Dolor

El dolor es una emoción muy de adentro, aflora cuando sentimos que aquello que amamos, se va para siempre… y nos deja una herida en la cien, que baja hasta nuestras lágrimas, rompiendo los hilos del tiempo y regando de incomodos sentimientos, los umbrales de un mundo que se pone gris y se llena de escuelas abandonadas y salas frías y lápices rotos… Aún están llorando las aulas vacías, donde la tiza y el pizarrón construían nuevas vidas.

Hay un dolor que se produce en el centro del corazón, que no se puede detener, que fluirá por un tiempo indeterminado y va transformando nuestro corazón en embarcaciones que enfrenta a las mareas más inteligentes, pero que nos hace naufragar igual en el intenso mar de nuestras pasiones, que se habían comprometido con las estrellas, en esos atardeceres rojos de nuestra juventud.

El dolor gatilla la tristeza y también la soledad. En la mira de esos sentimientos hay un colchón de nubes que el tiempo va creando con el pasar de los años y van cuajando historias y se va llenando de humo nuestra corteza cerebral, al punto que no somos ya capaces de saber qué somos… Pero en los escenarios monumentales del dolor, donde un glaciar de abatimiento nos inunda hasta el entrepiso de nuestros cerebros, la congoja no hace sinapsis y navegando a la deriva, solo respiramos por los orificios de la subsistencia.

El dolor, es una forma de defender nuestras almas y nos sirve para refugiarnos y creer que nuestro ego está a salvo. El dolor, es también un educador feroz, porque nos sitúa en un espacio de los afectos que nunca aprenden la lección y vagamos como emisarios del otoño apagando los colores del verán, hasta que un amarillo furioso muere a los pies de un árbol roto por la angustia.

El dolor punza la piel y desahoga el río de lágrimas, que tenemos todos adentro, un río, que a veces, no nos ahoga y no nos deja vivir; que nos arrastra sin control hacia un desconocido paramo, donde poco a poco, nos reinventamos, tejiendo a nuestro alrededor una coraza muy dura y potente.

Con una mascarada de respuestas vagas, caminamos el sendero de las heridas del alma; de los huesos rotos; de los quebrados pasadizos de nuestro ser, que despojado de sus afanes naturales, convaleciente luce las tristes gasas de las heridas mortales del tiempo.

El dolor proviene de fuentes diferentes. Hay dolores que proceden de traumas violentos, que se pueden atenuar con la ayuda externa. Otros dolores, que vienen de frustraciones y expectativas, que no se cumplen. Dolores que son causados por nosotros mismos, que dejan una huella, pero que de un día para otro, huyen sin que nos demos cuenta.

Pero hay dolores, tan profundos, que no existe una medicina que la pueda aminorar. Esos dolores son muy particulares y tienen que ver con la forma en que decidimos amar y hasta donde decidimos subir en nuestras relaciones humanas. Mientras más intenso es ese amor, más dolor acumulamos en nosotros.

Tarde o temprano, conocemos sus alcances, aunque las promesas sean selladas con sangre, el dolor aflora como un estigma de quien vive profundamente la vida y de un día para otro decide dar un salto en el tiempo y sobrevivir el sueño roto y amenazado por las claridades de los días se sumerge en las oscuras ventanas del tiempo, solo y sin los arrestos de vida que nos da la mañana.

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