La música perdida de mi padre

Solo eran aviones que pasaban en la lejura de los días opuestos. Días que estaban repletos de monotonía y transitaban lentos, porque la rutina era devastadora. Yacía, más de una semana, en una cama común, aquejado de enfermedades cardiovasculares, que lo tenían cansado y casi ya no hablaba, porque en silencio masticaba una soledad que lo tiraba temprano a dormir, en aquella pieza colectiva del hospital, donde con otros desconocidos compartía su enfermedad.

Él era mi padre y mantengo vivo muchos recuerdos contradictorios. Es una sábana de evocaciones, que se quemó en la trastienda de un corazón, que de pronto no quiso latir más y se quedó allí, en el espacio público, para decirnos que se iba en silencio, que no necesitaba gritar su partida, porque no había otro legado más que sus hijos e hijas, que lo lloraron solo un día y lo mantienen vivo con algunos recuerdos alegres, que son como oasis en la memoria de los días para recordar que existió mi padre, a pesar de su presencia tan ausente siempre.

Fue una mañana intensa. Después que lo dieron de alta en el Hospital Barros Luco, él decidió ir al peluquero para arreglarse un poco y se fue raudo al cementerio a visitar a su mujer. Pensaba en aquellos días de juventud, de su amor profundo que se cultivó en el campo; de los primeros hijos y de la pasión por estar juntos toda una vida. Ellos se amaron y estuvieron juntos, compartieron juntos y mezclaron sus genes de una manera diversa.

Fue la muerte invasora, que se llevó casi todo lo que labró como padre: las heridas, los llantos, las borracheras, los insultos y una manía loca de vivir en la ignorancia siempre. No tuvo nunca un tutor, que le señalara el camino y solo pudo salir adelante, porque tenía unas manos que amasaban el pan de una manera, que nadie más lo hacía…

Fue su sentimentalismo inmaduro, que fue sembrando por años, en silencio, sentado en la cabecera de la mesa, enfermo del alma, incapaz de expresarse de otro modo. Fue su mirada, que traslucían arrepentimientos y dolores, que no se pueden borrar nunca, que lo acecharon como un lobo hambriento por aquellos pensamientos, que urdía frente al televisor.

Fueron sus manos, que amasaron el pan sin medidas; sus tratos matutinos con el alcohol, que trepó hasta su cerebro y lo consumió en una realidad salvaje, que lo hizo indolente y que selló su suerte, porque nunca tomó conocimiento de lo que era. Un padre que solo engendró hijos como una manía de los años 50 y 60. Nunca quiso enseñar nada. Solo amasar la masa blanca y el sabor inconfundible de los panes de huevo, que manoseaba en el silencio de una harina, que lo hacía revivir en los campos cultivados de trigo, de una infancia dolorosa, en cerros de Alto Jahuel.

Su hastío por la realidad, que siempre lo mantuvo entre las cuerdas y un miedo parido a expresar lo que sentía, lo fueron aislando de nuestro mundo. Talvez solo la chica Isabel lo conocía de verdad, porque ella lo entendía de una manera distinta a mis hermanos. Ella, que también se parecía con sus ojitos de gato, lo entendía solo con mirarlo.

Un día, sus ojos verdes se quedaron en silencio y un solo recuerdo sacudió el espacio mental de todos: lo demás fueron recuerdos dolorosos, momentos álgidos y una especie de locura que siempre lo circundó, especialmente, cuando bebía demás y el diablo se le metía en la mente y arrasaba con todo lo que veía a su paso, generando mis primeras escenas de terror… Curtí esos traumas desde niño y ya maduro en mi retrospección, siento que hubo un entorno muy difícil para todos.

Fue mi padre, pero para mí era un extraño, que sonreía a la luz de la harina y lloraba sentado, rememorando quizás cuantas muertes anteriores, porque había en él un arrepentimiento lleno de recuerdos, de parientes, de historias que se quedaron olvidadas cuando él partió.

Hoy, tras años de ausencia, se me apareció aquí, entre estas líneas que expresa una literatura salida de sus recuerdos y que no quiere olvidar a quien alguna vez sonrío a la luz de las estrellas que lo coronaron como el “Cacho”. El padre de 11 hijos…

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