Novela corta “Más allá del pecado”, capítulo 8
VIII
–Gutiérrez dice que antes de irte por la tarde pases por su oficina. Tiene una propuesta para ti– me dice la recepcionista
A las 5:00 PM pasé por el despacho. Me preocupaba un poco esa propuesta, aunque en ningún caso me dejaría imponer responsabilidades administrativas. Anarquista y amante a ultranza de la libertad, no tolero ser gobernado.
– En la última semana del mes es el Seminario Internacional de Temas Penales de La Habana. ¿Quieres participar?– lo noté expectante de mi respuesta.
Tenía más de sesenta años y llevaba mucho tiempo dirigiendo. Una persona seria que parecía conducirse con integridad en ese ambiente de corrupción e hipocresía. Aunque demasiado parco para mostrar las emociones, intuía su afecto.
–¿Cómo es eso? Explíqueme– permanecí impasible. No quise parecer interesado.
–Como podrás imaginar la inscripción para este seminario no es gratis. La Unión de Juristas me otorgó dos plazas gratuitas, una por mis méritos laborales, según dijeron. La otra te la otorgo a ti.
–No entiendo…– desconfié.
A pesar de su trato entre nosotros se interponía un abismo de diferencias.
– Oye chico, deja de ser desconfiado– me interrumpió.– No hay nada que entender; eres uno de nuestros más jóvenes abogados y el único que ha manifestado desear un título de master en penal. No comas mierda. Este evento otorga diez y seis créditos académicos. Es importante para ti.
En el Aula Magna de La Universidad de La Habana, con la presencia de juristas cubanos y extranjeros, se hizo la gala de inauguración. Tan pronto terminó abordé la guagua rumbo al extremo oeste de la ciudad, donde teníamos hospedaje los procedentes de provincia. Al llegar vi un muro de piedras que ocultaba la residencia, a la cual se accedía por un portón. Una vez dentro se encontraba una casona de dos pisos y un patio espacioso. En la parte trasera había una piscina asimétrica, con una especie de filtro que permitía al agua salir y volver en completa purificación. Debió pertenecer a alguien de la burguesía cubana por los años 50 del siglo pasado. En fecha menos distantes fue de un “maceta” que abandonó el país en los 90, siendo confiscada y entregada a la Unión de Juristas de Cuba como lugar de actividades.
Una vez instalado, cuando el sol declinaba, salí a la terraza. Habían llegado todos los huéspedes. La soledad de la estancia se había esfumado, sin embargo, se encontraban pocas personas en la piscina. Una de ellas capturó mi atención. Era una muchacha pelirroja, delgada, de piel canela, con movimientos sensuales y rostro agradable. Me sonrió y la saludé con gesto ambiguo. A partir de entonces no cesamos de mirarnos. “No puede ser”– pensé. Con excepción de la delgadez y el pelo rojizo la semejanza física con aquella casi olvidada muchacha resultaba sorprendente.
Resistí sus miradas provocativas pero en mi mente se había sembrado una semilla de deseo que me robaba la paz. Había determinado, y hasta entonces cumplido, serle fiel a mi esposa.
Al otro día regresábamos de las ponencias. Se situó en el asiento contiguo. Se llamaba Irene. De Santa Clara. Poseía un master en derecho penal y A pesar de no rebasar los treinta. Era profesora titular en La Universidad Central de Las Villas. Trabajaba en el doctorado. La tesis disertaba sobre la punibilidad de los actos preparatorios.
–Un trabajo científico que aportará mucho a la comprensión de esta fase del iter criminis”–expresó entusiasmada
Alegre, cautivadora, inteligente y pletórica de energía. Pero su rasgo más seductor era la mezcla de desenfado con el parecido a Odalys, produciendo un coctel que atraía como el imán.
–¿Hoy sí te vas a bañar conmigo, verdad?
–No puedo, me enamoraría de ti y tengo hecho votos de castidad– respondí jocoso, más por rechazar con elegancia su invitación que por resultar gracioso.
Sonrió enigmática. No pude descifrar si de frustración o paciencia. Opté por alejarme. “Será como una prueba, resisto esta semana y de nuevo estaré con mi mujer”– pensé.
Y empecé a huirle. La táctica pareció resultar porque dejó de acercarse. Pero al tercer día decidió insistir. No pude aguantar. Las defensas se derrumbaron, pues a pesar de mi compromiso personal llevaba días sin sexo.
Llegó el jueves y nos encontramos en la piscina. El sol comenzaba a ocultarse en las nubes del noroeste. Tenía un short corto y blusa escotada. Me sentí sacudido por las hormonas. Bajé a la terraza y mis ojos se clavaron en sus pronunciadas curvas.
–Al fin me vas a hacer compañía, tan solita y desvalida que estoy– expresó con ñoñería coqueta. No respondí. –Y tú que hablabas de promesas de castidad… Nunca pensé que fueras así, tan irresponsable– prosiguió burlona.
Molesto, hice ademán de marcharme pero reaccionó con rapidez felina.
–Hay chico quédate, no te molestes conmigo ni te hagas de rogar.
Y todo se vino abajo. Esa noche, dominado por un ardor implacable, la penetré tras la arboleda del patio. A la mañana, de mutuo pacto, no asistimos a las conferencias. Nos quedamos en una habitación. Tuvimos sexo durante todo el día como animales hambrientos. Y el sábado fuimos a la clausura cogidos de las manos. Perecíamos dos viejos esposos. Al terminar el brindis nos despedimos con un largo abrazo e intercambiamos teléfonos con la falsa promesa de comunicarnos. Obviamente, nunca nos llamamos.
De regreso a casa Gutiérrez conducía su Lada. Me senté detrás para evadirlo. Mi mente era un hervidero de pensar en lo sucedido. Cerré los ojos y fingí dormir para no ser importunado. Necesitaba estar solo. Me sentía abatido, azotado por la culpa. “No merezco perdón”–me repetía–. Intenté olvidar el asunto, dejarme acariciar por el aire que entraba, para refrescar las emociones.
Llegó al atardecer. Rosy me esperaba ansiosa. La encontré alegre, eufórica. La abracé como si la hubiese perdido y ahora la recuperaba. Sentí su paz. Pensé que los días irían desintoxicando mi alma, librándome de la culpa.