“El ultimo encuentro” 2

Él hizo café y le sirvió una taza a su abuela.

– Tranquila vieja, tenemos un mes para conseguir el dinero.

Unas lágrimas poblaron los ojos cansados de la anciana, quien con gran dificultad pudo tomar algo de aquella bebida.

– Lo que me ha costado levantar esta casa, con sus recuerdos, con sus sueños.

Se lamentó llena de nostalgia. Desde esa impotencia que la embargaba.

– Lo sé, vieja, lo sé y aquí está ella, con sus paredes guardando nuestras historias, con su calle cuidando nuestros pasos. Es la vida hecha bloque, cemento; esta no es una casa abuela, es parte de nosotros mismos.

– ¡Y yo la hipotequé!

Gritó la señora Carmen desde su silla de ruedas, dejando escapar su llanto, buscando con esto calmar su rabia, su dolor, su inmensa tristeza.

Y, volviendo a la sala de reuniones.

-La escuchamos Lily, hable ya.

Insistió Ortega.

– Voy a referirme al caso de Oscar Rodríguez. Viudo, con dos hijos, de 6 y 7 años respectivamente y con su abuela inválida, anciana y enferma.

Explicó ella, pero no pudo continuar, su jefe la detuvo.

– Alto Lily. Camargo, un pañuelo.

– Aquí lo tiene, Doctor ¿Para qué lo necesita?

Preguntó el Gerente de Personal.

– Para las lágrimas .

¿No oyes la novela barata que nos está contando Lily?

– Lo que estoy contando no es una novela, es la vida misma, la realidad, señores. Si ejecutamos esa hipoteca, esos niños quedarán en la calle, al igual que la anciana. ¡Por Dios! Sólo le estamos dando un plazo, no perdonando la deuda.

– Esta no es la Junta de Beneficencia Pública.

– Pero Doctor…

Acotó Lily.

– Pero nada

Le cortó Ortega

-Yo soy el dueño de todo esto y les garantizo que sí Dios hipoteca el cielo, ¡conmigo lo pierde! ¡Camargo!

– Ordene, señor.

– Anule todo lo que hizo ésta mujer, quien a partir de hoy deja de pertenecer a mi empresa; intervenga ya su oficina, y quiero un informe completo de todo lo que encuentre.

– No se tome tantas molestias por mí. ¡yo renuncio!

Indicó Lily.

– Pídale trabajo a los lambucios que ayudó, y dígales de mi parte que se muden bajo un puente, que la vieja paralítica y los dos mocosos pidan limosna. No serán los primeros, ni los últimos.

Ortega no pudo continuar. Las puertas del salón se abrieron de par en par y una brisa helada invadió el recinto.

– ¡Jesús, María y José!

Gritó Camargo.

Todos estos espacios son cerrados. ¿Cómo pudo entrar esa brisa?

Se preguntó Ortega y quien le contestó fue Lily.

– Parece ser que a Dios no le gustó su propuesta.

En verdad, Ortega se hallaba sorprendido; nunca algo así había pasado.

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