Lluvia de Agujas

La mesa era larga, casi 30 puestos ocupados por la élite médica del mundo. Ginebra se había tornado en una ciudad tragada por una nube que parecía más densa que la sangre coagulada, afuera hacían 16ºC, pero adentro unos 25º según el termostato del salón blanco. Amanda se preguntaba por qué los médicos se sentían tan a salvo en un área que consideraban como estéril por ser blanca; si todos sabían que compartían, en una placa de petri gigante donde se horneaba, un caldo de cultivo con hongos, bacterias, virus y parásitos en cada milímetro cuadrado de aquel lugar.

La sesión fue presidida por la Dra. Corelli, que ya llevaba algunas horas tratando varios temas de importancia para la OMS, ella había sido nominada al premio Nobel años antes por descubrir un gen que se presumía como “el gen de la identidad sexual”; perdió el premio porque su investigación fue desmentida y desprestigiada por una agencia privada de genetistas que demostró mediante mecanismos contundentes que el gen Xq28 no indicaba una predisposición ni a la orientación ni a la autoidentidad sexual de las personas.

Ese año la discusión llegaba a la palestra de manera fría e incómoda, la Dra. Amanda Prenderghast lo había logrado, la lucha de la medicina desde milenios antes de Cristo la había ganado la renombrada Hematoinmunoncólogo pediátra Dra. Prenderghast, había desarrollado una cura definitiva que erradicaba todas las formas de cáncer en el ser humano, incluyendo la leucemia, el cáncer hepático y pulmonar, que tenía la capacidad de reducir, eliminar e inhabilitar tumores cerebrales y de otras índoles. Todo esto sin causar efectos adversos ni ser corrosivo durante su administración.

Todos los presentes había conocido, leído, estudiado y tratado a los pacientes que Prenderghast trató, cáncer de etapa IV, leucemia terminal, tanto en niños como en adultos, todos los pacientes curados en su totalidad ante los ojos de la élite médica, sin trampas ni milagros… solo una inyección bastó para devolverles la vida que merecían llevar, el fin de la quimio y radioterapia había llegado.

El único problema era que la doctora no había compartido su investigación con nadie, los aspectos técnicos de aquel remedio milagroso eran un misterio; para todos, aquella mujer era un misterio.

– La doctora Amanda finalmente ha venido a declarar sobre su investigación – inició Corelli -, frente a ustedes en sus carpetas tienes copias de la historia clínica de los pacientes a los que la doctora ha curado con el tratamiento que desarrolló y demostró ser efectivo.

Le dieron la palabra a la pálida mujer cuyo cabello era más grande que su cara, del color del café y desprendía un aura venenoso, se levantó de la silla y parecía flotar en un abrigo azul marino, los miró uno a uno irritada, sentía pena por tan insignificantes seres; desarrollaban investigaciones para enriquecer su bolsillo y agenda, pero que no habían salvado más vidas que una partera en Somalia de 60 años.

– No existen evidencia en papel de mi investigación que les pueda facilitar, todo está en una computadora encriptada, aislada en su totalidad que nunca van a encontrar ya que su ubicación existe ahora solo en mi mente y, quiero añadir, que aunque dieran con ella no encontrarían la fórmula de la cura – todos en la sala miraban atónitos, entre tensos y extrañados por las pretensiones de aquella mujercita apenas tolerable -. Lo compartiré con ustedes y con el mundo con la condición de que en todos los alimentos subsidiados que los gobiernos del mundo faciliten a su gente sean fabricados, o cuando mínimo rociados, con un fármaco que yo desarrollé a la par de la cura, – las miradas en el lugar se volvían intensas y la tensión se podía cortar con la hoja de un bisturí – no hay de que preocuparse. Solo es un esterilizante definitivo.

La tensión se quebró con alaridos y gritos por parte de los integrantes de la mesa, que no podían creer lo que acababan de escuchar. En silencio, Amanda acarició con la lengua su implante molar, se felicitó a sí misma por tener la idea de arrancarse una muela y sustituirla por un pequeño vial de cianuro que podía romper en cualquier momento en caso de que la capturaran o torturaran para robar la cura.

Entre el barullo y parloteo, la doctora cerró los ojos y recordó cómo fue crecer en su país, un país azotado por el comunismo, el estado regalaba al pueblo una caja de comida mensual, no sin antes haber expropiado todas las empresas privadas de la nación, dejando todo el poder productivo en manos de un gobierno corrupto; recordó lo frustrada que se sentía en ese país que servía de cárcel para todo aquel sin el dinero suficiente para sacar un pasaporte e irse del país, donde ciudadanos ciegos aplaudían a un gobernante por darles electricidad dos horas al día, agua un día a la semana, cuatro horas de gas diarias, sesenta litros de gasolina al mes y muchos problemas, eso sin mencionar el hecho de que la gente era capaz de matarse entre sí por un kilogramo de harina. Recordó la envidia que le tenía a todos aquellos que tenían dinero para comprar un cupo universitario en una institución que se consideraba pública, se vio a sí misma comiendo de la basura y recordó el sonido que había su estómago vacío durante las clases en la escuela, la sensación del mareo que causaba la hipoglucemia y las veces que deseó no haber nacido.

El resentimiento la había llevado a encontrar la forma de esterilizarse a sí misma para no reproducir el dolor que sufrió ella durante los años que estuvo en aquel país, impaciente, a los 16 años combinó una dosis casi letal de neurolépticos e inmunosupresores que le causaron la pérdida de la producción de progesterona para formar óvulos. Recordó también a cuantas amigas tuvo que atender durante sus partos, producto de violaciones atroces, cuantos más niños condenados de su realidad vinieron al mundo con su ayuda inexperta, más furiosa se sentía; si cerraba los ojos recordaba como se sentía abusada por quienes dependían de ella, aprendió a odiar compartir la cama, la comida y el espacio, y se fue de su país a bordo de la popa de una lancha en la cual dejó la piel de sus hombros por quemaduras solares, la exasperación de no llegar a ningún lado sentada en el medio de la nada con sed y hambre.

Decidió perfeccionar su receta y esterilizar masivamente a toda la población que tan siquiera estuviera en la capacidad de concebir a un niño que tuviera que pasar lo mismo que ella, pero para eso necesitaba una manipulación; Amanda no lo había logrado, el odio había desarrollado la cura del cáncer.

Para cuando abrió los ojos entendió que esa élite no entendía su razonamiento, estaban tan concentrados en lamerse el trasero entre sí que olvidaron que existen solo para ayudar a todos y no a solamente algunos, si el cáncer era la forma en la que el mundo se despojaba de humanos contaminantes ¿Quién lo haría ahora? Ella tenía la solución.

– No puedo creerlo – declaro indignada por la reacción de sus colegas -, luego de dar un premio Nobel a Egas Moniz por la lobotomía y de hacer, a los probablemente dos asesinos seriales más siniestros del mundo, padres de una rama de la medicina, les duele cesar el sufrimiento de una comunidad que no conocen. – bajó la mirada ofendida y decepcionada, lista para finalizar aquella conferencia – Debo agradecerles a todos ustedes su tiempo en este mundo, porque mañana ya no podré, como precaución a su negativa vacié una jeringa en el tanque de agua con cianuro, para mañana sus arterias serán coladores, víctimas del producto radiactivo que hoy ingirieron en las horas previas. Mañana me recordaran todos como una loca demasiado avanzada para el tiempo y seré conocida como la doctora que hizo llover agujas.

Luego de verlos a todos, incluida Corelli, desmayados; Amanda salió por la puerta con una sonrisa, lista para desaparecer por siempre.

Nika Verduto

2020

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