Dentro de un Puño de Hierro

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Portada Dentro de un Puno de hierro 1

Ya era la segunda vez aquella noche que despertaba aterrada, lanzando golpes y buscando a tientas su espada en la oscuridad; empapada en sudor y examinando cada esquina de la tienda de campaña para localizar al emisor de aquel rugido lleno de ira y desesperación.

Cuando logró calmarse, si podía llamarse calma estar de pie al lado de su catre con una vela encendida, rememoró al detalle aquella mañana que había dado comienzo a la pesadilla que la acosaba.

Para la Señora de Jinetes, Carolina Zarza, ese día frío treinta días atrás era como cualquier otro. Estaba montada en su yegua y frente a ella un campo de pastos bajos y piedras grises la separaba de un ejército de rebeldes. Los jinetes que la acompañaban, tan solo una cuarta parte de su ejército, esperaban la orden y ella no iba a retrasar más la batalla, pues no habían desayunado.

—Que avancen —le dijo a su mariscal con indiferencia.

Este, cubierto de arriba abajo con una gruesa armadura, la obedeció sin titubeos. Levantó la mano derecha y cerrando el puño gritó.

—¡La tierra tiembla!

Al instante los estandartes se levantaron y un mar de corceles avanzó a toda velocidad con ella en la primera fila, como le era costumbre a pesar de su edad. Todo debió salir según lo esperado en una masacre como cualquier otra, pero un aullido espantoso cambio el curso natural de la historia, amedrentando a jinetes y caballos por igual. Carolina no había escuchado en sus veinticinco años de servicio militar un grito semejante, y aun así había algo que le parecía dolorosamente familiar.

En la aparente tranquilidad de su tienda de campaña cerró los ojos y respiró profundo, tratando de recordar de donde venía aquel sentimiento nostálgico. Segundos después, como un aluvión, esa agonía volvió y la sobrecogió haciéndola romper la vela que sostenía en sus manos.

—Eso no me ha dicho mucho… ¿Han de ser así el resto de mis días? —Se lamentó en voz baja mientras la cera caliente le quemaba las manos antes de endurecerse— Que mala sensación.

Se vio las manos, callosas y llena de cicatrices, y esbozó una sonrisa melancólica mientras se sacudía la cera. Luego encendió otra vela antes de sentarse en el catre. Pasados unos segundos su mente volvió, sin que ella quisiera, a la batalla de Berbento.

Su yegua, aunque era de las mejores del reino, no fue la excepción en aquel caos y encabritada casi la hace caer al suelo, pero logró controlarla. Mientras esto sucedía los jinetes de las dos filas traseras pasaron de largo bloqueándole la vista, por lo que no pudo ver al causante de todo aquello. Lo que sí pudo ver, lo que de hecho todo el mundo vio y todo el mundo recordara para siempre, fue al imponente dragón divino que llegaría cuál relámpago en la oscuridad; aplastando y calcinando a sus caballeros sin dificultad.

Sin saber bien como, logró escapar de las llamaradas de la descomunal bestia, aunque no del recuerdo aterrador que quedó grabado en su memoria desde aquella mañana gélida hasta esa noche sombría en un campamento cerca de la frontera norte del reino. Aquel grito y la llegada de la criatura milenaria la seguirían para torturarla en sueños con más diligencia de la que jamás tuvo ella para cumplir la voluntad de su rey.

—Será algún tipo de castigo divino —se repetía con un tono indoloro—. Pues te lo tienes bien merecido.

Y diciendo esto se volvió a recostar en el catre e intentó dormir, en vano. Para su buena fortuna no pasaron ni treinta segundos de haber cerrado los ojos cuando alguien la llamo tímidamente desde la puerta.

—Mi señora —exclamó una voz profunda y armoniosa—, ¿está despierta?

—Si hubiese estado dormida ya me hubieses despertado ¿qué sucede mariscal?

—¿Puedo pasar?

—¿Si te dijera que no te quedarías parado en la puerta de mi tienda?

—Hasta que me diga que puedo pasar, mi señora…

Un silencio profundo gobernó por cerca de un minuto, hasta que Carolina suspiró resignada, sentándose en la orilla del catre.

—Pasa de una vez, Anterior, y dime que está sucediendo ¿por qué me molestas?

Sin titubear un hombre de mediana edad, alto y fornido, cruzó el umbral, con la armadura puesta y en un estado impecable. Su rostro era rígido y de mirada inflexible. El mentón cuadrado estaba adornado por una barba rubia y frondosa que se fundía con unas patillas pobladas y finalmente con sus largos cabellos, peinados hacia atrás con diligencia y sujetados por una cola de caballo corta. Aquellos ojos verdes no denotaban ni una mísera muestra de duda mientras avanzaba hacia Carolina. Se hincó en una rodilla y le tendió un pequeño sobre con un sello de cera púrpura.

—El gran Robert Alexei vuelve al ataque —dijo desdeñosa al tomar la carta.

—Eso me temo mi señora —contestó con seguridad—. Si me permite darle mi opinión…

—Te lo permito.

—Mi señora, el rey se ha vuelto errático y sus órdenes cada vez son más… preocupantes.

—Sí, sé a lo que te refieres —le respondió mientras inspeccionaba el sobre— ¿no has roto el sello verdad?

—Nunca haría tal cosa, mi señora. El sello púrpura jamás ha de ser roto por alguien que no sea un Señor o una Señora de Jinetes.

—Bien… —inhaló profundo antes de romper el sello, pero pronto algo la detuvo. Transcurrieron varios segundos mientras Anterior la miraba con curiosidad.

—¿Pasa algo mi señora?

—Mariscal Anterior —rompió al fin el silencio— ¿cómo están mis jinetes?

—Están preparados para salir con el sol, mi señora —contestó con firmeza. No había terminado de hablar cuando Carolina ya estaba negando con la cabeza.

—No me entiendes —y diciendo esto se levantó.

Carolina ya era una mujer mayor, pero no por eso era lenta ni su cuerpo estaba aletargado. Con agilidad caminó al baúl con sus pertenencias y encontró un abrigo largo que le llegaba hasta los tobillos. Se lo puso de inmediato sobre la gruesa túnica purpúrea que usaba para dormir y salió de la tienda seguida por Anterior.

—Mi señora, por favor, explíquese, se lo ruego.

Anterior le pedía respuestas, y ella lo ignoraba mientras comenzaba a caminar sin rumbo, dispuesta a sumirse en un viejo recuerdo, pero no sin antes mirar al mariscal.

—Cuando era pequeña mi padre me decía todo el tiempo que cuando hubiera grandes tormentas corriera a esconderme porque… porque las bestias salían del fondo del mar —explicó devolviéndole una mirada penetrante a Anterior. Reflexionó unos segundos en silencio, ante la mirada perpleja del mariscal— ¿Quién me iba a advertir que lo decía en serio?

Carolina Zarza no siempre fue una Señora de Jinetes, como se le conocía al más alto rango del ejército Velorino; de hecho, ni siquiera era Velorina de nacimiento. Ella nació en el seno de una familia de granjeros, en una aldea ubicada en el Mar de las Agujas, sobre una gran isla que formaba parte de un conjunto de cayos escarpados, donde los fiordos dominaban y las playas, pedregosas y de arena negra, eran escasas. El Archipiélago Silvana era un lugar hostil para vivir.

En aquel poblado no había nada interesante, un puerto, una taberna, un mercado, una posada, muchas granjas, una casa comunal donde se elegía cada cinco años un representante y una armería para poder defenderse de bandidos ocasionales. Quienes vivían ahí eran personas muy simples, sin demasiadas aspiraciones más allá que las de conseguir comida para llenarse la panza en el día y licor para divertirse por las noches.

Ahí, en medio del salitre, inviernos que castigaban la piel y veranos bochornosos, se crio Carolina Zarza.

Desde muy pequeña se dedicó con diligencia a cuidar el ganado de su familia; dos vacas, tres caballos, algunas ovejas y muchas gallinas. Hacía tan bien su trabajo que la mayoría de sus tardes quedaban libres, permitiéndole divertirse con lo poco que tenía a mano.

Aprendió a cabalgar muy rápido y podía vérsele pasear por toda la isla hasta que el sol se ponía. También se le conocía bien en el poblado por ser una soñadora, ya que tenía por costumbre recostarse sobre los pastos del recodo del río a mirar las nubes. Quien quería encontrarla solo debía buscarla al atardecer por la orilla, y si no estaba ahí seguramente estaba en el puerto.

