La perfección de las flores al final del invierno
El alba me golpea con un fino aliento, un ansia de poesía me inquieta, una frase, dialoga en mi cerebro, en un continuo monologo interior, que no va a ninguna parte. Pausadamente, la mañana se va aclarando con algunas ilusiones ópticas y un marcado acento a motores y semáforos se despiertan, después de una noche pérdida en infinitud de los tragos amargos de sueños que va inventando en subconsciente.
Lejos de los emisarios de la angustia, mi discernimiento concreta las apuestas por ensanchar el mundo de la poesía y se lanza a reclamar ciertas frases, que ya no serán más objetos, en una marea de libreros, que se han fugado para siempre de mis páginas y liberados de los públicos ejercicios de las lecturas rápidas y cautivas.
Definido los objetos de mi escritura, ya puedo soltar los perros que me ladran en mi interior y dejo que los arrebatos fluyan sin dar explicaciones, en un momento de la historia, donde los sonidos son ilusiones de un mundo que ya no fue, porque no hay que elaborar con una lógica prestamista de los arquetipos de una razón, que se diluye en mí, como fonemas, que escrutan el viento.
Liberado de esos prejuicios, sostengo la palabra que se arma desde mi interior, sin las esencias, sin las cosas, sin las historias… sólo voz, que alimentada de una frescura nueva, brota para mí, en la mañana más clara de este invierno, que agoniza en las aceras, de la ciudad del cemento oscuro. Ese espacio atiborrado de seres, que marcan los relojes de la espera en un autobús, que no tiene un paradero definido.
Determinado los pretextos, sólo escribo en un idioma, que va creando un devaneo de las letras, que se van retroalimentando por sí sola, autogenerándose en un parafraseo indistinguible de caracteres, que sólo amenaza la razón profunda de mi soledad. Porque escribir, es un acto solitario, que recorre las venas y amontona historias en la sangre, que lentamente van acorralando el corazón, hacia una nueva ilusión.
Es un sinfín de frases y versos, que tiene la intención de salir a reconocer el espacio exterior de mi garganta, asomando allí, una voz distinta a la cual me adscribí, aplastando las santas frases y aniquilando las disquisiciones estética del vivir, que han imaginado una lógica aristotélica en un mundo que se crea a partir de las ideas, que va amontonado una sinrazón.
Es una soltura de íntimas palpitaciones, que hacen vaciar las vísceras y redescubrir lo que contiene alma, en su continuo zigzagueo, que proviene de un enmarañado germen de indecisiones, que lentas van pugnando por otros mundos, anhelantes de novedades y en una persecución de todo aquello que está demás.
Es el despojos de las voces, que ya no serán nunca más y extinguidas de la memoria y las cosas absurdas, estarán reducidas hasta la catarsis de las comas y puntos. Signos que ya nunca más serán, porque la historia es lineal y cada cierto tiempo retrocede en aureolas, que se van gestando en el corazón de una multitud, que aprende a palpitar en colectivos, buses, camiones y autos, inventados por una muerte fusionada, única y decisiva.
Nada puede explicar este constante deseo de voz que tiene mi ser; nada puede detener un río de signos, que se van componiendo en el teclado de mi computador, como un manantial, que baja hacia los alientos del alma; que se quema en algún horizonte perdido de la imaginación, porque son extensiones, ventanas, puertas, que se abren a mundos imperfectos, donde no poseo más que mi voz.
Con sueños que no son sueños y ansias de no seguir siendo el obstáculo de las circunstancia; escribiendo notas en verde y azul, que van naciendo de las continuas conductas de anhelos perdidos en el ayer, como la memoria de las piedras, que se han fraguado de la nostalgia por las arenas que las creó y petrificadas, anhelan otros planetas más sensatos, que la disoluta indiferencia, con las cuales se adornan, estos trazos perturbados, de una literatura amateur, que va vaciando los sinsentidos y descomponiendo los párrafos, en indistinguibles axiomas de una transmisión lejana, que se ausenta de las acrobáticas melodías, que resuenan en aquellos, que se jactaron de una poesía mayor.
Con una matemática inexacta redacto versos, que parecen oraciones, en un renglón desaparecido, de un tiempo pasado. Esa línea constante de las palabras, que van construyendo una metáfora inexplicable, que cruza las fronteras de la razón, para dar pasos a otras expresiones, que alimentan el alma al amanecer de los días finales del invierno, donde hemos alcanzado un máximo de saber de los exteriores de nuestro mundo y un mínimo atisbo, para explicar un ¿para qué vivimos?…
Son los discursos, que el alba ha puesto en mis manos y digitan oraciones, que va redactando el cerebro, con una pasión incontrolable, haciendo que los mundos choquen en una gran marea de conocimientos y canciones, que se han quedado dormidas y no verán las luz, hasta que un nuevo sol, ilumine el alma de los hombres y despeje las dudas agónicas, de una señal, que se rebela y sin saberlo, quiere fundar otros mundos.
Hay un viento que circula en los raciocinios dormidos del silencio, que están más allá del saber, escrutando el infinito inverso de nuestros cuerpos, que por alguna razón, ha decidido tomar las riendas de un caballo desbocado, que sufre en la cima de una melodía, que nadie escucha, pero que emite un sonido pálido, como las tardes desérticas de mi cansada voz, que grita en la oscuridad con epítetos que agravan las formas gramáticas, en un ida y vuelta, de un garabateo constante de una hoja en blanco, que desafía los intelectos de mi piel, que habitada de nostalgia, ha heredado el silencio póstumo, de un ser irracional.
Son las truculencias de las palabras, que afinan sus sentencias en rígidas planas, que como sábanas están anunciando un devenir espeso, con ritos de voces, que cansadas de emitir, se silencian en la memoria de un tiempo, sin los márgenes de los anacrónicos relojes, que penden de un cielo imaginario.