La cadete de Lizardo (D.E.P.)


Había una cadete de marina, de nombre María Teresa Cruz Arellano, en Antón Lizardo, Veracruz, México. Cabe aclarar, antes que nada, que ese no es su verdadero nombre, prefiero dejarlo en secreto, esto porque aún vive en los corazones del pueblo jarocho portuario, a pesar de que culminó con su propia vida en el mástil de su Heroica Escuela Naval Militar.
Cuando la luz del sol se ocultaba por la madrugada fría y se escucharon los toques de marcha de levante, a las «cero cinco cero» horas, la mañana se sentía espeluznante, era más bien un levante del más allá.
El centinela encargado de la zona que envolvía al mástil, se queda perplejo por unos minutos y comienza a tener un comportamiento extraño, propio del susto, se escuchó un grito de eco tenebroso por parte de este, el cual aterrorizaba a las almas castrenses. Se encontraba allí, sí, justo allí arriba, Teresa, colgada, balanceaba su cadáver por los fuertes vientos de la muerte. Su piel se tornaba gris, hacía horas que parecía haber fallecido, su piel era helada como la brisa marinera que se topaba con los cadetes. Su cuello junto con su cabeza estaba torcido, ¡horrible fue verle! En su dormitorio dejó una carta para despedirse de alguien, ¿para quién era ese papiro? El destinatario no era su madre, ni su padre, menos otro familiar, era para su amada. ¿Y quién es su amada? No me lo creerán, pero su amor era su misma escuela. ¡Extraño pero real! ¿Era amor verdadero? No lo sabemos.
Supongo como espectador que se trató de una fantasía, una utopía, una expectativa, una idealización, un mundo imaginado, en fin, todos son sinónimos… La difunta veracruzana acabó tan enamorada que terminó bajo el fuego de la traición, conoció el infierno en vida y quizá aún más después de su muerte, aunque no soy nadie para juzgar su destino. Tan solo deseo que descanse en paz.
La carta hallada con signos de que alguien le lloró, estaba tan profundamente redactada. He aquí lo decía, aclaro antes que, las autoridades policiacas me permitieron dar a conocer esta evidencia, en la cual demuestra que se trata de un suicidio más que de un homicidio.
Carta a mi querida:
Mi querida escuela naval, me enamoré muy rápido de ti, desconozco si fui correspondida. Tan solo sé que fuiste ese encanto en mi vida. Me dejaste con deseos encontrados y te marchaste tan velozmente sin darte cuenta cómo moría. Me arrebataron estar junto a ti por la eternidad. Prometimos contemplar las aguas saladas con el ocaso violáceo y las estrellas brillar en lo alto del cielo formando constelaciones. Tú, bella dama, que marchas con firmeza, porte y elegancia, te amo por completo, con tus virtudes y defectos. Me enamora más de ti, la certeza con la que almacenas tú arma, eres magia divina. Me he enamorado con un amor sincero, que he aprendido a amarte más en tu ausencia. Vuelve pronto, que siempre te espera, tu amada, desde el otro lado de la compañía. Pero no quiero terminar aquí esta carta. Recuerdo cuando te conocí con diez años de edad, fuiste mi primer amor y también mi primer duelo cuando te marchaste en ese crepúsculo de silencio, como si estar conmigo fuera clandestino. ¿Recuerdas cuando portamos el blanco en la sangre? ¿Cuándo nos enamoramos de los rifles de asalto? ¿Cuándo dejábamos ondear la Bandera Nacional? Eres tan bella como una joya hecha a perlas vírgenes. Me duele, no saberte mía, sentirte mujer ajena, eso duele más que nada. Lo único que sé es que quiero morir en tus benditos brazos y que tú misma me despidas con honor, con tus toques e himnos, sería mi mayor anhelo de muerte…
Nunca volverás, jamás, eso queda claro, me causa suspiros encontrados, saberlo y reconocerlo, pero ofrezco este maldito dolor por aquellas personas que no vivieron el lado dulce de los sueños, sino el amargo, el lado que se esconde en la sociedad… En palabras de Santa Teresa de Ávila: «Muero porque no muero».
¡Qué pena vivo yo que tanto le amo! ¡Qué pena vivo yo que ya ha partido! ¿Qué hago yo para llevarlo al olvido? ¿Cómo apagar esta llama de amor? Que olvidarle me sabe a horror. Es tan grande mi amor que desvivo. Esta llama de amor con que yo vivo, me hace vivir en designio y es tan grande mi amor como un abismo, mi amor por otra no sabe lo mismo. Acaso, es la flama llamarada de mi desvivir, que a veces me dan ganas de huir, es mi martirio y mi designio ¡Qué cárcel y yerros más sucumbidos! Que dejar de amarle me hace desvivir. Difícil amor me parece como acero que amarle me causa un dolor tan fiero. Adiós, me he suicidado.