—El olor del agua salada me encanta, y el mar es menos frío en verano, no entiendo por qué a la gente no le gusta nadar —se justificó una de tantas veces que ante la mirada perpleja de marineros y mercaderes, la niña de a lo mucho nueve años se bajaba de su yegua favorita, Cantadora, y se sumergía cuál sirena en el oscuro Mar de las Agujas.

Lo que no muchos sabían era la afición de Carolina por los cuentos de aventuras y los romances caballerescos. De haber tenido alguien que le enseñara leer y escribir hubiese sido una gran cuentista… o cuando menos una aficionada de la lectura, pero la realidad era otra y dependía por completo de las historias que inventaba su padre para entretenerlas a ella y a su hermana mayor, Priscila.

Casi siempre eran cuentos graciosos o fantásticos sobre tierras lejanas de las que él solo había oído hablar, aunque a veces, cuando había algún chubasco y para desagrado de su esposa, aquel granjero no se contenía, y les narraba una leyenda del archipiélago Silvana que llenaba de temor el corazón de las niñas. Una historia sobre bestias de dos cabezas que aprovechando la lluvia de las tormentas, salían volando del fondo de los mares asiendo alboroto con sus inmensas alas y chillando tan fuerte que la gente quedaba sorda, mientras atacaban los poblados de todas las costas desde ahí hasta Veloria.

—¿Tú los has visto papá?

Esa era la pregunta recurrente de Carolina al oír aquella historia, sobreponiéndose al miedo, deseosa de que su padre admitiera de una vez por todas que si había visto a esas terribles bestias. Mientras tanto, Priscila se tapaba los oídos para no seguir escuchando ni la historia ni las olas del mar que sonaban a lo lejos, chocando contra las rocas del acantilado.

—No… pero mi abuelo no dejaba de repetirme que cuando hubiese grandes tormentas corriera a esconderme, porque las bestias saldrían del fondo del mar —respondía con calma.

Un miedo profundo quedó grabado en el corazón de las niñas, que los días de lluvia corrían aterradas a esconderse bajo la cama. Pero pasaron los años y aquella temida tormenta acompañada de los aleteos y el chillido de las bestias jamás llegó.

La adolescencia eventualmente tocó a la puerta de Carolina, perfilando su rostro y haciéndole crecer el busto y las caderas. Se convirtió en una pelicastaña coqueta y risueña que hacía suspirar a todos los jóvenes de la aldea a pesar de su gran y bien conocida indiferencia.

—Los tienes a todos a tus pies y aun así no haces más que burlarte de todos de ellos ¿no te gustaría tener aunque sea un novio para pasear? —le recriminó Priscila.

—Me va muy bien sola y así seguirá —respondía sin recato.

—¿Y quién te va a dar todo cuando papá ya no pueda?

—Yo no necesito quien me mantenga. Además —decía lanzando una mirada retadora—, los romances no dejan tiempo para la aventura.

Y aunque al principio lo decía en broma para sacudirse a su hermana más que otra cosa, poco a poco la idea de cruzar el mar en busca de otra vida dejó de parecerle una locura. Quería conocer aquellos parajes remotos y vivir una historia nueva cada día.

Su padre, un hombre indiferente a los protocolos, tampoco llegó a presionarla para conseguir un esposo que la mantuviese, aunque aquello fuera lo normal en una aldea tan aislada.

—Que sea feliz a su manera, yo no tengo problema con eso —era lo que contestaba cuando le preguntaban al respecto. Si le insistían mucho él finiquitaba diciendo—. Yo no soy su dueño, Carolina puede hacer lo que quiera. Si tienes alguna otra queja, dísela a ella, no a mí.

Así, con una idea firme y un padre comprensivo que no iba a truncar su felicidad por los deseos de ningún hombre, por adinerado que fuera, pasaron los años sin que la vida cambiara mucho. El sueño casi imposible de ser una aventurera aún latía en su corazón de veinteañera, pero la ausencia de dinero para montarse en un barco, la falta de experiencia con armas que no fueran ramas y su nulo conocimiento a la hora de leer la habían detenido.

De igual forma era feliz; la isla siempre tenía algún nuevo lugar por conocer y aunque sabía que el mundo era un lugar inmenso por explorar, su hogar le bastaba de momento. Imposible le era saber que poco faltaba para que aquella forma de ver las cosas cambiara radicalmente y por la razón que menos podía sospechar.

Una tarde como cualquiera, cabalgando por el sendero que descendía hacia el puerto, cruzó miradas con un joven mancebo que caminaba junto a una carreta jalada por mulas, cargada de bultos, cajones y dirigida por un hombre alto y espectral de piel demasiado blanca y rasgos demasiado duros. Por primera vez Carolina sintió que la tierra se movía bajo sus pies, aunque iba a caballo, y que algo revoloteaba en su panza. La espalda se le sacudió entre escalofríos mientras preguntaba en voz baja.

—¿Qué ha sido eso?

—Te han flechado, a la gran Carolina la han flechado —le contestó su yegua, Cantadora, que aunque no podía hablar, años de amistad hacían que Carolina supiera interpretar sus relinchos y resoplidos, dándole una voz.

De golpe una sensación cálida la hizo salir de aquel profundo trance que la había hecho navegar por un mar de recuerdos. Se encontraba de nuevo en el campamento en la frontera norte; el frío calaba en los huesos y la nieve caía con delicadeza sobre las tiendas y el gorro de su abrigo. Frente a ella se encontraba una hoguera rodeada por algunos jinetes, hombres y mujeres que se mantenían en silencio, viendo al suelo y nada más.

—¿Mi señora? —preguntó Anterior confundido tras esa marcha silenciosa— ¿Algo le está pasando?

Ella lo miró, negó con su cabeza y pasó siguiente avanzó hacia la hoguera sin titubear.

—Jinetes —dijo con suavidad a modo de saludo mientras se abría paso y buscaba asiento. Los jinetes salieron de su letargo y se pusieron firmes ante su señora.

—¡La tierra tiembla! —gritaron al verla, permaneciendo firmes aunque ella intentó interrumpirlos haciendo gestos con sus manos.

—Paren, paren… no he venido en calidad de Señora de Jinetes, guerreros míos. Hoy solo soy una anciana que busca una llama para calentarse —explicó mientras se sentaba sobre una pila de leños que quedó desocupada—. Descansen, siéntense conmigo, por favor.

Aquella era una orden difícil de obedecer y todos dudaron un poco, no porque la Señora de Jinetes fuera cruel con las tropas, sino porque ella era amante de los protocolos y aquello en definitiva se salía de la norma. Obedecieron porque no había otra opción, pero permanecieron en silencio, viendo al suelo, esta vez rígidos y nerviosos.

Ante esta actitud Carolina suspiró, negando lentamente con la cabeza, y antes de darse cuenta su mente volvió a divagar.

En una aldea que había crecido tan poco en tantos años era raro ver gente nueva aventurarse afuera del puerto, mucho menos con intensión de asentarse. Por eso causo revuelo la noticia de que un viejo mercader de Veloria acompañado por su hijo harían de aquel paraje, rústico a los ojos de cualquier citadino, su hogar.

Compraron una granja en el extremo sur de la aldea, cerca del puerto, y en pocas semanas la adaptaron para abrir una tienda de artículos varios como ropa fina, herramientas de navegación, mapas, armas, especias y otros artilugios que no solían encontrarse en el mercado local.

Ese muchacho recién llegado, contrario al padre, era risueño y un poco rechoncho, por lo que podía sobreentenderse que le gustaba el buen comer y el buen beber. Era apuesto, con una risa carismática y el cabello colorado, siempre bien peinado. Sus mejillas sonrojadas, llenas de pecas y aquellos dientes brillantes le sacaban una sonrisa a cualquiera.

Carolina, sin un dejo de timidez, comenzó pasearse frente a la tienda con Cantadora, esperando que aquel apuesto muchacho que no se dejaba ver con frecuencia por la aldea apareciera para ella.

—¿No será mucho esfuerzo? Mejor que te busque él —le decía Cantadora con resoplos mientras intentaba dar la vuelta.

—Vamos, no seas necia y avanza, igual si no me ve no podrá saber que debe buscarme.

