Novela corta “Más allá del pecado”, capítulo 6

VI

Mi reloj marcaba las 6:00 PM. A esa hora el tráfico se multiplica por la calzada de La Coloma. Venía del trabajo, entretenido. Mi pensamiento viajaba caprichosamente al pasado. Me pregunté qué había sido de Rosy, aquella chica que como ninguna, logró calar en mi corazón. Con la rapidez de la neblina pasaron los años y nunca más la vi. Recordé los instantes con ella, sus palabras, su sonrisa, la despedida, aquella frase enigmática que casi me hizo enloquecer. En ese tiempo recorría como un loco toda la calle Virtudes, esperando un milagro. Buscándola en cada rostro, cada cuerpo o silueta de mujer a la distancia.

Volví a mi realidad cotidiana, la de un hombre solitario con unos apetitos carnales multiplicados. Un cazador acechando a sus presas. Entonces, después de cada mujer, de cada cópula, sentía vacío, culpa y temor de Dios. Luego el ciclo se repetía hasta el infinito. Una locura

Volví a pensar en Rosy. “¿Qué habrá sido de ella?”. Ese día estuve meditabundo y sentimental. Envuelto en cavilaciones no pude percibir la inminente y fatal embestida. Un chofer perdió el control de la dirección. El auto, inadvertido, vino como un fiero animal. Los reflejos me hicieron reaccionar pero parte de la defensa golpeó mi cuerpo. Sentí un dolor terrible. Y no recuerdo más.

La tierra comenzó a temblar. Al principio casi imperceptible, aumentando poco a poco su ritmo macabro. Surgió una hendidura a ras del suelo. Se fue convirtiendo en una enorme grieta tragándose muchedumbres, edificios, árboles, ríos, montañas. En medio de gritos de angustias y lamentos de la gente lo continuaba tragando todo ese enorme vacío. Su centro era una fuerza centrípeta, un agujero negro. Atraía con violencia todos los elementos. Observé la oquedad a mi alrededor. Me vi sin salida, resignado a no ser nada en medio de ese universo de muerte, tinieblas y desesperación. Solo una pequeña luz sobrevivió al cataclismo, escuché su voz insistente. Era aquella muchacha de la calle Virtudes, la que jamás logré olvidar. Y entonces apareció, vi su sonrisa entre lágrimas. Creí llegar al cielo.

– ¡¿Rosy?! -había salido del coma.

Poco a poco fui despertando del aturdimiento. La cabeza me dolía. Comprendí que estaba en una sala de terapia y cuidados intensivos. Me retiraron los aditamentos que invadían mi cuerpo y comprobé el estado de la pierna derecha, de donde se encontraban adheridos unos fijadores metálicos. Decidí mantener la calma, no desesperarme.

Rosy sostenía mi mano al tiempo que me regalaba su sonrisa. Su presencia lo dulcificaba todo. A su vez me sentía sorprendido y lleno de curiosidad, demasiadas emociones.

A los pocos días me enteré que era especialista en medicina interna. Había vuelto a Pinar después de enfermarse la abuela. La cuidó hasta la muerte.

Se preparaba para la guardia cuando me trajeron lesionado, inconsciente, con el rostro hinchado y una pierna fracturada. Que me descubrió por algunos rasgos.

– Me acordé allí de cómo nos conocimos y de cuando me fui. En la terminal procuré que mi abuela no se diera cuenta. A cada rato miraba hacia la entrada del salón. ¡Tenía unas ganas de que aparecieras! Y al salir La Yutong quise olvidarlo todo. Intenté concentrarse en un libro, pero no podía evitarlo. Me consolaba al pensar que por más que te deseara, tú no eras para mí, y entonces al verte herido, de ese modo…sentí mucho alivio cuando llegaron los resultados de la tomografía y la resonancia magnética. No hubo daño cerebral. Quedaba esperar que tu cuerpo reaccionara y despertaras del coma–me confesó.

A los pocos días los médicos estaban atónitos, pues nunca concibieron semejante evolución. Era difícil suponer que con tantos traumas hubiese sobrevivido. Después de nuevas pruebas me dieron el alta, recomendándome descanso y no tomar medicamentos sin antes consultar a un facultativo.

Pasé meses incómodos de andar en muletas y recibir fisioterapia. La simple visión de los metales empotrados en el muslo me causaba pavor. También sufrí dolores de cabeza, pero ella me ayudó a sobrellevar la carga. Me visitaba con frecuencia y se ocupó de mi recuperación. Nos fuimos conociendo cada día al detalle, estábamos enamoramos.

Y al final no hubo secuelas. Los dolores de cabeza se hicieron cada vez menos frecuentes hasta que cesaron. Nada quedó tampoco de aquellos hematomas sufridos en el rostro, ni siquiera una traza inadvertida. Volví a mi trabajo. Solo una imperceptible cojera padecería por el resto de mi vida. La asumí como la dulce testigo de mi reencuentro con Rosy.

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