LA DOCTORA CORAZÓN

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56-LA DOCTORA CORAZÓN

   Después de la devastación ocasionada por un divorcio y la resaca que inunda todos los sentidos, hacía encaminar cualquier comportamiento en una dirección errática, aplastando completamente contra el pavimento cualquier idea con tintes de cordura. Era algo previsible, todo avanzaba destruyendo los últimos vestigios de sentimiento y transformando la existencia en un desierto donde no florecían ni los cactus.

   En ese momento en un instante de clarividencia, pude estar seguro que la inexperiencia y los cientos de veces que escuché “La juventud divino Tesoro”, es tan solo el espejismo de la inmortalidad y muchas veces no es la mejor consejera para tomar algunas decisiones importantes en nuestra vida.

   Después de vagar por un corto tiempo sin rumbo y sin sentido, consideré que había llegado el momento de volver a empezar. Lo primero era lo primero, centrarme en la sobrevivencia, de manera que, por coincidencias de una serie de hechos fortuitos concatenados, me llevaron finalmente a resolver, por lo menos lo referente a los mínimos ingresos. Había comenzado a trabajar en una empresa de ingenieros.

   Unas semanas atrás, llené una solicitud correspondiente a un aviso que había salido en la página de empleos en un periódico de la ciudad. Al no poseer en ese momento dada mi precaria situación un teléfono donde ser localizado (aún no se tenía idea que alguna vez no podríamos vivir sin estar despegados unos segundos de nuestro smartphone), le pedí a un amigo el favor de que, si por casualidad llegaban a llamarme de alguno, me hiciese el favor de avisar para responder y poder asistir a la entrevista.

   Treinta años después, al haber emigrado sin querer a causa de un modelo económico errático de mi lugar de origen, me encontraría a este amigo en una avenida de Lima, retomando desde ese momento una conversación pendiente, pero exactamente dos años después de esa charla de reencuentro, el sería arrebatado sin ninguna piedad de este plano, por una devastadora pandemia que se ha llevado a mucha gente conocida.

   En aquella lejana época, habiendo pasado casi un mes de haberle solicitado el favor para que me tomara la llamada, en un encuentro casual en la Redoma de Petare, éste recordó que me habían llamado para que asistiese a una entrevista de trabajo y me dirigí prontamente a la oficina de los ingenieros solicitantes.

—Eso fue hace varias semanas, me dijo el ingeniero José Diez, pero la necesidad tiene cara de hereje y permanecí con un rostro de piedra, como si acabara de almorzar copiosamente, cuando en realidad ya llevaba varios días de hambre.

   A pesar de haber pasado un tiempo de haberlo hecho, me dijo uno de los dueños de la compañía, que aún no habían tomado una decisión al respecto y por fortuna, después de un corto intercambio de ideas y de una vieja foto donde aparecía construyendo “El Puente sobre el río Aroa”, salí favorecido a pesar de que existía una torre de solicitudes de unos veinte centímetros de alto, que permanecían sobre un escritorio a la espera de una decisión sobre ese punto.

   Agradecí la oportunidad y comencé a laborar en aquella oficina. El trabajo consistía en la administración de una pequeña ampliación en una institución educativa del estado en la ciudad de Caracas, donde tenía cierta libertad para gerenciar la obra. Ellos estaban concentrados en una obra de mayor envergadura, referente a la construcción de una represa en un embalse llamado Hueque III, en el centro del país, exactamente en las tierras falconianas.

   Al pasar un par de meses, me reuní de nuevo con los dueños. Aparentemente necesitaban una persona de confianza con las cualidades que había demostrado hasta ese momento, para integrarme al equipo que trabajaba en la represa. Aquello significaba unas notables mejoras salariales y otras que hacía aquella oferta atractiva.

   El campamento base quedaba en un caserío llamado San Luis de la Sierra, mientras que la obra en sí a una media hora a través de caminos destapados y polvorientos.

   Mi lugar de residencia quedaba a unas cinco horas por carretera del lugar de trabajo y las visitas a mi casa se reducían en consecuencia a una cada mes. Por el caserío donde quedaba el campamento base pasaba un solo transporte a las cinco de la tarde que, si no se lograba tomar, había que esperar hasta el día siguiente para una nueva oportunidad para que nos sacara de ese lugar.