Tuviera o no razón aquella yegua, eventualmente la táctica rindió frutos y el pelirrojo, con más o menos disimulo en cada ocasión, comenzó a asomarse por la ventana o a barrer el pórtico a eso de las cinco, justo la hora a la que Carolina pasaba pavoneándose con su larga melena castaña, sujetada por un lazo bermellón.

Una tarde pocos meses después de iniciado aquel ritual, al muchacho se le hizo tarde atendiendo a un capitán que estaba comprando algunas mercancías exóticas. Lo despachó todo lo rápido que pudo hasta que por fin se marchó a eso de las seis. Fue recién en ese momento que el joven pudo correr al gabinete, coger la escoba y salir apresurado por la puerta principal. Tenía muy pocas esperanzas de ver a Carolina y fue por eso que no pudo disimular su sorpresa al encontrarla ahí, montada en Cantadora, mirando con ceño fruncido hacia la puerta mientras él, tratando de recuperar la compostura, le devolvía la mirada.

—Llegas tarde —le dijo arrogante antes de hacer que Cantadora comenzara a avanzar.

El pelirrojo quedó boquiabierto ante sus palabras, y sintió que sus articulaciones se congelaban ante ella, pero en lo más profundo supo que no podía quedarse en silencio. Era indispensable que dijera al menos una palabra.

—¡Dama! ¿Cuál es su nombre?

—Carolina —respondió sin detenerse ni voltear a verlo.

—¡Mi nombre es William!

—¡No te lo pregunté! —y dicho aquello desapareció con un paso lento por el camino.

Aquella fue la última vez que William la vería pasar sobre Cantadora por delante de la tienda, pero la llama ya estaba encendida. Él ya no podía estarse tranquilo sin verla.

Las semanas que no pudo encontrarla fuero de desconsuelo para William, que comenzaría a pasearse de forma esporádica en el centro de la aldea, a veces en el mercado y una que otra vez en la taberna. Aunque al principio se tenía la idea que era un culo fino dados sus ropas lujosas y lenguaje refinado, sin mucho esfuerzo demostró ser alguien bastante jovial.

Conversando con los parroquianos entre trago y trago, averiguó quien era aquella misteriosa mujer que se paseaba todas las tardes a caballo y donde podía encontrarla. Resultó ser mucho menos sutil que Carolina y una mañana que ella se disponía a alimentar a las gallinas, William apareció de improviso montado en una mula con una hermosa flor carmesí de dulce aroma.

—Te has tardado de nuevo, todo el mundo me conoce en esta aldea —le recriminó sin dejar de darle pienso a las gallinas.

—Me ha costado decidir un regalo para ti.

—Pues no parece que te hayas esforzado demasiado —expresó con tono de decepción al ver la flor; un tono de decepción que de inmediato quedó en evidencia que había sido fingido, ya que se acercó y la tomo con delicadeza, y luego de olerla se le puso en el cabello.

—Me alegra que te gustara —él no perdía su sonrisa brillante—, espero que también te guste saber que ese no era tu regalo.

—¿A no?

—Solo era un detalle.

—¿Y entonces? Me tendrás aquí todo el día esperando o…

Se vio interrumpida por el rápido movimiento de William que del bolso que llevaba al hombro sacó un rectángulo protegido por una fina seda rojiza. Carolina lo tomó sin disimulo, molesta porque no pudo contener la emoción. Lo descubrió con cuidado y para su sorpresa era un libro.

—Espero que te guste Carolina.

—No me gusta —a diferencia de lo anterior, aquello lo dijo con tal frialdad que lo dejó petrificado.

—¿No?

—Es que…

William vio por primera vez en el rostro de aquella muchacha tan decidida y confiada, algo de vergüenza. Sus mejillas se ruborizaron y desvió la mirada antes de continuar.

—No sé leer… —explicó en voz baja, casi como un susurro mientras apretaba el libro en sus manos, provocando que él la mirara con ternura.

—Te puedo enseñar… si quieres.

Y así, como un dique que se ve sobrepasado, la pequeña barrera de disimulo tras las que se estaban escondidos desapareció, dando paso a una marejada de sentimientos que se habían estado acumulando desde aquel día en que cruzaron sus miradas en el sendero cercano al puerto.

—Mi señora… mi señora.

La llamaron en un tono muy gentil, como si la acariciaran con las palabras, haciéndola despertar de aquella remembranza. Frente a ella estaba una jinete joven que le tendía un vaso de madera.

—Bébalo por favor, es bueno para el frío.

Carolina asintió a modo de gracias mientras tomaba el vaso. La madera se sentía tibia en sus manos y la bebida amarronada humeaba en el interior, emanando un olor suave y dulce que reconoció al instante.

—Llevaba muchos años sin beber licor de sunco —comentó con voz apagada antes de tomar el primer sorbo, era cremoso, algo picante y con un sabor dulce entre miel y el robusto chocolate amargo.

—Ayuda a sobrellevar noches como estas, mi señora —le contestó un jinete al otro lado de la fogata.

Mientras divaga en recuerdos lejanos, algunos jinetes se habían sumado a aquella reunión tan poco convencional, apiñándose en los asientos en torno a fuego o manteniéndose de pie un poco más atrás. Carolina alzó la mirada y los vio a todos contemplando el fuego.

—Entiendo que entonces no soy la única a la que las noches se le han hecho difíciles desde Berbento.

Diciendo esto miró los rostros de todas las damas y caballeros que rodeaban la pira ardiente en silencio y un nudo se le hizo en la garganta. Aunque no contestaron con palabras no le costó darse cuenta del descontento que había en la mirada de aquellos jinetes que habían sido entrenados para obedecer, pero que en lo más profundo de sus corazones estaban insatisfechos, tristes y asustados. Ella en aquellos ojos apagados se vio dolorosamente reflejada.

—Me siento igual que ustedes.

Todos respiraron profundo sin decir nada, ni siquiera Anterior supo cómo reaccionar a aquellas palabras que aunque cortas, cobraban un increíble peso por la persona que las decía.

Solo una jinete, valiente y decidida, dio un paso adelante y le contestó a la Señora de Jinetes; a aquella mujer poderosa que gobernaba con puño de hierro, la voz de mando sobre veinte mil almas y ella, con su armadura y su nombre grabado en la hombrera, tan solo una más.

—Hemos cometido errores, mi señora —dijo tiritando, ya por el frío o ya por miedo, pues no le estaba hablando a cualquier persona y lo que iba a decir seguro no iba a agradar—. Desde que soy jinete de Veloria he hecho el bien y he hecho el mal, y siempre obedecí a la Señora de Jinetes, así como usted obedece a nuestro señor, el rey Robert Alexei IV. Siempre obedecí, incluso las veces que sabía que obraba mal. Sí, hemos cometido errores, pero mi señora, ninguno tan grave como lo que nos dispusimos a hacer en Berbento.

La memoria de Carolina la devolvió a la llanura de Berbento. Frente a ella y el inmenso poder de sus cinco mil jinetes ya no había un «ejército rebelde» como se lo habían descrito en la misiva real, no… solo era un triste y endeble muro de siete mil almas mal equipadas, desorganizadas y sin capacidad de hacerles frente, que se azuzaban los unos a los otros para no correr despavoridos. Sin embargo, la orden del rey que había llegado en un sobre con un sello púrpura era simple y concisa, acabar con la revuelta.

¿Acaso en su corazón ella no sabía que estaba mal matar ciudadanos velorinos de esa manera? ¿No hubo un segundo de duda entre que vio a esa gente desprovista y que ordenó al mariscal que avanzaran en frenética embestida? Ni por un segundo.

No importaba el resultado, la llegada del ser divino que impidió en gran medida la masacre no sanaba la mortificación por lo que iban a hacer, lo que pesaba era la intención.

—Estoy avergonzada —exclamó Carolina mirando los ojos dorados de aquella mujer, joven pero curtida— muy avergonzada.

—¡Mi señora! —replicó Anterior, mas ella lo apaciguo poniéndole la mano en la hombrera de placas.

—No te atormentes, no estoy diciendo nada que no se vea reflejado en mi rostro.

—Nosotros también mi señora —respondió otro jinete sentado en la puerta de su pabellón, varios asintieron, otros solo bajaron la mirada—, nosotros también.

El silencio volvió a gobernar mientras Carolina, atormentada, se preguntaba cuando había dejado de cuestionarse sus propias decisiones… no, en que momento sus decisiones habían dejado de ser suyas. Su mente volvió a sumirla en vividos recuerdos.

