La obsesión del tiempo

Banderas blancas

Todos los silencios se amontonan y el tiempo despiadado avanza, en grandes zancadas deja atrás los momentos. En una línea continua, los sucesos se desencadenan y nadie puede detener sus pasos: Es el tiempo, que camina inexorable y lo ha hecho por millones de años, convirtiéndose en un implacable.

Son las agendas, que se cumplen, bajo las premisas de un sol tibio, de un otoño en viaje; compromisos con la época, acotado por las ausencias, que están varadas en el hemisferio de algún cerebro, que ya no piensa; agotamiento de los años, que van oxigenando escasamente un cuarto de mes, para los encuentros y pasatiempos, que ya no volverán…

De este modo, los itinerarios van marcando el paso de las historias y gastando todo aquello que un día nos hizo feliz: La infancia de rodillas rotas; el descubrimiento del primer amor; la aventura de vivir mirando hacia el futuro, sin los miedos de la vejez; el ansia de vivir sin tiempo, dejando todo de lado y subiéndose a las alas del destino, con la flojera de los días, que no están tipificados por los relojes fijos y están encajados en las paredes rotas, de una casa que habitamos escasamente.

Hay un ansia por conocer los territorios insondables del alma, que inconsciente, busca una manera de expresar todo aquello que nos es propio. Los balbuceo por el aire que respiramos, para constatar que estamos vivos, con un corazón que le cuesta cada vez más, bombear sus sentimientos y se va apagando, entre las luces de una ciudad, que se puebla de fantasmas.

Así, se vive cautivo de las estaciones del año; de las fechas fijas y de los aniversarios; se vive esperanzados de los viernes, con el horario, flexibilizando las tradiciones y una luz, que anuncia el descanso: Una esperanza de intervalos libres, que están bajo las luces de todo aquello que nos acompaña: nuestros sueños y podredumbres, que nos interpelan, desde los silenciosos motivos internos, que van provocando nuestros estados de ánimo, en una ruleta rusa de impresiones no justificadas.

Se añora el espacio para el ocio, para arropar nuestros recuerdos y abrazar las formas, que con el tiempo hemos atesorado: nuestras pequeñas victorias cotidianas; nuestras vivencias, que han dejado una marca en el alma, que no se borra con el pasar de los años y nos hacen ser lo que somos: una respuesta instintiva, que está relacionada con el trayecto desde nuestra infancia: una recta, que al pasar de los años, nos trajo hasta las últimas paradas, en un juego del destino, que alguna vez nos dio la oportunidad de escoger, pero el miedo paralizador nubló los nuevos caminos y por inercia caímos en las espesas aguas, de los acomodos fríos y circunstanciales, de una vida prefabricada, sin los quemantes calores de la acción.

Luego nos vamos presionando, hasta que un susurro notifica lo inevitable: ese tren del tiempo, que nos caza a todos por igual y va tachando sus huellas en nuestra piel y consumiendo nuestras esencias, que se han forjado, desde la simiente hasta nuestros días. Es la destrucción lenta de la arquitectura de nuestro ser, el derrumbe paulatino de lo que somos y la inconsecuencia de nuestro corazón, que afirma un tiempo que ya se fue, que ya nunca volverá, porque la vida es como un río, que va aguas abajo, llevándose lo que fuimos, sin vuelta atrás…

Son las esencias vitales, que nos van marcando a fuego, en las tardes espesas de sol o en esas frías noches de invierno, cuando el soporte de nuestro cuerpo le habló a la vida con padecimientos y dolencias y nos quedamos dormidos sin saborear el gusto de los sueños; dormidos como objetos, que están destinados a un uso práctico; objetos que caminan lerdos, bajo una densa neblina.

Quizás fue el tiempo que nos abrió los ojos y dejamos de crecer, de tener espacios para nuevas cosas y empezamos a vestirnos con lo que amamos, en un deseo inconsciente por crecer, desde adentro hacia afuera, con una luz que viene desde antes que nacemos y nos guía silente hacia nuevas vidas.

No estuvimos nunca escoltados por verdades imperecederas, porque lo que fuimos ya no está; porque el forjador de minutos, horas, días y años, nos despojó con un pretexto insólito, que solo la porfiada memoria, tiene la fuerza de contrarrestar y nos fuimos derecho persiguiendo sueños prestados, ignorando las esencias básicas.

El tiempo es aquello que nos sobrepasa, que a veces, lo creemos detenerlo por un instante, que inútilmente llenamos de adjetivos, que garabateamos como locos, pero que nos interpela en los espejos, que nos devuelven cada cierto tiempo un icono hecho a imagen y semejanza de nosotros mismos.

Una pintura, que cambia día a día y nos llena de misterio, rompiendo nuestros planes y nos fija una hora de término, a pesar de nosotros mismos. Una salida al final de los delirios y caídas estrepitosas que a veces la vida nos juega.

Es lo que no reconocemos, porque nuestro ego nos juega malas pasadas, hasta el punto de no saber quiénes somos y vagamos entre las gentes, soportando el peso de nuestras propias historias, que son reconstrucciones hechas a golpes.

De este modo, las tardes pasan y pasan con una premura que nadie elije, pero se va por una carretera de minutos y segundos sin que nada, ni nadie pueda detenerlo y no podemos zafar de su incomodo tictac, que golpea las cienes y eleva la realidad a ficciones y presunciones, que va embolinando nuestra cabeza hasta que la muerte nos salva. 

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