HISTORIA DE UNA ACUMULADORA

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La vida de Filomena era de lo más deprimente. Esta mujer sufría del síndrome del acumulador compulsivo. Su casa estaba rodeada de muebles viejos, cachivaches, periódicos del año de su madre, electrodomésticos dañados y basura de todas clases. Quizá esto se debía a que era una mujer abandonada por su familia y encima viuda y posiblemente con sus cachivaches mitigaba su soledad. La única persona que se atrevía a visitarla era su vecina Rosenda, quien le llevaba comida y le hacía favores, pero solo por la pena que sentía por ella. Mas cuando le pedía que le regalara alguno de sus cachivaches que aún servían, Filomena se ponía como loca y se negaba rotundamente, aparte de que muchas de las cosas que tenía eran de Rosenda. A ese punto, esta se enojaba y ya no quería visitarla.

Un día Rosenda necesitaba una olla y sabía que Filomena tenía un montón de ollas entre su montón de cosas. Entonces fue a su casa a pedirle una olla. Como era de esperarse, Filomena se negó diciéndole:

-Esa olla la tengo como recuerdo de mi matrimonio.

Rosenda no creyó en esa excusa tan estúpida. Esperó a que Filomena se distrajera, tomó la olla y la metió en su bolsa. Luego se retiró. Cuando Filomena vio que su olla ya no estaba en su sitio, hizo todo un drama. Pero de nada le sirvió pues Rosenda ya tenía la olla lavada y la estaba usando.

Al otro día Rosenda fue a casa de Filomena para pedirle una tela de entre tantas que acumulaba. Filomena la dejó entrar a su viejo cuarto donde tenía sus cosas. El cuarto estaba tan lleno de cachivaches que no se podía entrar. Rosenda pasó un largo rato buscando, mientras respiraba polvo y olor a guardado y mataba unas cuantas cucarachas, hasta que por fin encontró la dichosa tela.

Un día Filomena encontró una rata muerta en su cuarto viejo y pensó en lo que le había dicho Rosenda una vez sobre limpiar el cuarto, así que llamó a Rosenda y le pidió que le hiciera el favor de limpiarle el cuarto y a cambio le regalaría algo de ropa vieja que guardaba. Rosenda aceptó encantada, pues así podría aprovechar de llevarse algunas cosas sin que su vecina se diera cuenta. Así pues, a la mañana siguiente, Rosenda fue a la casa de Filomena para limpiar su cuarto. Primero sacó la rata muerta, haciendo un enorme esfuerzo, ya que el olor que despedía era nauseabundo. Luego procedió a limpiar, siempre bajo la atenta vigilancia de Filomena para evitar que se robara algo.

Pero sucedió que Filomena sintió ganas de defecar, así que se fue corriendo al baño. En ese momento, Rosenda aprovechó para registrar el armario y allí encontró una vieja y rara estatuilla. Entonces se le ocurrió un plan: metió la estatuilla en su bolso junto con otras cosas y siguió limpiando como si nada. En ese momento entró Filomena.

-¿Te cagaste de solo ver esta inmundicia, no? –se burló Rosenda.

-¡Esto no es ninguna inmundicia! –le respondió Filomena, ofendida.

Y entonces las dos mujeres entraron en una fuerte discusión. Cuando se calmaron, Rosenda siguió limpiando el cuarto. Una vez limpio, ella se fue a su casa y arregló la estatuilla, la maquilló y la vistió de manera estrafalaria. Luego la colocó en una gruta y le puso flores. Acto seguido, llamó por teléfono a Filomena, que estaba quejándose de sus reumas, y le dijo que en una colina estaba el dios Huachamato, que podía sanarla de todos sus achaques. Solo tenía que colocarle todas sus cosas más preciadas que tenía en su cuarto –y que Rosenda codiciaba- a los pies del dios y que este le haría el milagro.

-¿Todas mis cosas? –preguntó Filomena, como si le hubiesen dicho que tenía que dar un dedo.

-Sí –le respondió Rosenda-. Si quieres la ayuda de Huachamato, tienes que entregarle como ofrenda lo que más quieres. Solo así sabrá que lo veneras realmente. Yo le di mis prendas favoritas y él me sanó de mi alergia.

Filomena, que era el ser más ingenuo que existía en esa vecindad y que estaba desesperada por sus reumas, se creyó la mentira y tomó todos los libros, la ropa, los utensilios de cocina y los cosméticos que tenía acumulados y los llevó a donde estaba la estatuilla del falso dios, las colocó a sus pies y pronunció la oración que Rosenda le había enseñado:

Magnánimo dios Huachamato,

por tu gran poder innato

tu divina ayuda pido.

Por eso a ti he acudido.

Rosenda la oyó escondida tras un árbol, muerta de la risa. Apenas Filomena se fue, Rosenda recogió las cosas que su vecina había dejado como “ofrenda”, entre las cuales muchas habían sido de ella, las metió en su bolsa y se las llevó a su casa. Lavó la ropa y los utensilios, le quitó el polvo a los libros, los colocó en su biblioteca y probó los cosméticos.

-Ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón –dijo.

De Filomena no supo nada en varios días, hasta que una tarde, ésta la llamó contenta:

-Ese dios Huachamato es muy milagroso –comentó, emocionada-. Ya me siento mucho mejor de mis reumas, ya no me dan esas alergias y el agua ya no me da diarrea ¿Sabes? He decidido fundar una iglesia Huachamatista y quiero que tú seas la sacerdotisa ¿Te parece? Arreglaré el cuartito para organizar los cultos. Desde mañana mismo empezamos.

Cuando Rosenda oyó esto, se quedó tiesa y soltó el teléfono. Ahora Filomena estaba peor: había dejado de ser acumuladora, pero ahora era una fanática de su propia secta. Rosenda empacó sus maletas y huyó lejos a la casa de su madre. Quiso hacer una gracia y le salió el tiro por la culata.

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