Lo que comenzó a tener con William fue intenso y avanzó a pasos agigantados. Las clases de lectura a media tarde pronto se volvieron lo más esperado del día, y aunque intentaron disimularlo un poco más, antes de darse cuenta se dedicaban sonrisas, miradas furtivas y caricias.

Él siempre se presentaba con algún presente para ella como dulces y flores silvestres mientras que Carolina, correspondiéndolo a su manera, le mostraba aquellos lugares secretos que había descubierto con el pasar de los años, tratando de conmoverlo con los paisajes más hermosos de toda Silvana.

Una noche cualquiera en la que la exploración se extendió demasiado, ambos caminaban por la orilla del río, iluminados por la luz de la luna y las luciérnagas que salían al vuelo mientras pasaban. Risueños y sin decirse nada con palabras, se detuvieron para darse el primer beso de muchos.

Pronto comenzaron las escapadas y las visitas clandestinas al granero o al depósito de mercancías de la tienda. Los amores prohibidos sobre los fardos de lino y lana con los que comerciaba su futuro suegro o sobre las pacas de heno con que alimentaba al ganado por las mañanas. Se juraban amor eterno estando desnudos y agotados, dormían unas pocas horas hasta que alguno de los dos tuviera que irse para no ser descubiertos y repetían el proceso pocas noches después.

Los días que no se veían tenían fiebres de amor. Soñadora imaginaba un futuro con él. Imaginaba cuentos junto a William y comenzó a verlo entre las constelaciones mientras se reía sola. Incluso ya tenía nombre para sus futuros retoños, George e Isabel.

¿Aquel romance pudo haber seguido sin rumbo mucho más sin consumirse a sí mismo en las llamas de la pasión desenfrenada? Nunca se sabrá, puesto que una noche en la que fueron demasiado valientes el padre de William los descubrió escabulléndose dentro de la habitación del muchacho.

—No voy a dejar que vuelvas a hacer de las tuyas. Enamorando señoritas y rompiéndoles el corazón. Estoy demasiado viejo para mudarme de nuevo porque mi estúpido hijo no puede guardar su miembro en el pantalón —lo increpó el anciano a la mañana siguiente.

—Como si no hubiese sido igual cuando eras joven.

—¡Nada tiene que ver lo que yo haya hecho cuando era joven! Chico impertinente, nunca sabes cuándo callar, pero ahora debes hacerlo. No me importa cuál fuera tu plan, ahora pedirás la mano de esa joven, quieras o no.

—Como quiera no necesito que me lo digas dos veces, padre. Yo amo a Carolina —fue la respuesta que dio William.

—Pues te tocara demostrarlo, porque esta vez no nos mudaremos cuando de pronto despiertes y consideres que has cometido un error.

—¡¿No dejarás de encararme lo que paso en Dekoria?!

—Nunca perdonaré que me hicieras abandonar la ciudad que tanto ame. Ve de inmediato a pedir la mano de la señorita y no vuelvas a mi hogar si no la consigues.

William, decidido, visito la granja de la familia de Carolina; por la tradición de la aldea y de la mayoría de ciudades, el padre debía aceptar primero al pretendiente, ponerlo a prueba de alguna manera, pero cuando el barbudo granjero tuvo a ese chico frente a él, temblando en el umbral de su puerta, él se limitó a mirar a Carolina.

—¿Tú estás segura de que ese muchacho, William, es al que tú amas? Nunca has tenido otro novio.

La respuesta de Carolina fue evidente. Se casaron una tarde lluviosa de agosto un par de meses después.

La recepción debía ser en el enorme patio de la casa del padre de Carolina, aunque el aluvión que tuvo lugar toda la tarde los obligo a celebrar su boda apretados entre la cocina, el recibidor, la sala, el pórtico y parte del granero con sus no menos de cien invitados.

Casi toda la aldea estaba ahí reunida, acalorados, con el lodo hasta las rodillas y las cabezas ensopadas; no obstante se disfrutó la velada llena de comida y alcohol, las únicas cosas que le importaba a aquella gente sencilla. Nadie se molestó en preguntar qué les había enamorado del otro, nadie se preguntó ni por un segundo que era aquello que los unió.

Dos días después se mudaron a una hermosa cabaña al oeste del pueblo y se entregaron todos sus deseos carnales, sin ocultarse, sin preocupaciones de ningún tipo. Se olvidaron de trabajos y responsabilidades por varias semanas, viviendo de los obsequios recibidos, viviendo como si el mundo se hubiese detenido ante sus deseos… al menos así sería al principio.

Como era natural después de tantos encuentros apasionados, la joven Carolina quedo embarazada. A pesar de la felicidad inicial y las felicitaciones de ambas partes de la familia, mientras el vientre de la chica crecía el tiempo de ocio y disfrute se fue diluyendo lentamente.

No era solo que las cabalgatas sobre Cantadora se hubieran suspendido por obvias razones, sino que convivir con aquel novio alguna vez apasionado era cuando menos, aburrido. Siendo amantes, él nunca se negó a aquellos paseos del día a día que para ella eran una parte indispensable para vivir, mucho menos a los jugueteos en la cama, a la pasión en la sala o en la mesa del comedor, donde se les ocurriese, donde naciera la pasión. Ahora, con un bebé en camino, William parecía sumido en un mar de pensamientos insondables para Carolina; poco conversador, sobreprotector, menos sonriente y mucho menos apasionado, ya la simple proposición de una caminata a él le parecía absurda.

—Bien, si no quieres venir me iré sola —le decía confiada mientras abría la puerta.

Ante esta respuesta tan resulta, William procedía a darle argumentos, algunos más y algunos menos lógicos, pero que calaban fuerte en la mente de la muchacha hasta que lograba hacerla desistir.

El recodo del río estaba abandonado y con el paso de los meses, Carolina estaba olvidando como eran las nubes y las estrellas, pues todo su tiempo iba dedicado a descansar y hacer tareas ligeras del hogar.

—¿Y si vamos a casa de mis padres? Tienen muchas ganas de verme —le propuso una tarde al ver que William se alistaba para volver a la tienda.

—Podrían venir ellos —contestó, haciendo que Carolina resoplara frustrada.

—¡No quiero estar encerrada!

—Lo sé, tranquila, yo entiendo —él poco a poco se le acercó, sujetando sus manos para tranquilizarla—, pero es lo mejor porque el camino hasta las granjas es muy accidentado, me da miedo que puedas caerte ¿no te preocupa a ti también?

—Lo sé…

—Te he traído muchos libros para que te entretengas, y tú solo los apilas ¿cuántos has leído? —la interrumpió.

Carolina se mordió la lengua antes de contestar, mirando hacia la biblioteca donde había varios amontonados.

—Uno solo…

—No quiero que te aburras, pero tampoco quiero que te pongas en riesgo, es por nuestro hijo —decía mientras le ponía la mano en el vientre, logrando que Carolina agachaba la cabeza.

—Si… tienes razón.

Esa y muchas otras conversaciones tendrían el mismo resultado. Carolina nunca había destacado por tener un carácter apacible y, sin embargo, aquellos meses extraños terminó tomando como ley todos los consejos de William, incluso para las tareas más sutiles.

Aprendió a cocinar como a él le gustaba y a limpiar como a él mejor le parecía, ya que eran tareas que William no podía realizar por estar trabajando, o al menos esa era la excusa que ella misma se daba. Lo quería y buscaba satisfacerlo en todo lo posible, pensando que era lo menos que podía hacer para ayudar.

Mientras tanto William no dejaba de disuadirla de visitar a su familia o salir en caminatas, siempre con la excusa cada vez más convincente del embarazo. Cuando los sentimientos desbordaban la abrazaba o posaba su mano en el hombro de ella para hacerla sentir reconfortada… aunque luego, cuando estaba sola, un nuevo sentimiento de frustración que no podía explicarse la invadía. Al final, lo que de verdad la ayudaba era la esperanza de que una vez naciera el pequeño o la pequeña, la dinámica divertida que alguna vez tuvieron renacería.

El mes de julio Carolina dio a luz a mellizos, lo que fue una sorpresa para todos menos para el partero que viendo el tamaño de aquel vientre incluso sospechó que podían ser tres. Carolina, llena de alegría, procedió a ponerles los nombres con los que siempre había soñado, George e Isabel.

