El humano que amasó el tiempo al lado de las olas

No quise convertir el tiempo en una pasión, pero cada momento cuenta y estresado por los segundos, viajo pendiente de las manecillas del reloj, que está en su etapa final, funcionando con una batería, que se ha desconectado del paso de los años y gira en un eje absolutamente distanciado de los compases, que la vida pone por delante.

Percibir el paso de los años, es una intuición, que se ha desarrollado en mí para expresar que las cosas definitivas que nos tocan vivir, tendrán siempre una línea continua, que avanza siempre, pese a que detengamos todos los motores de la existencia, siempre habrá un punto quemando el espacio hacia un destino sideral, que será luego traspasado por las iniquidades de las sensaciones vanas, que en nuestro trayecto, nunca podrán desaparecer.

Con atención en los intervalos, voy a ratos como un loco corriendo tras una quimera que persigo tras los horizontes, que me hacen soñar. Son los retratos que van construyendo las heridas de mi corazón, que sangra tardes enteras buscando un “no sé qué”, para luego dormirse en un tiempo, que tortuoso transita ruidoso por mis anhelos simples del vivir.

Hurgo delirante, en las afueras de las lógicas, porque busco salir de las influencias del tiempo, ese Dios loco, que tiene las llaves de los que nacerán mañana y está caminando a prisa por las cornisas de los edificios lujosos de una ciudad, que extrañamente va envejeciendo por el ruido infernal de los motores, que resonando entre calles, no transitan a ningún lado.

El tiempo es una bestia constante, infinito y paciente, como el atardecer, que se posa en el firmamento y va tiñendo de blanco el manto absorbente de la noche, que nos deja a oscura, solo percibiendo los sonidos acompasados de un reloj viejo, que está diciendo que hubo un antes que se quemó en las entrañas de los quehaceres simbólicos de los poetas, que murieron asfixiados por el ayer.

Es una línea recta, imperecedera, inmortal, que camina hacia el porvenir, dejando una huella inconstante; llevándose lentamente los años y dejando estelas de un pasado, que recarga los hombros de un período que no volverá jamás, porque no se puede desandar y tampoco se puede volver por aquellos senderos, que un día determinaron nuestras formas de ser.

Prisionero de una sensación de paso rápido, veo como cada día va arrollando y demoliendo las rutinas, para decir que no hay más que una sola constante en la vida: el implacable paso del tiempo, que desde los años arrasa con los sueños, legados, y proyectos que olvidaron a sus autores y deambulan inertes en un espacio-tiempo disparejo.

Pendiente de ese constante ir y venir de las olas del mar, que marcaron el compás del cual provengo, con una suerte de montaña rusa, que me hace ser, entre una pausada vida citadina y un náufrago de mis aventuras literarias, donde tengo depositada la fe de mi corazón, y espero un día beber de un agua más poderosa, que éstas redes, que aprisionan las formas de expresar lo que llevo dentro y deseo en compartir como un legado, que estará allí, ante los ojos de otro ser que caminará hacia los atardeceres del tiempo en busca de un final final.

Es existencialismo, con un dejo de fatalismo, que el tiempo coronó en mis acciones para encender las luces de un cerebro que aún no se convence que debe morir arrastrando las metáforas fallidas y los versos no escritos en la papelería fugaz de las sensaciones intensas de un amor ilusorio.

Son los verbos que nunca pude expresar y no tuvieron la fuerza de movilizarme por otros caminos y se extraviaron entre los anhelos y el paso de los días del verano, que selló las distancias de adioses definitivos, en un abrir y cerrar de ojos, que se miraron y desconocieron todo aquello que habían construido alguna vez…

Fue el tiempo, que me ganó cada partida y hoy mantengo a rayas, disfrutando de cada segundo que me toca vivir, porque aprendí a mirarlo de reojo, a calibrar sus constantes pasos y lo vi dejando en el camino a todos aquellos que alguna vez sentí cerca, que se fueron absortos, en una especie de rito pagano.

Provengo de las estaciones del año y el compás de la costa me ha vuelto un taciturno fantasma enamorado de las rutinas nuevas, que la madre naturaleza me ha enseñado, pero vivo en el desconcierto de las miradas fatuas que interpelan mis ocios permanentes y las palabras que aprisionadas en mi alma no logran salir a la superficie de mi boca y van cayendo como braza al fondo de mi corazón enfermo.

Hoy, calmado, con el tiempo por fin a mi favor, con esperanza en el mañana, consciente de lo que pasa, transito apegado a cada mañana en una fiebre que me envuelve para sentir que hay un ardor que me inspira cada mañana y me hace desatar los nudos de mi garganta en una especie de catarsis descontrolada.

Estoy disparatado con mis versos y mi narrativa, aunque es escasa de sintaxis cumple con los objetivos, porque sigue teniendo el mismo objetivo: ganar tiempo, minutos, segundos, días, para vivir… para ser consciente, para estar atento a cada segundo que pasa, aunque sé que no tengo ninguna chance, escribo y escribo en una sábana que me aguarda cada mañana para decir “algo pasa”.

Entre estos intentos y la realidad, me debato lejos de las angustias, creando un universo que pueda amparar mis sueños, que porfiadamente están llenando de pistas mi corazón errante.

Son los signos que me persiguen, que no puedo interpretar de una manera razonable, por lo que transito siempre acompañado de una especie de aura de dudas y reflexiones sobre lo que estoy viviendo.

Son trazos de vida que se adhieren a mi piel y me ponen en un rumbo desconocido. Por primera vez, avizoro que no hay puertos con certezas, solo horizontes por conquistar y un deseo de tiempo amarrado a mi destino.

Es el viaje hacia la muerte, donde nos espera la incertidumbre pura, el vacío existencial, la nada creadora de materia y el instante, donde ya no dependerá del tiempo. Es el final de los relojes, de los apresuramientos, de las esperas que se tramitaron desde el vientre, hasta el último segundo existencial. 

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