Novela corta “Más allá del pecado”, capítulo 2

II

En la noche me rompía la cabeza para entender el significado de sus palabras: “Somos de mundos diferentes”. ¿Qué coño quiso decir? Era inútil darle vueltas a su frase. Solo que la mente volvía una y otra vez.

Al amanecer me levanté con fiebre. Empeñado en olvidarla, su imagen se encargó de perseguirme hasta en sueños.

Me vi al borde de un horrible precipicio. Miré a todas partes, buscando un pedazo de tierra firme para evitar la caída hacia un vacío espantoso.

Un puente desgastado, sin barandas, estrecho e incómodo, era la única posibilidad de salvación. Al otro lado, ya en tierra firme, aparecía ella, con el rostro inundado de lágrimas, implorando que la alcanzara.

Pensé demasiado en el sueño. ¿Será una señal del subconsciente indicando que me ama?

A primera hora tuve un juicio. Comenzó a la hora indicada y no debía durar más de dos horas. Pero se extendió hasta lo indecible. La práctica de pruebas se hizo una eternidad. Numerosas preguntas para demasiados acusados, testigos, peritos. A eso seguía la modificación de las conclusiones acusatorias, el ridículo e innecesariamente extenso informe de la fiscalía. Lo de nunca acabar. A esa hora lo menos que me importaba eran las formalidades de un debido proceso o la aplicación del tan cacareado principio de esclarecimiento de la verdad material. Mi único interés era llegar antes que se marchara. Estuve a punto de abandonar la sala en plena audiencia y dejar solo a mi defendido.

Cuando solo faltaban pocos minutos para la hora del viaje debí reprimir las ganas de lanzar la toga, los expedientes y salir tras ella ¡Al carajo con el derecho penal! Pero un abogado no haría eso

Al fin terminó a la 10:55 am. Salí como un bólido de allí. Faltó poco para caerme al bajar las escaleras. No podía ser posible que se marchara sin verla. Bajé la siempre concurrida calle Martí tropezando con los transeúntes. Me miraban como a un loco escapado del manicomio. Estaba convencido. Mi visita le iba a agradar. Estaba decidido a todo, con tal de arrancar de sus labios una palabra o una promesa de futuro.

Y al llegar, con el rostro envuelto en desesperación y sudor, observé al autobús alejarse inexorable, distanciándome cada vez más de aquella por quien mi corazón tanto había palpitado en esos días.

Los años pasaron tan rápido como el rocío de la mañana. Y seguí recordando a la muchacha de Virtudes. Durante los primeros meses, como en una psicosis incurable, zapateaba desesperado toda esa calle polvorienta y soleada que ya no me desagrada ver. La recorría desde la Calzada de La Coloma hasta el infinito. A veces creía verla en cada mujer, hasta que mi delirio desembocaba en la conciencia de un espejismo, haciéndome volver a la realidad.

“Ya no pienso en ella con la desolación de los primeros tiempos. Ahora la concibo como una mujer–ángel. En el corazón no abrigo la esperanza de reencontrarla. Su recuerdo ahora me purifica contra la lujuria y el recuerdo opresivo de aquella otra cuyo nombre deseo borrar de la memoria.

Pero en ocasiones el pasado vuelve con ardores renovados. Entonces alucino con cada hembra hermosa, satisfago los deseos y mitigo el dolor de mi pasado.”–escribí en un cuaderno.

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