William por su parte se mostró cariñoso y feliz, cuidando de la familia y estando presente en todo momento. Mandó a fabricar con el herrero cuatro dijes grabados hechos de plata con el nombre de cada uno. Nunca se los quitaban.

Volvieron a pasear, visitando esporádicamente a los padres y la hermana de Carolina, e incluso alguna vez almorzaron en la playa o en el recodo del río… que triste la realidad, todo aquello era pasajero

Pronto William demostraría una faceta de él que Carolina conocía, pero no quería aceptar que existía, una que no estaba justificada por el primer embarazo de la joven, sino por una parte controladora de su carácter.

Sus sonrisas afables, las caricias dulces y aquella buena disposición eran solo el camuflaje para todas las órdenes venideras, pues para cuando los mellizos cumplieron un año de edad, la actitud desanimada y poco cooperativa de William no solo habían vuelto sino que incluso se intensificaron.

—Qué rápido se volvió mi gran amor en mi captor… —susurró con el vaso de madera vacío en las manos.

—¿Mi señora? —replicó Anterior con suavidad.

—Nada… solo estoy… no se preocupe mariscal. Por favor, tráiganme un poco más de licor, aún falta mucho para que amanezca.

De inmediato un jinete se acercó a ella con una cantimplora de cuero y le llenó el vaso. Lucia joven y tímido, incluso temblaba mientras servía el licor de sunco, temeroso de derramar una gota sobre la imponente señora.

«Cuanto miedo… es un nuevo recluta, se nota por lo limpia que está su capa y el buen estado de sus botas. ¿Por qué me teme? ¿Qué habrá oído de mí?» meditaba mientras el jinete hacía una reverencia y se retiraba lo más rápido que podía. «Que pregunta más tonta me he hecho ¿Por qué no habría de tenerme miedo? Nunca quise que la gente me temiera… qué giro tan brusco dio mi vida».

Su mente no tardó en devolverla al pasado.

Carolina se sentía asfixiada entre el cuidado de los niños y la amargura de su esposo, que tras el pretexto de trabajar demasiadas horas, poca era la ayuda que prestaba en el hogar y mucho menos la atención que le ponía a ella.

—Esas son solo excusas, hermana. No te dejes engañar, ese cerdo te está destruyendo —insistió su hermana Priscila con rabia, una mañana que la visitó.

—No es un cerdo… es que —intentaba justificarlo mientras tartamudeaba.

—¿Por qué lo intentas defender? Tú no eras así, ¿dónde está mi hermanita? La chica rebelde y aguerrida que siempre he conocido. Mi padre siempre te dio libertad porque pensaba que sabrías elegir bien lo que te convenía… ahora él y mi madre estarían llenos de dolor viéndote así.

Carolina no supo cómo responder a aquel llamado de atención y cuando Priscila se fue, decepcionada por su silencio, se puso a llorar sentada en la mesa del comedor, aprovechando el breve momento de paz que le otorgaba la siesta de las criaturas.

Se llevó las manos a la cabeza, pensando en todo el tiempo que William dedicaba a escoger las prendas podía ponerse, que perfumes debía usar, cuál debía ser su horario e incluso cuando podía visitarla Priscila. «Él me dice que son consejos… sugerencias, pero es imposible rechazarlo sin que comencemos a discutir».

También recordó los regaños, que más temprano que tarde se volvían estallidos de cólera cuando la descubría fuera de su hogar. Poco le importaba a William que los padres de Carolina hubiesen enfermado, el régimen tiránico que le había impuesto no le permitió hacerles compañía sus últimos días y fingió muy poco interés cuando sus suegros murieron pocas semanas después.

Tres años de un matrimonio amargo y las pocas oportunidades que tenía Carolina para soñar las aprovechaba para fantasear en un mundo sin William, aunque de inmediato la invadiera un sentimiento de culpa, y luego de enojo, luego de tristeza y así, cuál las olas del mar azotando la orilla, como una tormenta en su interior que no era capaz de controlar hasta que él aparecía y ella se ponía una máscara de tranquilidad.

—¿Qué me ha hecho este hombre? ¿Qué puedo hacer? ¿No hay nadie que me ayude? —preguntaba susurrando al cielo a todas horas mientras limpiaba la ropa y oía a las criaturas llorar. Rogando ser escuchada por algo o alguien que la salvara.

¿Qué había aferrado a Carolina a aquella relación? Ella misma no sabía darse una respuesta. Tal vez los hijos que tenían juntos, la esperanza de que algo mejorara, los pequeños gestos que él tenía para intentar solventarlo todo. «Ninguna es razón suficiente» terminaba diciéndose, llorando en la cama.

Lo que sucedería una mañana de nubes borrascosas, en las que el cielo arremolinado no terminaba de soltar la primera gota de lluvia, era inevitable. Carolina explotó.

Fue a la hora del desayuno mientras ella, agotada, alimentaba a una Isabel de mal humor. George lloraba y en el fogón hervía la leche para la avena, casi desbordándose. William no hacía otra cosa que mirarla impaciente, en silencio, sentado al otro lado de la mesa. No movió ni un dedo hasta que luego de un rato exclamó con desdén.

—Comeré en el bar del puerto, creo que hacerlo en mi casa es demasiado pedir.

A Carolina no le dio tiempo de contestar y él no pudo verla; de haberlo hecho se hubiese aterrado ante la mirada de aquella mujer furibunda. Intentó alcanzarlo, pero cuando salió al pórtico él ya había tomado distancia en su caballo.

Ofuscada se llevó las manos a la cabeza, jalándose los cabellos, llorando y tratando de gritar sin gritar para no asustar a los bebes. Cayó de rodillas mientras que de su boca lo que salía era un triste y agudo chillido que rogaba con todas sus fuerzas ser un grito atronador… pero no podía.

Se quedó de rodillas en el pórtico por un minuto, con la mirada fija en el cielo tormentoso.

—Ya no puedo más —se repitió mientras sentía un calor recorrerle la espalda hasta llegarle a la nuca—. ¡Ya no más!

Y diciendo esto tomó a ambos bebés, se los amarró al frente con sumo cuidado, los sentó en Cantadora y paso siguiente, sosteniendo la rienda con una mano y sujetando a los bebés firmemente con la otra, salió cabalgando hacia casa de Priscila, cerca del mercado del pueblo.

—¡¿Eso que ha chillado has sido tú?! ¡Qué susto me has dado! Hoy es un mal día para salir, Carolina, algo está acechando —le decía Cantadora mientras que con brío bajaban rumbo a la aldea; Carolina estaba tan alebrestada que no puso atención a lo que su antigua compañera le decía.

Llegaron en cuestión de minutos al pequeño hogar de su hermana, que tejía nerviosa en la entrada. Al ver a Carolina se levantó espantada a recibirla.

—¡¿Pero qué estás haciendo?! ¡¿No escuchas los truenos?! —Hablaba Priscila sin callarse.

—Cuídalos, por favor —fue su respuesta y ni bien Priscila los tuvo en brazos, Carolina se montó en Cantadora y sujetó las riendas con fuerza.

—¿Qué harás hermana? —le gritó angustiada.

—Le diré a ese maldito engatusador que puede agarrar todo su dinero, su sonrisa falsa e irse a la mierda con ellas.

Y dicho esto se dirigió tan rápido como Cantadora podía correr hacia el puerto. Poco podía decir Priscila, impresionada por aquel cambio tan abrupto en el carácter de su hermana, y se quedó de pie con los niños en brazos mientras Carolina dejaba una polvareda tras de sí.

Antes de darse cuenta estaba frente a la tienda, la misma que años atrás visitó con tanta insistencia para llamar la atención de William. La ira se le convino con la nostalgia, más eso no la detuvo y entró alebrestada, empujando la puerta con fuerza hasta que esta chocó con su tope.

Ahí William la vio impresionado, con una mueca que vacilaba entre la ira y la sorpresa mientras atendía a una criatura monumental, alta y ancha, musculosa y con pelaje por todo el cuerpo. Esta, con una máscara ornamentada cubriéndole el rostro, ni se inmutó ante el estrépito que había causado la mujer y siguió guardando sus objetos en un bolso de cuero.

Carolina ignoró la mirada pesada de William, dejó de lado la rabia que la había llevado ahí, y por unos segundos se dedicó a contemplar a aquel ser extraño y misterioso, un titánico humanoide que no había imaginado que existiera en aquel mundo tan ancho que alguna vez soñó como explorar «es como ver a un toro caminar en dos patas».

