Destino de un poeta que no salió a fumar

Cultivo en piel una especie de canto dotado de sinrazones, melodía de un corazón que bombea un aceite denso, que hace que consuma atardeceres opacos, para avistar apenas la luz semánticas de las estrellas, que busco en el firmamento con desesperación de enfermo desahuciado. Una única esperanza me sostiene, mientras el humo enceguecedor de la tarde mustia, traslada los restos de la humanidad hacia otro espacio, que se ha inundado de llantos y sonidos tristes.

Es una porfía quijotesca, que sigue una estrella imaginaria, con la sed de encontrar por fin, una seña que me permita inscribir los versos, que hagan invisible al tiempo. Una manía por escabullirme entre las horas tiernas de la mañana otoñal, que está acostumbrándose a regalar vientos tibios, en medio de hondonadas de insultos, de un invierno inminente. Son palabras que se acostumbraron a escribirse en las madrugadas feroces de los vientos del corazón, que escribe con sangre, lo que llevamos dentro.

Una quimera, que está atada a los últimos suspiros de nuestras vidas y prepara los nacimientos que vendrán, con la pericia de las abejas en primavera. Una especie de juegos gramaticales, que van haciendo camino entre las conversaciones, de los nuevos habitantes de un esmerado país, sin las banderas nacionales. Una aventura, que se asoma por los ojos moribundos de quien habitó este planeta y se fue en silencio, masticando las notas desgastadas de una guitarra somnolienta.

Es una locura por llegar más allá de la vida, por encontrar el sentido básico de lo que somos, con la humildad de los seres, que hacen crecer los amaneceres rojos, en la curvatura de un espacio sin fin. Espacio, donde desnudos dejamos de existir para los demás y retornamos a los hechos concretos de la química y la física incuestionable, de los que hicieron el mundo, pensando en la niñez inmutable de los hombres, que están retornando desde los altos sitios de la memoria corrompida por las ansias del tener claridades, en los futuros de cada día.

Un anhelo que quiere internarse en las entrañas de la muerte y clavar allí, algunos versos, para ver si es posible lo imposible; construcciones en medios de los páramos del cerebro, que tiene atado un mundo, que está hecho solo de fragmentados anhelos por vivir sin pensar, que somos pasajeros de una legión de seres, que se amamantaron de las metáforas crecientes de una era sin “los aeroplanos del calor”.

Hay invasiones pequeñas en mi piel, que van consumiendo mis últimos años. Son hormigas que recorren mi cuerpo, posicionándose de mis azucares y enseñándome el paso firme y ordenado de un ejército que traza en silencio todos los destinos. Son la elucubraciones inútiles, que gráfica el tiempo para que la congoja de nuestros muertos no sea tan indiscutible y nos riamos un poco de nuestros nichos inactivos, que nos esperan más allá de la muerte.

Son versos que se me escapan hacia un universo sin tiempo, donde las palabras adquieren un tono creador y rehacen mundos y queman sueños, señalando destinos inciertos y melancolías, que se van urdiendo sin pedir los permisos correspondientes, en una marea de sensaciones por la partida de quienes estuvieron aquí, bebiendo el trago dulce de la vida nueva.

Son los últimos suspiros de un emperador de sueños, que tuvo en sus manos el reloj sin tiempo y lo perdió en una mañana intensa, entre las líneas disparatadas de un poeta loco, que solo tuvo un verso para abrir los caminos de la eternidad, sin necesidad de rezar y cantar; sin banderas ni consignas… solo un verso, que abrió la mente para izar nuevos mundos, al compás de un batallón de muertos, perdidos en el desierto.

Es el tiempo, que hace un recorrido inexorable por mi cuerpo, que ni las heridas profundas que deja el adiós, puede cambiar su rumbo funesto. Son un martilleo constante, que va conduciendo todo hacia el infinito. Es persistente y paciente, quema los segundos, donde mi corazón atribulado escribe sus últimas palabras como si fuera perentorio irse sin despedirse y quedarse inerte entre las sabanas sin tiempo para renacer en la memoria de los afectos que se expresaron en apretones de manos y en abrazos tiernos de un mundo que está extinguiendo.

Son tres cuerdas con el mismo motivo: el tiempo maldito, que nos dice que tenemos un epitafio que nos espera; el destino, con sus caminos torcidos, que convergen justo en el sitio donde elegimos antes de nacer; y la muerte, que se les ocurre viajar unidas a mi cerebro y lucha en mi corazón por sostener un protagonismo mayor al que merece.

El paso del tiempo, ha anclado muchos momentos, que en retrospectiva me hacen ser lo que soy: una proyección de lo vivido, con sus luces y sombras; un camino recorrido sin poder desandar; un viaje, a ciegas, comandado solo por el instinto de sobrevivencia y el deseo profundo de ser poeta, que escribe crónicas de un tiempo ya extinguido.

Sé que el destino, el tiempo y la muerte creen regirme, pero hay universos íntimos y trascendentes, que se cultivan en el alma, antídotos para la quemante muerte, que me persigue como una sombra, anclando los momentos y clavando sus espinas. Muestras de las horas, que no me dejan hablar en los idiomas incorruptibles.

El destino, como un ciego hace sus apuestas y siempre encuentra las vías, que ha trazado desde antes de nacer…como los pliegues en la página en blanco, que se han revelado, controlando mi verbo y mis intenciones… Una poesía que no se escribirá jamás, porque estoy rondando sobre otros ejes sin tiempo ni espacio. Allí me he convertido en un soliloquio de la esperanza simple de una palabra que creará al fin su propio mundo.

A veces es el tiempo, que llevamos dentro, con sus largos y cortos pasos, que conduce nuestros día a día… Son los horarios y son los momentos: cortos y largos del tiempo que transcurre pese a todos los esfuerzos de mi conciencia y mis mejores versos de ficción, que han anulado su golpeteo constante, lanzando una señal difusa a mi espeso corazón que sopla vientos.

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