Yo, María Teresa
En el caso abierto de la muerte de la cadete Cruz, se está concluyendo que la doctrina naval militar ocasionó daños psicológicos en su persona, ingresó al alma máter de la Armada de México con diagnóstico de depresión en estado parcial en una clínica privada, sin embargo, lo ocultó al médico naval en sus exámenes clínicos. Siendo una discente, las «novatadas» junto con amenazas por ser de primer año y la más destacada de su clase, se aunaron hasta provocarle estrés postraumático. Se agravó tanto su trastorno que en cuarto año, siendo sargento segundo de cadetes, después de la travesía en el Buque Escuela Cuauhtémoc, el embajador y caballero de los mares, surcando las aguas del mediterráneo, decidió terminar con su vida en el mástil escolar, justo donde se coloca la Bandera Nacional cada lunes.
Su grado inferior, en medio de juicio, reveló que, en las clases de canto, que se manejan en la escuela naval como actividad cultural, ella entonó una canción compuesta por ella misma bastante extraña. Dicha melodía iba compuesta por notas que, si sus letras se analizan al reverso, podías percatarse de la magnitud de su padecimiento, estás, tenían un significado oscuro, un iceberg de su amada. La mortal canción hacía descubrir la agonía de ser cadete, el pésimo sistema que la envolvía y cómo añoraba escaparse, sin embargo, nada se lo impedía, solo que en su casa ya no era bienvenida, sobre todo por parte de su padre, por haber ingresado a las fuerzas armadas.
A veces pienso e imagino que el egoísmo de los habitantes de su vida, de forma indirecta, la asesinaron. Aunque nada justifica llegar a cometer un suicidio. ¡Mera tristeza me invade! La tierra veracruzana, el puerto más grande mexicano, ya no es el mismo, algo ha cambiado en él, es como si un duelo y velo de lágrimas tapan sus rostros.
Los años han transcurrido y la vida estudiantil en la «Heroica» continúa con normalidad. Sus corazones son tan frívolos como cascadas de hielo del polo sur, que el nombre de la cadete se ha borrado de sus bocas, sin embargo, yo sé en lo más profundo de mi ser que no la olvidan, que aún vive en sus corazones, esa conciencia, sí, esa bendita conciencia los persigue día y noche sin parar y sin temer.
Se rumoró al principio de su fallecimiento que, por las madrugadas del medio castrense, se escuchaba una mujer cantar la melodía mortal que les mencioné, pero no con entonación de gozo, no, era de agonía, desesperación, de clamar al cielo una oportunidad, una oración a los vientos y brisa del mar. Las pieles de los elementos se erizaban y aunque se distanciaron del mástil, con el mismo volumen se podía escuchar por cada rincón de la escuela. Así que se veían obligados a cubrirse los oídos con sus almohadas para conciliar vanos sueños.
Llegó un momento que la matrícula estudiantil fue escasa, comenzaron a darse de baja, pues temían que se tratara de un lugar embrujado o encantado, no soportaron tan macabras experiencias. Hasta llegaron a apodar a la institución educativa como la «Escuela de la ahorcada». Además, nadie se atrevió a ser centinela del mástil, jamás alguien tomó ese cargo después de la partida de María Teresa.
¿Y por qué ella ha desaparecido de las charlas? Pues prefieren callar para limpiar su reputación de sitio del suicidio. Entre menos se recuerda en el exterior, más cadetes ingresan perdiendo el temor de lo hablado años atrás.
Una ocasión, en la ceremonia de egreso de una generación, una guardiamarina recién graduada, dijo en voz baja para ella misma: «Bendito momento que vivo, que me retiro para siempre de la ahorcada». Es por eso que yo les digo, que olvidada no ha sido, más bien están escondiendo su presencia como un medio de engaño para el pueblo mexicano. ¡Ni por el trauma del suicidio de la cadete de Lizardo paran de mentir y de ser egoístas! ¡Qué bárbaro! Sus corazones están muertos, ¡más muertos que la cadete! Ellos mismos se han suicidado su ser, su interior, su esencia verdadera.
Así que los exhortó a decir cada 27 de abril: «Descanse en paz el alma de la cadete». No vayan a llamarla por María Teresa Cruz Arellano, recuerden que ese no es su verdadero nombre, ni vayan a preguntar o investigar en la escuela naval de ello porque jamás te responderán.