Novela corta “Más allá del pecado”, capítulo 4

IV

Los fines de semana viajaba hacia El Pilar, cerca de Artemisa. Dirigía una pequeña congregación. Un sábado, frente a la farmacia del batey, conocí a Odalys.

Había estado en la iglesia la noche anterior. Sentada en los bancos finales no pude percibirla. Comenzaba a acompañar a su madre, que según me dijo era una fiel devota.

– Y ya que nos presentamos, ¿Por qué no vienes conmigo y le haces la visita? A ella le encantará y de paso sabrás donde vivimos.

Acepté pero no debí hacerlo. Lo supe desde un inicio. Todo aquel aparente recato, religiosidad y educación resultaban fingidos. Su manera de vestir, caminar, mirar y sonreír me hizo ver que esa muchacha era un peligro, un pozo profundo del que una vez dentro resulta difícil escapar.

–Aquí es donde vivo– señaló y abrió el portón de la entrada.

Llegué una vivienda con un jardín amplio y florido. Los árboles en sus laterales y fondo, sombreaban el inmenso patio, produciendo una agradable y fresca sensación. El interior estaba exquisitamente decorado, desde los muebles hasta las plantas artificiales. Sin ser lujosa todo exhibía confort y buen gusto.

–Pero pasa, no tengas pena.

No había nadie y era tentadora. El miedo recorrió mi cuerpo, algo me decía que huyera.

–Mamá seguro tuvo que salir– explicó al ver mi aprensión, supongo.

Conversamos un rato. Adoptó poses sensuales, exhibió sus hermosas piernas, me colmó de las mejores atenciones, hizo preguntas insustanciales sobre la fe, mostró una atención indivisa, y solicitó, a la hora de irme, que por nada dejara de visitarla.

–Siempre estoy aquí en casa– todo eso con desenfado pero envuelto en apariencia de honradez y formalidad.

¡Qué cuerpo! ¡Qué sensualidad! Me fui ardiendo. Si me quedaba un minuto más seguro haría una locura. Odalys era una mulata bellísima, una hembra de esas que los hombres se comen con la mirada.

Llegó junio, el cuso terminó y hasta septiembre disponía de más tiempo para mi familia y la congregación. De milagro pude resistir, pero la voluntad fue en declive.

Ella no perdió oportunidades para colmarme de atenciones y mostrar su lado dulce.

–Desde que te conocí me siento especial, como si dentro de mí fuese creciendo una mujer nueva.–llegó a confesar.

Su complicidad nos fue involucrando, y no necesitamos declararnos los deseos. Las miradas, sonrisas, confidencias y actitudes hablaban mejor que las palabras. Sabía que lo mejor, lo más práctico, lo único sensato sería huir. “Huye de las pasiones juveniles”, reza la frase bíblica que por ese tiempo martillaba mi mente con insistencia. Sin embargo, el sentido moral estaba atado a esa pasión que de semana en semana había crecido como una hiedra, atrapándolo todo.

Sucedió lo inevitable. Noche de un domingo. La oscuridad, cobijo de todos los apetitos humanos me llevó a su casa. Durante el viaje hacia la tentación, pensé huir, pero lo pies no me dejaban detenerme. Con la voluntad derrotada, marchaba como oveja al matadero. Y Odalys era el verdugo.

Toque el timbre. Me recibió con un short corto, blanco, que resaltaba el color de su piel.

–Estaba desesperada, pensé que vendrías más temprano y sola en esta casa tan grande ya estaba sintiendo miedo.

– Pues ya estoy aquí…contigo

Me sentí nervioso. No tenía práctica. Solo mis instintos. La atraje con suavidad. Las piernas me temblaban. Nunca había sentido la proximidad de una mujer. Un constante pero dulce calor me recorría el cuerpo. La besé, primero con ternura hasta que la violencia del deseo nos descontroló. Gimió de goce, se dejaba llevar como una virgen deseosa de pecar frente a la lascivia de un hombre experimentado, o como un animalito dependiente de su dueño. Intenté controlarme. La desvestí con lentitud. La visión de ese cuerpazo que se iba descubriendo ante mis ojos, superaba lo imaginado. Los pechos, el vientre liso, los muslos torneados, las nalgas redondas y prominentes… creí estar soñando. Dios no existía en ese instante. Comencé a besarla, morderla. Mi boca ávida se apoderó de sus muslos. Olí y disfruté el sabor de sus nalgas, sus caderas, su concha, su vientre, su ombligo, sus pechos y anclé en su boca entreabierta, húmeda y carnosa. La abracé mientras ella palpaba la turgencia de mi sexo escondido tras la ropa. Empezó a desnudarme desesperada.

–La tienes muy gorda, debe ser deliciosa.

Al escucharla, salieron gotas de esperma. Se apresuró a libarlas. La atrapó con la boca. Mi piel hervía. Me condujo al cuarto, se acostó y abrió las piernas, desesperada, sin juicio.

Entonces comencé a empujarla despacio, entrando y saliendo dentro de ella. Su vagina era una lava volcánica. La primera vez y parecía un experto. Me sentí poderoso, inundado de goce, abrazado por los brazos y piernas de una hembra hermosa que empezó a convulsionar de placer, que gritaba hasta que no pudimos más y terminamos al unísono.

– Te quiero. Ahora si no sé qué voy a hacer con mi vida y contigo–dijo

El brillo de los ojos y los labios le daban aspecto de mujer satisfecha. La volví a abrazar.

– ¿Sabes? Hacía muchísimo tiempo no disfrutaba un orgasmo. Llegué al punto de visitar a una psicóloga. Me dijo que cuando encontrara un hombre a quien pudiera querer, cesaría mi frialdad, y hoy he tenido varios contigo.

Descansamos juntos, entre caricias y besos. Retuve emociones contradictorias. Viril, masculino, triunfador, relajado. Pero la sensación de culpa y pecado me producían vacío. Sabía también que me podía enamorar de alguien que no encajaba en mis ideales.

Ya tendría tiempo para reflexionar el significado de esa noche.

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