   Ese jueves me tocaba la acostumbrada visita mensual a mi casa. El tiempo solo me permitió llegando de la obra al campamento base a tomar un pequeño maletín de equipaje, enfundarme una gorra de “Los Leones del Caracas” y unos lentes de sol. Al pasar por el espejo del cómodo tráiler que servía de vivienda al personal técnico de la obra, alcancé a ver a un melenudo con varias semanas de retraso en el corte de cabello respectivo.

   Al llegar al terminal de pasajeros de la capital del estado, por casualidad estaba haciendo una parada transitoria un lujoso autobús con amplios ventanales polarizados y al interior un potente acondicionador de aire, que mantenía el vehículo con una agradable temperatura. Desde allí hasta mi casa el viaje era de cuatro horas con una parada intermedia en la ciudad de Valencia, tierra de naranjas dulces y hermosas mujeres.

Por fortuna traía varios puestos desocupados e hice un recorrido desde el inicio hasta el final del pasillo, haciendo como si buscara un puesto desocupado, pero en realidad ya había visto a la hermosa rubia quien leía una revista Ocean Drive y que estaba sola en un puesto para dos, a la entrada del autobús. Le calculé unos treinta, mientras yo rondaba casi los treinta y cinco.

—¿Estará disponible señorita? le dije en un tono muy suave y tratando de proyectar mucho respeto.

—Si lo está, si es que gusta sentarse. Respondió tajante y sin moverse del puesto del pasillo, reflejando un rostro de franco fastidio y apartándose para que me ubicara en la ventana. Casi de inmediato dormí una ligera y recuperadora siesta de unos quince minutos…

   Al despertar, me dediqué por un rato a analizar cada detalle de la hermosa rubia. Por algunos pormenores solo para expertos, era evidente deducir que poseía estudios universitarios siendo profesional en alguna rama de la salud, como llegó a confirmarlo más adelante.

   En su dedo anular, aún permanecía la huella de un anillo que al parecer estuvo por un tiempo prolongado en el mismo sitio. Por otro lado, de soslayo, pude ver algunos artículos de lujo que ofrecía la revista Ocean Drive que estaba leyendo y al detenerse en un escrito que hablaba sobre un ambiente diseñado para producir serenidad y sosiego en un balcón orientado hacia el sol de la tarde, con una mesita central rodeada de setos combinados de girasoles con jazmines, que además de color dan al ambiente un aroma de ensueño.

   Hice aparentemente sin querer un comentario sobre la magnífica fotografía, resaltada por la buena calidad del papel satinado en que estaba impresa. Era un tema sobre el que tenía someros conocimientos de mi época académica y sobre el cual podía sostener una conversación medianamente inteligente.

   Fue el inicio de una amena charla donde se iban entrelazando temas, uno más interesante que el otro, hasta caer en el síndrome del cura confesor, donde me habló de su traumático divorcio, de los dos niños que eran ahora el motivo de su lucha, del postgrado que cursaba los fines de semana en la ciudad de Valencia y que quedaba a dos horas de su hogar y en mi caso, a dos horas de mi sitio de destino.

   El autobús hizo una corta parada en un amplio y próspero comercio a orilla de la carretera (aún no había sido reducido a escombros por el socialismo del siglo XXI) y pude invitarla a un café Juan Valdez recién hecho, para continuar la grata y fluida conversación.

   Yo llevaba un mes prácticamente retirado de la civilización y la joven médico, entre su trabajo, la crianza de los hijos y las ocupaciones del postgrado, no le quedaba tiempo para una conversación ligera sobre temas relajados e intrascendentes.

   Admito que se trataba de una persona decente, con un claro compromiso con la vida, con una sed insatisfecha de afecto debido a causas que vemos a diario, injustas y circunstanciales. El abandono de su esposo por una mujer más joven y cargando con el compromiso de llevar lo que quedaba del hogar hacia adelante, la colocaban en una posición completamente vulnerable.

