DESAPARECIDO

promo publicacion

El abuelo de mi amiga Tessa, al cumplir los noventa años, empezó a hablar en pretérito. Decía “fui al baño”, se incorporaba e iba. Decía “me fui a dormir”, se incorporaba e iba derecho a la cama. El anciano, afirma mi amiga, había cobrado entera conciencia de que no era sino “una criatura perteneciente al pasado”.

—Fui al baño —dijo, como tantas otras veces. Tessa y yo nos miramos con asombro y dejamos escapar unas risitas entrecortadas. Lo que debía parecernos normal, era algo completamente fuera de lugar y nos hacía mucha gracia: el abuelo de Tessa realmente había ido al baño; acababa de cerrar la puerta tras de sí y todavía podía escucharse el agua del retrete. ¡Qué bien! El anciano volvió a ubicarse en el tiempo y en el espacio, pensé. En ese momento yo no tenía idea de lo que estaba por suceder.

—Qué bien, abue —le contestó Tessa tratando de no parecer descortés, aunque ambas sabíamos que aquel anciano no entendía ni la mitad de lo que se le hablaba, que daba igual si se le respondía o no; no era capaz de mantener una conversación. Su cuerpo encorvado y decrépito se desplazaba de un lugar a otro de la casa, buscando cubrir sus necesidades básicas; comer, ir al baño y dormir, cuando no hacía esto, solo estaba ahí, sentado en el sofá con la mirada perdida en el horizonte.

Esa noche dormiría en casa de Tessa, siempre la visitaba, pero nunca me había quedado a dormir. Ella insistió muchísimo, incluso su madre llamó a la mía para pedirle permiso. Veíamos una peli de terror, y justo en la parte en la que la protagonista está a punto de abrir la puerta de donde provenían los extraños ruidos que la atormentaban cada noche, la tele se apagó, los focos empezaron a parpadear y un sonido estruendoso nos hizo saltar de nuestros asientos. De repente, el abuelo de Tessa apareció frente a nosotras.

—Lo ha hecho de nuevo —susurró con la vista puesta en el piso—. Debes irte —agregó. Pero esta vez me miró fijamente, sus pupilas rodeadas por una franja entre gris y celeste, se clavaron en las mías por un instante, el rostro surcado por un sin fin de grietas permaneció impasible frente a mí. Entonces, dio media vuelta y caminó de regreso a su habitación. El televisor se prendió, rompiendo el silencio que se había extendido por unos segundos.

—Tremendo susto que nos ha dado abue, ¿no? —dijo Tessa soltando mi mano. Yo seguía paralizada.

—Sí. Mejor nos vamos a dormir ya —le contesté cuando salí de mi asombro.

Tessa se quedó dormida tan pronto cerró los ojos; roncaba como un tigre. Yo, por mi parte, no lograba conciliar el sueño. Permanecí mirando al techo por varios minutos hasta que escuché pasos y voces. Me levanté y caminé hacia la puerta; la abrí, apenas lo suficiente como para echar un vistazo.

—Esta será su última vez —escuché musitar a una voz masculina.

—Claro, cariño. Por eso Tessa y yo nos hemos encargado de traer otro. Los pasos se escucharon más cerca, entonces pude ver al señor y la señora Jones, los padres de Tessa. Caminaron por el pasillo y bajaron las escaleras. Algo dentro de mí me decía que los siguiera. Miré a Tessa, dormía como una piedra, así que salí de la habitación y caminé de puntillas hasta asomarme por la baranda, y pude ver al abuelo de Tessa sentado en una silla de ruedas con los brazos y los pies atados a esta. Sus ojos permanecían cerrados. En su frente y en sus mejillas tenía pegados unos círculos blancos de los cuales salían pequeños cables conectados a una máquina. La madre de Tessa oprimía botones en el aparato, que emanaba luces azules, rojas y verdes. El señor Jones observaba.

—¡Listo! Subamos a la alcoba, cariño, regresaremos en…

—La señora Jones hizo una pausa y miró el reloj en su muñeca— …dos horas.

El señor Jones apagó la luz de la sala. Corrí hacia la habitación y me metí en la cama. Después de unos minutos la puerta de la habitación se abrió, yo cerré los ojos.

—¿Ves? Aquí está. ¡Deja la paranoia, mujer! —susurró el señor Jones. 

En cuanto escuché que la puerta se cerró me levanté de un brinco, me puse mis tenis y salí de la habitación. Bajé las escaleras y me dirigí a la puerta principal.

—Benjamín Davis —dijo el abuelo de Tessa justo cuando giré la manilla—. Ese es mi nombre real, no tengo noventa años y no soy el abuelo de tu amiga Teresa.

—¿Qué? ¿Cómo? Yo… —No pude articular una oración entera.

—Hace veinte años conocí a Teresa; “Tessi”, como la llamaba de cariño. No aquí, claro, nos hemos mudado muchas veces desde entonces, ya sabes, para cubrir los rastros.

Éramos mejores amigos. Con el tiempo, nos hicimos novios. «¿Veinte años? Pero si Tessa solo tiene dieciséis, igual que yo», pensé.

—Lo siento, debo irme —le dije mientras abría la puerta.