—¿Qué haces acá? —le preguntó su esposo con el tono más tranquilo que pudo disimular, sacándola de su contemplación.

—Señor… discúlpeme, sé que soy una atrevida, pero ¿Qué es usted? —Carolina ignoró por completo al tirano, buscando conocer el origen de la criatura, tiritando de miedo al pensar que su respuesta podía ser un gruñido atronador.

—¡Carolina! Discúlpela señor —intentó excusarla William.

El bovino, aquella montaña de músculo que cubría sus piernas y cola con una austera falda marrón, se dio la vuelta y mirándola a través de los orificios de su máscara contestó sin demora.

—No es ninguna molestia… soy un ungalo de las llanuras de Yalor, en el continente de Paramidia, una tierra muy lejos de aquí, señorita Carolina. Mi nombre es Kornar.

Carolina se quedó atónita ante la respuesta amable de Kornar, y aunque William la seguía viendo, rabioso y con las venas de su frente a punto de reventar, no fue hasta que el ungalo se retiró que ella, incluso más molesta que él, se dignó a mirarlo «qué grande es el mundo… y tú me has robado mi oportunidad de conocerlo» pensó apretando los puños, con lágrimas en los ojos.

—¡¿Qué haces aquí?! —la increpó William con un grito que se pudo escuchar desde afuera.

—¿Qué? ¿Frente a tus clientes no me gritas? —lo retó— No me sorprende, es una lástima que hasta hoy no tuve el valor de decirte lo cobarde que eres.

—¡¿Te volviste loca?! —salió de detrás del mostrador a toda velocidad, con una energía violenta que lo hacía tropezar con cuanto objeto encontraba en el camino, encarándola en el medio de la tienda llena de artilugios y mesas que exhibían las mercancías.

—¡Eso! ¡Muéstrame quien eres William! ¡Yo siempre me mostré como realmente soy! ¡Altiva, testaruda, soñadora, una aventurera! Ahora es tu turno de mostrarte cómo eres ¡Un maldito controlador!

Ante esas palabras él pretendió írsele encima, pero ella no retrocedió ni un paso, más bien lo contrario, se envalentonó, alzando el mentón para verlo a los ojos mientras, retadora, seguía hablando.

—Tú fingiste ser igual que yo, fingiste conectarte conmigo. Me prometiste amor eterno mientras estábamos desnudos en ese depósito —señalo la puerta lateral— ¿para qué? ¿Para poder enjaularme? ¡Pues no podrás!

—¿De qué estás hablando?

—¡De que me voy William! Ya no seré tu maldita sirvienta, no seguiré cambiando por ti, ¡no te obedeceré más!… no debe amarse tanto a nadie.

Y diciendo esto iba a darle la espalda para más nunca verlo sintió que le sujetaba la muñeca. Carolina trató de liberarse, pero William la tenía bien sujetada. Cuando volteó a verlo estaba furioso, con el rostro rojo y los dientes apretados. De un tirón que casi lesionó su hombro la llevó al fondo de la tienda mientras una tormenta se desataba sobre el archipiélago.

Carolina trató de golpearlo, mas no valía de nada y agarrándola por los hombros la empujó dentro del depósito, haciéndola caer sobre unos fardos de lino. Cuando Carolina logró incorporarse unos segundos después, William ya había cerrado la puerta.

—¡¿Qué pretendes?! —le preguntó a gritos mientras golpeaba la puerta, pero no logró que él la escuchara.

William daba vueltas por la tienda iracundo, tumbando las cosas con violencia mientras las gotas de lluvia azotaban el techo y las paredes.

—¡¿Dónde están los niños?! —le gritó desde afuera.

—¡No te interesa!

—¡Te los quitaré! ¡A ti no te importan! ¡¿No ves que somos una familia?! ¡Tus sueños de aventura no tienen sentido!

William gritaba con ira, dejando su voz en cada rugido en un intento banal de intimidación que Carolina ignoró por completo, pues aquella manipulación ya no tenía cabida.

—¡Lo que haga a partir de ahora lo decidiré yo!

De pronto un chillido atronador los enmudeció mientras se tapaban los oídos por el dolor. El sonido de unas enormes alas que hacían vibrar el aire amedrento el corazón de Carolina y un miedo que no había sentido desde que era niña se estremeció mientras se decía en bucle.

—¡No puede ser!

Miraba hacia el techo y podía sentirlos sobrevolar el pueblo para que poco después los gritos de horror provenientes del puerto y el pueblo se hicieran partícipes de aquel festival caótico. Aquello la sacó por completo del problema que tenía entre manos.

—¡Déjame salir! ¡William! ¡Déjame salir! —Suplicaba desesperada— ¡William tenemos que buscar a los niños al mercado! ¡A casa de Priscila! ¡Ábreme la maldita puerta! —intentó derribarla con el hombro, aunque no servía de nada.

William al oírla no abrió la puerta, en su lugar abandonó la tienda, montó en su caballo tomando rumbo hacia el mercado.

Carolina empezó a tumbar todos los objetos alrededor, rebuscando entre los cajones algún arma o al menos algo sólido entre las mercancías para poder escapar; todo lo que conseguía eran telas y artilugios desconocidos de apariencia frágil.

Pasaron escasos segundos, las manos le temblaban, incontrolables, y sudaba a mares cuando al fin un sable corto resalto en la oscuridad. Lo tomó emocionada y corrió hacia la puerta. Solo pudo golpearla una vez antes de quedarse petrificada y con el corazón oprimido ante un aullido desgarrador que se escuchó tan cerca que ella lo pudo sentir en carne propia.

Las alas seguían batiéndose con furia y la lluvia en conjunto con la brisa arremolinada hacían un escándalo tal que Carolina no podía escuchar ni sus propias ideas. De pronto un golpe seco hizo temblar el techo sobre ella e instantes después la mitad trasera de un pobre caballo hizo un boquete por el que entraba la lluvia.

No pasó mucho para que una criatura malévola se posara sobre la estructura, haciendo rechinar las vigas de madera y agrietarse las paredes de ladrillo y argamasa.

Los segundos parecían eternos mientras que lo que parecía ser el pico negro de un ave rapaz, curvo y filoso, entraba por el agujero que habían hecho los restos sanguinolentos del equino. Luego el resto de la cabeza de un halcón abominable de plumaje rojo brillante se asomó para alimentarse del animal muerto, dejando ver sus ojos, tan oscuros y profundos como el miedo que paralizaba a Carolina. Estos parecían ver fijamente hacia el frente, pero no tardaron en posarse sobre Carolina. Ambos se sostuvieron la mirada un segundo, inmóviles como si eso evitara que el otro pudiera verlo… luego el caos.

Loca de ira, aquella bestia reventó la pared del fondo y el techo con sus alas y garras, tratando de sacar a Carolina de su escondite. Ella apenas tuvo tiempo de cubrirse, arrastrándose detrás de una gran pila de cajones junto a la puerta, evitando quedar aplastada por el techo.

Para su suerte, en el proceso también había caído la puerta, permitiéndole gatear hacia aquella salida de escape. Se puso de pie y corrió hacia el exterior donde Cantadora, aterrada, intentaba liberarse.

—¡Vámonos! ¡Vámonos, Carolina! —relinchaba furiosa mientras golpeaba con sus cascos la valla a la que estaba amarrada.

Por primera vez en mucho tiempo Carolina pudo entender a Cantadora sin dificultad.

Sin perder tiempo, Carolina cortó la rienda y monto en ella tomándola por la crin. Cabalgando sin pensarlo en dirección a la bestia, pues tras ella estaba el camino al pueblo.

—¿Pero qué estás haciendo? —le gritaba Cantadora intentando darse vuelta para huir hacia el puerto.

—¡Hay que buscar a mis hijos, hazme caso! —contestó con rabia y sujetándola con fuerza. Aquello le dio valor a la yegua que con brío corrió por el sendero que subía justo al lado de la tienda.

Carolina pensaba que pasarían sin ser vistas, ya que podía escucharse como la bestia seguía buscándola entre escombros y cajones. Imposible le era saber que del cuerpo escamoso de ese nefasto ser no se desprendían un cuello sino dos. La cabeza que la había visto dentro del depósito en efecto la seguía buscando, pero la otra la vio pasar aunque estuviera ocupada destripando el magullado cuerpo sin vida de William.

