Pepito Marianao, tan solo…
Ya casi cumple 90 y de sus mejores años solo queda el recuerdo. El rostro parece rejuvenecer cuando evoca la vida habanera de los años 50 . Su nombre es José, entonces le llamaban Pepito, Pepito Marianao, un proxeneta que haría recordar al mismísimo Yarini.
Un cuadro con su foto de la juventud, cuelga en el maltrecho cuarto. Se observa a un señor de pelo lacio, negro, ondeado, con rostro anguloso, un bigote mínimo a la usanza de la moda de entonces y el mentón pronunciado. Vestido con un pantalón de dril 100, camisa negra y zapatos de dos tonos. En efecto, un hombre elegante y atractivo.
Nació en Guane, Pinar del Río, pero se marchó para La Habana a los 16. No le gustaba el trabajo agrícola y tenía sueños de grandeza. En la capital tenía un tío, que era dueño de una bodega y con él trabajó varios años, aunque también aprendió múltiples oficios: barbero, talabartero, electricista, panadero…
Se casó a los 20 con una joven recién llegada de Pinar, le dio cinco hijos y fue la esposa de siempre, sumisa.
Hasta que definitivamente encontró en la prostitución la vía para convertirse en un hombre adinerado. Llegó a poseer dos burdeles en Marianao, de ahí su mote.
Me confiesa que no fue buen esposo ni padre. Disfrutaba una vida de mujeres y billetera abultada y apenas atendió a la familia. Con todo, los quinces de sus 3 hijas, a mediados de los 60, fueron la envidia del vecindario, me dice con orgullo. Vivía en una mansión hoy convertida en cuartería.
-¿Y cómo es que paraste aquí? – pregunto y veo desaparecer la luz del semblante arrugado.
Estuvo preso, por asuntos de faldas. Una de sus amantes era la esposa de un “pincho” y de este recibió dos tiros, uno rozó el cuello, sin la menor trascendencia, pero el otro le afectó la cadera de por vida, de ahí la leve cojera que se advierte al caminar.
Para sumar desgracias, el hijo mayor emigró ilegalmente hacia los Estados Unidos. Enrolado en un barco pesquero, no lo pensó dos veces ante la cercanía de un similar mexicano. Tomó un pequeño bote y llegó hasta allí. Los mexicanos optaron por acogerlo, a pesar de los reclamos de la tripulación cubana.
Corría el año 69. Con un pasado de proxeneta, expresidiario y un hijo en Los EE.UU, la familia era mal vista en la cuadra. Para colmo se sumaba el rumor de que había sido chivato en la época de Batista. Él siempre lo negó, pero muchos lo creían.
La única esperanza residía en las cartas de su hijo que estaba cómodamente instalado bajo la égida de sus hermanos, dos expolicías batistianos que emigraron en el 59, y ahí vio una gran oportunidad para emigrar. A la esposa, con problemas psiquiátricos, le convenía vivir cerca de la familia en Pinar.
Entonces decidió dar un paso arriesgado, una permuta con dinero de vuelto hacia una casa de campo, donde iría a pasar los últimos meses que le quedaban en Cuba. Pero no pudieron irse.
Ahora, bien anciano, malvive la vejez en el cuartucho de una hija, la única que lo atiende. Olvidado por el resto de los hijos, y por los parientes de Miami, que nunca le enviaron remesas por no enriquecer a los Castro.