Déjalo ir

Abro los ojos, siento el calor y la luz de los rayos del sol. Mi cara está hirviendo. Mi cuerpo chorrea gotas gruesas de sudor. Me acurrucó en el medio de grama ardiente. Mi ropa está pegajosa, puedo sentir su humedad.

Las lágrimas comienzan a humedecer mis ojos. Cubro mi rostro con mis manos manchadas de tierra. Por más que los escondo, de ellos brotan las lágrimas que ruedan por mis mejillas. Bajo una de ellas hasta mi vientre. “Ya no está” pienso.

Su estancia en mi fue tan corta que ni la percibí. Descubro mis ojos rojos. Han cambiado de dulce melocotón a rojo alucinante. Juana se coloca cerca de mi, casi no puedo detallar la expresión de su rostro por los rayos del sol.

—¿Estarás ahí toda la tarde? —pregunta atravesando su cuerpo entre los rayos del sol y yo. Afirmo con la cabeza— hermanita, sabías que era lo mejor para ti y para el bebé —dice sentándose a mi lado en la grama.

Le doy la espalda. Acaricia con dulzura mis largos cabellos negros. Las lágrimas continúan derramándose de mis ojos, como los caudales de una catarata. De mi vagina sigue fluyendo sangre.

A lo lejos observo a Sergio, su caminar es pausado. Nuestras miradas se encuentran. Alrededor de sus preciosos ojos café tiene hematomas profundos. Su rostro tiene algunas gotas de sangre. Mi mirada no se aparta de él.

Todo fue tan rápido que mi mente por más que quiera recordar nuestra aventura, no puede. Solo sé que olía a humedad, a calor, a sudor, a gasolina, a fluidos, a deseo.

Vuelvo a ver el cielo escapando de su penetrante mirada. Juana solo acaricia mi cabellera, cantando un arrullo que solía interpretar mamá cuando éramos bebés.

—Todo estará bien, Mercedita. Solo déjalo ir.

 

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