—¡Corre Cantadora! —le gritó a la yegua que sin dudarlo dio todo de sí para escapar de aquel lodazal.

La bestia empezó a batir furiosa sus emplumadas alas carmesí, deseosa de alcanzarla, como si su fin último no fuera saciar el apetito, sino acabar con la vida cuanta criatura se moviese. Su cuerpo entero era similar al de un tigre de montaña, ágil y musculoso, pero en lugar de una tersa piel lo cubrían esas escamas color turquesa que se desprendían y se clavaban en el suelo por lo fuerte que se agitaba, mientras intentaba darse la vuelta para ir tras Carolina. La cola, larga como la de una anguila se batía de un lado a otro, golpeando el suelo y las paredes mientras sus dos garras traseras intentaban torpemente moverse en conjunto con sus alas; era evidente que no estaba acostumbrada a caminar.

Esa demora le había dado la ventaja a Carolina, aunque el sonido del aleteo le comprimió la garganta, sabiendo que si esa bestia comenzaba a volar no podrían huir de ella.

Casi se daba por muerta al verla despegarse del suelo, cuando un repentino haz de luz impactó en uno de los gaznates emplumados de la bestia. Carolina no pudo más que alzar la mirada y ver a lo lejos y con impotencia al ser que había abandonado la tienda minutos atrás, de pie y con lo que parecía ser el tronco de un árbol a sus espaldas mientras la bestia se le iba encima.

«Me has salvado la vida… gracias» pensó en gritar, pero el miedo de llamar la atención de las criaturas la hizo enmudecer mientras seguía su rumbo.

—¿Qué habrá sido de aquel ser? He olvidado su nombre después de tantos años. Miento, lo recuerdo bien, nunca lo he olvidado, solo no quería recordar aquel día… Kornar.

—Mi señora —le susurro el mariscal Anterior, interrumpiendo sus recuerdos—, ¿está bien?

—Si mariscal, estoy bien ¿por qué?

—Porque… está llorando mi señora

Ella alzó su mano con extrañeza y palpo su rostro con cuidado. En efecto lágrimas bajaban por sus mejillas arrugadas por la edad.

—Tiene razón… no se preocupe Anterior. He recordado algo que había bloqueado hace mucho tiempo, eso es todo —ante el silencio de su segundo al mando, Carolina exclamó con tono melancólico—. Los vientos de la fortuna pueden ser tan crueles a veces… te aprietan y te zarandean como quieren y poco o nada hay que puedas hacer.

Logró llegar al hogar de su hermana, ignorando las súplicas de los heridos que estaban dejando las bestias a su paso, pero lejos de encontrar alivio, un terrible frío recorrió su espalda e incluso Cantadora se encabritaría ante aquella escena. Las palabras no podían expresar el horror con el que se encontraría.

La casa hecha añicos y Priscila yacía muerta sobre los cimientos, con la panza abierta y facciones irreconocibles. De los bebés no había rastro. Saltó del lomo de la yegua y corrió hacia su hermana llorando, cayendo de rodillas al estar ante su cuerpo, intentó despertarla, sacudir sus hombros, pero era como mover a un muñeco.

Hiperventilando se puso a mover los restos de la casa, intentando oír el sollozo de los niños. Solo podía escuchar gritos, lluvia y chillidos espantosos que los traía y se los llevaba el viento huracanado… nada más. No pudo más.

De su boca salió un grito sobrecogedor que se alzó por los cielos e hizo temblar el corazón de hombres y bestias por igual, dando fe de la desesperación que desbordó su corazón.

«¡Ya lo recuerdo!» exclamó para sí con sorpresa «Ahora sé por qué el grito de Berbento me resultó tan familiar» una sonrisa melancólica se dibujó en su rostro mientras las lágrimas se le escapaban, obligándola a secarse con la manga de su abrigo «ese grito fue igual que el mío».

De pronto y en forma de vendaval, mientras gritaba sobre los escombros, se sintió atrapada por una furiosa garra que la apretaba con fuerza, lacerándole el abdomen, los brazos y las piernas.

Miró hacia arriba y una de aquellas bestias la había atrapado con sus patas ¿para qué? ¿Aquella criatura sádica se disponía a abrirla a la mitad como a otros tantos? Pues no… solo la lanzó al mar encrespado. En cuanto su maltratado cuerpo golpeo la superficie, sus ojos se cerraron.

Despertó tres días después, aturdida y con dolores terribles por todo el cuerpo. Tenía la mirada nublosa y se dormía cada pocos segundos, pero cuando al fin sus ojos lograron enfocar, lo que vio fue a tres hombres corpulentos limpiar sus heridas toscamente con vendas y alcohol. Estaban llenos de tatuajes desde el cuello hasta los tobillos, con las cabezas rapadas y cicatrices tan profundas como los oscuros abismos marinos de los que habían salido las bestias que le arrebataron todo. Eran piratas del Mar de las Agujas, los hombres más duros de ahí al siguiente continente.

Estaban pasando cerca del archipiélago por coincidencia, intentando evitar que el mar encrespado los hundiera, cuando un grito como un trueno recorrió el cielo e hizo temblar el corazón de los bravos marinos. Escrutando el horizonte, el vigía logró divisar con dificultad una criatura voladora enorme que dejó caer al mar lo que parecía ser una persona. Ni bien se acercaron a Silvana la encontraron flotando en su propia sangre, apenas con vida.

Podían ser brutos, pero también eran conocedores del folklor de los mares de ahí al fin del mundo, y eran supersticiosos como pocas personas podían llegar a ser. Era por estas supersticiones que Carolina se había salvado de morir ahogada o ser vendida como esclava, pues los piratas no podían ni querían hacerle daño a una mujer que solo podía haber sobrevivido por intervención divina.

—Deberías estar muerta ¿lo sabes? Tus heridas son graves y los grifos de las profundidades no dejan que nada se escape de sus garras… —le explicaba el capitán con hosquedad. Era un hombre joven y sobrio, pero hablaba con demasiada crudeza tanto de la vida como de la muerte.

—Eso no me importa ahora —exclamó con debilidad— ¿Hubo sobrevivientes? ¿Dos bebes? —se sentía atormentada por un dolor profundo que iba más allá de sus laceraciones.

—Cuando llegamos todo estaba destruido… algunos seguían vivos porque los salvó un hombre-toro, pero no vimos niños. Suelen tragárselos enteros, esos monstruos malditos —le contestó con hosquedad—. Tú despreocúpate, todo estará bien, sigues viva y eso es lo que te tiene que importar.

Aquellas palabras retumbaron en su cabeza. Carolina estaba viva, sí, su cuerpo, aunque malherido, se iba a recuperar con la ayuda de los piratas. No obstante, dentro de ella algo parecía haber muerto, o cuando menos haber entrado en un largo y profundo sueño del que no despertaría.

—Si… sigo viva… supongo que solo me queda eso.

Su mirada se volvió sombría y sus respuestas eran cortas y al punto, como si el agua salina en sus heridas abiertas hubiese calcinado todo atisbo de carisma. La felicidad de aquella mujer presa de voluntades ajenas desapareció junto a la esperanza de encontrar a George y a Isabel.

Navegó con ellos por seis años. En un principio no podía moverse por sí sola por los cortes profundos que le propinó el atroz grifo, pero lentamente, conforme fue recuperando la movilidad se fue haciendo un miembro activo de la tribulación.

«Fue en esa maldita goleta pirata que perdí toda mi empatía» se dijo al recordar todos los saqueos, secuestros y asesinatos brutales de los que fue testigo. «Estaba molesta, molesta con la vida… era tal mi rencor que ya no me dolía nada, ni lo que me pasara a mí, ni lo que le pasara a los demás. Me convertí en un ser despreciable, siempre cumpliendo la voluntad de un capitán que rara vez veía, y aun así gobernaba aquel barco con puño de hierro».

Y así fue hasta que una tarde a comienzos de invierno, un motín a bordo la obligó a saltar por la borda o morir despellejada por tripulantes que no conocían su historia de supervivencia.

