.

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