La redención de las camelias

Siempre en primavera, los colores de las flores me inspiraron. Eran los disparatados tonos amarillos, azules, verdes y unos carmín salvajes, que se colaban en mi iris, creando una mixtura de sensaciones inigualables… Con esos tonos, crecí en mi escuela calle, donde aprendí a querer a los que miran a los ojos, aquellos que saben apretar sus manos y han cruzado con valentía, los umbrales que nos impone la realidad.

Luego de largas caminatas bajo las floridas y tupidas madres selvas; por los aprendizajes de calles y campos, que crecieron a la par conmigo, venía el sol ardiente del verano, que azotaba mi rostro y mi ser, creando una temperatura tan ardiente, que solo el árbol de las camelias podía soportar. Allí, descubrí la paciencia del árbol, que crece todo el tiempo, sin pensar en las inclemencias transitorias de las estaciones del año.

En aquel árbol, pasaba un tiempo fresco y hermoso. Tendido bajo su sombra, leía lo que cayera en mis manos. Estar ahí, me hacía recordar a los padres de la cotidianeidad, que me habían parido entre el campo y la ciudad: Campesinos, obreros, oficinistas, que tapiados por distintos motivos, convergían en las reuniones políticas de los años 80. Ellos se habían levantado de alguna forma contra el miedo y se exponían, enarbolando una bandera tan prolija, que me hacía sentir el más oscuro de todos ellos.

Recuerdo que era gente con opinión: marxistas, cristianos, masones y reformistas, que profundizaban sobre los sentidos de la vida social, de la política y la historia. Con ellos pude ver que existen otros mundos. Sus gestos eran históricos y sus discursos estaban mediados por un dolor inimaginable, que tuvo su raíz en los misterios, de las luchas sociales, de los años 70.

Hoy ellos están enterrados bajo el árbol de las camelias. Aún puedo observar sus rasgos físicos y sus tonos de voz tan definitivos y consientes de la vida. En ellos hay primaveras que nunca se extinguirán, porque una luz quedó sembrada para siempre en aquellas pequeñas salas, donde nos reuníamos y ellos, los silenciosos seres que se levantaron contra la ignominia, quisieron cambiarlo todo, sabiendo que solo podían pensar en un mundo diferente, porque eran un puñado de hombres, que no alcanzaron a los demás en su cruzada…

Ellos, que aprendieron a usar la palabra, como una herramienta y discursearon en las reuniones al aire libre, aclarando las contradicciones políticas, que vivíamos en esos años. Recuerdo que se podía respirar el atardecer y cada palabra tenía una connotación beligerante y generaba imágenes que hacían una didáctica escena de un mundo que se escribía en un mantel. Era una atmosfera especial, una especie de cuento que se construía colectivamente con los tonos diversos de voces, que con la experiencia, buscaban una redención mayor.

Hoy cegado por los años, miro a esos hombres que me forjaron y pienso ¿qué fue de ellos?, ¿dónde quedaron sus palabras?, ¿a dónde fueron sus consignas? y ¿quiénes serán hoy los auditores que escuchen sus argumentaciones feroces? Sentado en el olvido del tiempo, macero en mi interior una voz que pueda sintetizar lo que ellos construyeron a pesar de todas las capas que impone el silencio o lo aislado que parezcan sus recuerdos.

Ellos viven en mí y como una sombra va cruzando conmigo los amaneceres y seguimos aún esa estrella, que el Quijote nos impuso, en un tiempo de precariedad y sórdido olvido.

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