Cualquiera que saltara al Mar de las Agujas en aquella época podía darse por muerto, pero tal vez la fortuna o bien la sonrisa de un dios aburrido la acompañaron, y fue capaz de nadar cinco kilómetros en la dirección correcta hasta llegar a las costas de un reino próspero, de grandes torreones y casas hermosas con tejados dos aguas para que la pesada nieve del duro invierno no reventara las estructuras de madera. Un reino que bullía de actividad comercial, donde se daba bien el trigo y buenos pastos para el ganado. Había llegado sin saberlo al reino de Veloria.

En aquellos tiempos el reino estaba en guerra con una potencia bárbara y Carolina, hambrienta y sin un techo, no dudó un segundo en enlistarse en un ejército que reclutaba a cualquiera capaz de sostener una espada y un escudo.

«Estaba curtida, había aprendido a pelear y mi piel parecía hecha de cuero por estar tantos años expuesta a la brisa salina… yo era justo lo que necesitaban» pensó viendo sus manos callosas, ahora arrugadas por la edad. Tenía razón, y todo aquello sumado a su crueldad en el campo de batalla la catapultó al éxito en un ejército donde se premiaba al inhumano. «Pero claro, siempre a merced de las órdenes de algún sargento o un capitán».

Pasados muchos años y habiendo peleado en los lugares más recónditos de aquel subcontinente, Carolina se convirtió en la Señora de Jinetes, la punta de lanza del rey de Veloria y sin duda la persona en la que él confiaba para cumplir cualquier misión. Era la mujer más poderosa del reino y no era libre ni siquiera estando al mando de ocho mil jinetes, siete mil lanceros, cuatro mil arcos y mil hechiceros.

Lo quisiera así o no, sobre ella gobernaba el rey y estaba subyugada a su voluntad. A ella se le daba una orden y obedecía, incluso si al cumplirla causaba un inmenso dolor.

«Me convertí en el monstruo que tanto odie, me convertí en un grifo de las profundidades, arrebatándole a la gente todo lo que ama. Me convertí en William, subyugando a todos bajo mi bota» pensó al levantarse con brío, todos la miraron y se levantaron con ella. «No permitiré que eso siga así».

—Prepárense para una reunión al amanecer mis jinetes —exclamó firmemente, y dicho esto les dio la espalda, siendo seguida por Anterior mientras en coro los jinetes gritaban.

—¡La tierra tiembla!

—¿Ha llegado a algún lado con su meditación, mi señora? La veo… animada.

—Así es mariscal, estoy animada como no lo había estado en cuarenta y tantos años.

Faltaba poco para el amanecer, por lo que volvió a su tienda lo más rápido que pudo y comenzó a ponerse la armadura con solemnidad. Por primera vez sintió plenitud al colocarse las gruesas placas plateadas y las hombreras sobre la túnica. Incluso sintió orgullo al abrocharse la capa púrpura en la espalda y ponerse el cinto con la espada colgando junto a su pierna izquierda.

—Mariscal —le hablo a Anterior, que aguardaba por ella en la entrada del pabellón.

Él pasó de inmediato, y se mantuvo firme mientras ella se le acercaba mirándolo a los ojos. El mariscal no tardó en notar que las manos de Carolina temblaban ¿un achaque de la vejez? ¿Miedo o emoción? No sabía cómo interpretarlo.

—Llevamos diez años juntos, mariscal.

—Así es, mi señora.

—Has sido un gran compañero hasta ahora, un consejero prudente, un alivio cómico, incluso me atreveré a decir que… un gran amigo.

—Le agradezco, mi señora.

—Te digo todo esto porque quiero que la respuesta que me vas a dar a continuación no sea solo como mariscal de mi ejército, sino como a la única persona que considero cercana a mí. Siéntete libre al responder con honestidad, no sufrirás ninguna represalia, te doy mi palabra.

—Mi señora Carolina ¿de qué habla?

—¿Usted le es fiel al rey o a mí? —le preguntó sin titubeos

El mariscal dio algunos pasos adelante y de pie frente a ella contestó, también sin titubear, sin una sola duda o temblor en su gruesa voz.

—El rey Robert Alexei IV es quien gobierna estas tierras, desde el Mar de las Agujas al este hasta la Ciénaga Negra al oeste, en todas las llanuras del centro, del sur e incluso en estas heladas estepas del norte, donde estamos parados, su palabra es la ley. Su voluntad siempre ha sido mi voluntad porque así me lo enseñaron desde el día en que nací… pero.

—¿Pero?

—Pero si se me devuelve el derecho a elegir, si se me da ese gran obsequio… yo seguiré por siempre a la Señora de Jinetes Carolina Zarza —sus miradas se cruzaron junto a una sonrisa mutua.

—Gracias, Anterior.

Diciendo esto se dio la vuelta y se acercó a su mesa de noche, donde había dejado la carta con el sello imperial cuando comenzó a ponerse la armadura. Finalmente rompió la cera y lo leyó con atención. Paso siguiente se acercó a su baúl, tomó la vela y quemó la misiva.

—¿Qué decía la carta, mi señora? —preguntó curioso el mariscal.

—Nada que sea importante… pero ha sido la última prueba que necesitaba para saber que estoy a punto de hacer lo correcto.

Al fin el sol ilumino el cielo, calentado la estepa y el ánimo de los jinetes. Carolina Zarza, bien resuelta y con una confianza que no había sentido en años, reunió a todos los capitanes a su cargo, a estos a su vez les dio la orden de reunir al ejército ante ella. En poco más de una hora las veinte mil tropas estaban en orden frente a ella, que estaba de pie en una gran tarima improvisada con tablones.

Su mirada era tan decidida que difícilmente alguien renegaría de la decisión que tomaría en ese momento de la mañana.

—Hechicero… voz omnipresente por favor —le dijo a un hombre cercano.

Este sin dudar movió su bastón junto a otros cincuenta hechiceros, y una luz blanquecina iluminó la garganta de Carolina mientras hablaba. Aquel hechizo hizo que cada soldado, desde la primera fila hasta la última y más lejana la oyera con claridad, como si les hablase al oído.

—Jinetes —dijo con solemnidad.

—¡La tierra tiembla ante la Señora de Jinetes! —gritaron todos al unísono haciendo temblar la tierra.

—Guerreros de Veloria. Hoy no daré rodeos, iré al punto… luego de meditar durante horas frente al fuego y con muchos de ustedes como compañía, me he percatado de que, sumida en una melancolía que lleva años acompañándome, terminé siendo malvada y obedeciendo órdenes ciegamente durante muchos años, órdenes tiránicas para defender a un rey cruel y opresor de un pueblo que lo único que pedía era paz y tranquilidad.

Todos se mantenían firmes, parecían estatuas, aunque se les podía sentir temblar, murmurar con cierta incredulidad.

—Hoy, con la luz del sol sobre mi cabeza y con el ánimo resuelto como no lo tuve en años, he decidido terminar con ese círculo de tortura y barbarie que ha sumido a un reino próspero en la miseria, o al menos no seguir formando parte de él. ¡Por eso hoy me declaro en rebelión y me considero una mujer libre de la autoridad del rey!… pero no los puedo obligar a seguirme, pues ahora soy solo una más entre ustedes y debo respetar la libertad de mis iguales ¡Soy Carolina Zarza! Una mujer libre ¿me seguirán? —finalizó.

El silencio de los jinetes fue abrumador e incluso la estepa donde estaban se había quedado en silencio, sin que el viento silbara los primeros segundos.

Carolina se quedó de pie, imperturbable, esperando que alguno de sus capitanes fuera a arrestarla en cualquier momento, pero de ser ese el resultando, lo hubiese aceptado feliz, pues al fin se había liberado de aquel puño frenético que la había zarandeado durante décadas.

«Al fin he sido yo la que decidió mi suerte. Aunque dentro de algunos minutos tenga grilletes en mis tobillos, estos me resultaran ligeros. Me seguiré sintiendo una mujer libre y moriré como tal» se dijo cerrando los ojos.

Pasaron un par de segundos, y ella asumió que la demora de su arresto se debía a la incredulidad de los capitanes, pero no. En pequeñas oleadas que poco a poco crecieron hasta alcanzar el cielo, se escucharon los golpes repetitivos de miles de lanzas en el suelo duro del páramo y golpes de miles de espadas sobre escudos de hierro. Un alboroto que estremeció su corazón a la vez que una sonrisa se le dibujaba en el rostro. Hacía tiempo que no era feliz y enérgica sacó su espada, apuntándola al cielo mientras los soldados gritaban en coro que al fin, luego de tanto tiempo, eran libres.

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