—En aquel entonces los dos teníamos dieciséis —dijo el anciano. Entonces me detuve, pero no di la vuelta para verlo—. Un día Tessi me pidió que la visitara de noche, sus padres no debían enterarse, así que trepé hasta entrar a escondidas por su ventana. Tessi me esperaba en la cama, estaba en ropa interior y me pidió que me acercara, cuando lo hice, un porrazo en la cabeza me dejó inconsciente. Al despertar, estaba justo donde estoy en este momento, inmovilizado, conectado a esta maldita máquina, y así ha sido cada noche desde entonces. —Me alejé de la puerta con pasos lentos, di la vuelta y le puse atención—. Comencé a envejecer apresuradamente, en tan solo un par de años ya me veía de treinta.

Teresa y sus padres toman turnos para conectarse a la má-quina, pero en ellos tiene el efecto inverso; los mantiene jóvenes, como si succionaran poco a poco la vida de dentro de mí y se la inyectaron en sus cuerpos. Conforme transcurrió el tiempo, fui decayendo, mis piernas se movían cada vez más lento, levantarme empezó a resultar una gran hazaña y las palabras no salían de mi boca como las pensaba en mi mente, se tropezaban conforme las pronunciaba, oyéndose como disparates de un viejo senil, entonces se percataron de que ya no era necesario mantenerme dopado o atado, bastaba con llamarme “abue” y dejarme deambular por la casa. 

»Pero ahora necesitan carne fresca. Traté de advertirte, pero estos momentos de lucidez son… Hoy morí. Benjamin Davis, Benjamin Davis, Benjamín Davis… —No dejaba de repetir su nombre, yo lo miraba perpleja— …1903 de la avenida Freedman, Oceanside, Nueva York. Benjamin Davis. 1903 de la avenida Freedman, Oceanside, Nueva York. Benjamin Davis. 1903 avenida Freedman, Oceanside, Nueva York. Benjamin Davis…

Salí corriendo y la voz del anciano se repetía una y otra vez en mi cabeza: Benjamín Davis, 1903 avenida Freedman, Oceanside, Nueva York. Había dejado mi móvil en casa de Tessa, era medianoche y la calle estaba vacía, excepto por un grupo de chicos parados en una esquina, a lo lejos. Corrí hacia ellos, estaban tan drogados que no entendían ni media palabra de lo que les decía y solo se reían como locos. Una chica en el grupo extendió su mano hacia a mí.

—Toma, llama a quien tengas que llamar —me dijo.

Tomé el teléfono y enseguida marqué el 911. Cuando estaba a punto de presionar el círculo verde en la pantalla, pensé: ¿llamaré a emergencias para decirle que mi amiga de dieciséis secuestró a su novio hace veinte años y que ahora él tiene noventa y es su abuelo? No, pensarán que estoy hasta las nubes de hierba. Entonces marqué el número de mi madre.

—No puedo creer que Teresa y tú salieran con esos chicos y peor, que ella se fuera con uno de ellos. Llamaré a sus padres para asegurarme de que está bien —dijo mi madre de camino a casa. Conducía muy rápido, lo que solía hacer cuando estaba enojada.

—¡No! —grité. Mi madre me echó una mirada inquisitiva por el retrovisor—. Me ha escrito, ya está en su casa, está bien, por favor, no la metas en problemas —agregué bajando la voz, tratando de parecer calmada. El resto del camino transcurrió con mi madre dándome un sermón y explicándome todos los mandatos de un castigo eterno que iniciaría esa noche y terminaría cuando cumpliera la mayoría de edad. Yo me limité a asentir con la cabeza cada vez que ella me miraba por el retrovisor. Al llegar a casa subí rápidamente a mi habitación, prendí mi laptop.

“Joven de dieciséis años desaparece en extrañas circunstancias”. Fue uno de los muchos titulares que aparecieron cuando escribí en el buscador “Benjamín Davis, 1903 avenida Freedman, Oceanside, Nueva York”. Lo realmente perturbador fue la fecha: 2002; Benjamín había desaparecido dieciocho años atrás. El joven en la foto tenía la misma mirada del anciano en casa de Tessa, su color de piel, los hoyuelos en sus mejillas, su nariz respingada, la forma de sus cejas. El chico en las fotos con la palabra “desaparecido” era el abuelo de Tessa unas siete décadas más joven. Esa noche no dormí.

Al día siguiente, en la escuela, el asiento de Tessa permanecía vacío mientras esperábamos a que comenzara la clase.

—Señorita García, ¿sabe por qué no vino Teresa hoy? —le pregunté en privado a la profesora de literatura cuando terminó su clase.

—Oh, linda, ¿cómo es que no lo sabes? El abuelo de Teresa murió. Ella tuvo que irse de emergencia a Irlanda, para poder enterrarlo en su país natal, como era su deseo. Eh, querida siéntate… —La señorita García hizo una pausa, dejó salir un suspiro y continuó—: la familia de Teresa heredó

varias propiedades, al parecer se mudarán, solicitaron sus papeles académicos. Tal vez no ha tenido tiempo de contarte, por lo rápido que ha sido todo, pero tu amiga no regresará. Pobre chica, ya se ha mudado tanto por el trabajo de su padre y ahora, irse así del país, espero que se adapte.

Recomendado1 recomendación

Publicaciones relacionadas

0 Comentarios
Comentarios en línea
Ver todos los comentarios

¡Descubre los increíbles beneficios de esta valiosa comunidad!

Lector

Escritor

Anunciante