   Se había disuelto su hogar por motivos francamente injustos y egoístas. Estos hechos se cometen con excesiva frecuencia por estas y otras latitudes, arrastrando a la descendencia muchas veces a marcas profundas producidas por la disolución y rompimiento del núcleo original de una sociedad sana, como lo es la familia.

   A pocos minutos de su destino y a dos horas del mío, ante ese encantador ser, era casi obligante que surgiese el intento de plantear un reto interesante. Al igual que un partido de ajedrez de experimentados maestros, hacer un enroque, sacrificar el alfil, comerse el peón y definir aquella partida si es que esto resultaba posible. Era en ese momento o nunca.

   Le propuse quedarme en el mismo hotel que ella se alojaba en la ciudad donde hacía sus estudios de postgrado y seguir la interesante conversación, sobre temas cada vez más profundos. Al parecer, a la chica le encantaba la lectura y su grado de conocimiento sobre diferentes autores, parecía infinito.

—Pero solo nos conocemos hace dos horas, protestó, pero claramente ya sin mucho convencimiento ni resistencia. Después de pensarlo por unos minutos, salomónicamente propuso que siguiéramos la charla “a ver qué pasaba…”

   Es fácil imaginar que una vez registrados y subir para refrescarnos un poco del largo viaje. Los temas que se siguieron tratando ya tocaba saber nadar en aguas profundas. Me sorprendió el conocer que también se había leído dentro de la gran variedad de contenido, el Kama Sutra, pero agregando algunas variantes que jamás se me hubiesen ocurrido y que solo se insinúan brevemente en el texto original.

   El largo verano de parte y parte, no hace falta decir que trató de remediarse ipso facto, es decir, en el acto, comprobando en la práctica que esa dimensión llamada tiempo, es verdaderamente relativa, como decía Einstein y las horas se convirtieron en minutos. Se juntaron en ese instante “El hambre con las ganas de comer”.

   Al día siguiente me despedí con la promesa de vernos en el próximo viaje. La vorágine de la vida de parte y parte, y otras complicadas situaciones, hicieron imposible que un segundo encuentro se realizara a corto plazo.

   La chica había regresado a vivir con su madre y “suegra potencial”, la cual ante el reciente fracaso de la relación de su hija, trataba de mantenerla a salvo de otro inmediato desengaño y filtraba todas las llamadas telefónicas. Desistí después de dos docenas de intentos. El número que aparecía en la tarjeta de presentación que me dio al despedirnos, era el de la casa de su madre. Guardé esa tarjeta por muchísimos años.

   Diez años después, de casualidad me tocó visitar nuevamente la ciudad de residencia de la doctora para ir a elaborar un presupuesto para un trabajo en el hospital de la ciudad y recordé la existencia de la tarjeta.

   Esta vez, la “suegra potencial”, fue exageradamente minuciosa con los datos y referencias para darme la ubicación de su hija, hecho que no me dejó sorprendido en exceso. Era muy probable que pensara, que ya era hora de que la muchacha rehiciera su vida.

   No trabajaba en el hospital, pero si en una clínica privada, cercana al lugar donde levantaría el presupuesto para la obra, de manera que era muy probable hacerle una visita de cortesía.

   Al ir a la clínica donde laboraba, me atendió la enfermera y asistente a la cual le entregué la vieja y amarillenta tarjeta con mi nombre escrito en el reverso. La enfermera regresó diciéndome que la doctora ni sabía ni recordaba de quien se trataba, pero que por favor esperara que terminara de atender el paciente de turno para hacerme pasar unos minutos.

   Al pasar, me dijo que recordaba perfectamente esa partida de ajedrez, pero que la embargaba la vergüenza por esa situación tan descabellada propia de la locura de los años jóvenes. Me dijo que, si de casualidad me quedaba esa noche en la ciudad, podíamos cenar para llenar todas las hojas en blanco de las agendas de nuestras vidas, pero los compromisos pendientes, actividades inaplazables ya contraídas y estar viviendo otra etapa, hizo que esa fuese la última vez en que pude ver a “La doctora corazón…” 

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