Caminata por la Historia – Rodrigo


Me encontraba en un gran desierto contemplando una lluvia de estrellas caer del cielo. A mi alrededor las personas corrían despavoridas, pero no una mujer joven. Su belleza era enorme; baja estatura, piel pálida, cabello castaño y ojos de color miel. La joven se encontraba de rodillas, las lágrimas caían por sus mejillas, su mirada era ausente, pareciera que acababa de perder algo muy importante, ya que en su mirada solo existía la desdicha.
—Rodrigo… —pronunció.
¿Cómo sabía mi nombre? ¿Quién era ella? En ese instante sentí como una mano rozaba mi hombro, luego de eso, solté un fuerte grito y me revolví en la cama, pero luego me tranquilice al ver a que solo era Andrea. El rostro de la chica estaba pálido y asustado, sus intensos ojos verdes me miraban con cautela.
— ¿Estás bien? —preguntó —. Pensé que te había dado un ataque.
Tomé su mano para luego besarla con cariño, no me gustaba que me mirara con miedo.
—Solo fue una pesadilla, trata de olvidarlo, nena —dije con tranquilidad.
— ¿Crees que sea por la ceremonia? — preguntó con curiosidad.
—Sí, pero no le des importancia —respondí. Trataba de mantener la calma. Siempre había tenido sueños extraños, desde escenas de feroces batallas hasta recorridos por lugares extraños que nunca en mi vida había visto, pero, el sueño que acababa de tener había sido demasiado extraño y realista.
—Rodrigo… —dijo Andrea con inseguridad después de echarse hacia atrás la rubia melena despeinada—. ¿Estás seguro de que haces lo correcto en dejar la capital? Piensa en todo lo que perderás.
—Estoy seguro, todo lo recuperé cuando llegue el momento, soy un hombre paciente —le aseguré con ánimo. Pude notar como ponía los ojos en blanco, pero decidí ignorarlo.
—Será mejor que me retire, hoy tendrás un día muy largo —comentó apresuradamente luego de tomar una bata para ocultar su desnudez. Sabía que mi decisión la iba a importunar, mientras estuviera fuera de la capital ella no podría entrar en la Zona Exclusiva, pero ya había hecho todos los preparativos para que viviera con su familia en una cómoda mansión en la Villa de Miranda, no le faltaría nada.
—No quiero que esto sea incómodo para ti —dije. Me levanté de la cama y caminé hacia ella—. Volveré pronto, tan solo sé paciente.
— ¿Cuánto tiempo tardarás? ¿Una semana? ¿Un mes? ¿Un año? —interrogo en tono molesto—. Además, mientras estés fuera de la capital no podré asistir a las reuniones del Club de Karla.
No entendía que le encontraba de entretenido al club de esa mujer. En lo que a mí respecta eran un grupo de zorras que se odiaban y envidiaban entre sí secretamente, ¿Cómo podían estar juntas?
— ¿Por qué no te unes al Club de Irene, si se lo pido estoy seguro de que te admitiría de inmediato? —le propuse para aliviar la tensión que se estaba creando.
—Tu hermana me odia, además su grupo de amigas no es de mí agradó —contesto en tono obstinado—. ¡Quiero que te quedes!, si no lo haces me iré y nunca jamás volverás a saber de mi Rodrigo, te lo advierto, voy a… Pero dejó de hablar cuando siente la intensidad de mi mirada y comprende de inmediato que se había excedido al tratar de amenazarme.
— ¿Qué harás Andrea? ¿Abandonar tu puesto en la Corte Real y ser proscrita por siempre? ¿Dejar a tu familia sin ningún tipo de sustento? ¿Terminar siendo la asistente de algún viejo pervertido? Piensa muy bien lo que vas a decir, podrías arrepentirte —advertí. Andrea había quedado sin palabras, abría y cerraba la boca en un intento desesperado por hablar.
—Yo… lo siento, Rodrigo, no quería… me dejé llevar —dijo apresuradamente mientras sus ojos se humedecían.
—Mejor toma tus cosas y vete, sabes perfectamente que las lágrimas no funcionan conmigo —le dije mordazmente.
—Pero…
—Ya sabes dónde está la puerta —la interrumpí mientras le hacía un gesto para qué se retirará. Andrea soltó un gruñido impotente para luego recoger rápidamente su ropa que se encontraba esparcida sobre el suelo y salir de mi habitación dando un fuerte portazo.
No me gustaba cuando discutíamos, mucho menos cuando la trataba de ese modo, pero aún menos toleraba las actitudes infantiles que solía tomar cuando no se salía con la suya e intentaba manipularme. Regresé junto a mi cama y me tumbe sobre ella para después quedarme mirando la pintura que cubría el techo. Era una ilustración en movimiento del pasado de la humanidad, las diversas escenas narraban los eventos más importantes de la historia.
Mi tía la había pintado con sus propias manos en pocas semanas y me la había obsequiado en mi anterior cumpleaños, debo admitir que no fue el mejor regalo que me habían hecho, no me gustaba el arte, pero sí la historia. Pensar en ello me hace recordar que la noche anterior habíamos tenido una conversación sumamente delicada. Ella estaba enferma, según los médicos especialistas le quedaban muy pocos meses de vida, así que me pidió que pasara junto a ella sus últimos momentos. Fue muy difícil para mí decirle que no podía cumplir con su último deseo, ya había decidido mi destino y no cambiaría de opinión.
Ella y mi madre habían sido íntimas amigas, inseparables, prácticamente hermanas, por lo que tras su muerte mi tía había entrado en una gran depresión. Desde ese momento ella me recordaba constantemente lo mucho que nos parecíamos mi madre y yo, creo que muy en el fondo creía que si me iba de su lado perdería el último recuerdo que le quedaba de su compañera. Hasta cierto punto la entendía, mi tío, su hermano mayor, era un hombre sumamente ocupado, mi padre, su otro hermano, nunca le había dedicado ningún tipo de atención y mi hermana por algún motivo había decidido mantener distancia de ella desde que la muerte de nuestra madre, así que la pobre mujer debía sentirse terriblemente desamparada.
Pero no debo cambiar de opinión, debo mantener mi mente despegada y libre de toda distracción, estimo mucho a mi tía, pero esto va mucho más allá de lo que yo quisiera. Al final, es por el bien de todos, por el bien mayor, no podía dejar el futuro de la tierra de mis ancestros en manos equivocadas. Me levanté nuevamente de la cama y me dirigí al baño, después de una rápida ducha me puse mi mejor traje y mis botas de vestir.
En mi escritorio se encuentran las llaves de mi transporte y mis lentes de sol, tome ambas cosas y salí de mi habitación. En la entrada me crucé con un hombre en uniforme militar y de aspecto serio que paso por mi lado sin siquiera mirarme, era el hombre de confianza de mi padre, el general Augusto Riquelme. Seguramente habrá venido para pedirle más dinero prestado.
Al llegar a mi puesto de estacionamiento pude ver mi motocicleta en toda su gloria, la pintura blanca brilla debajo de los rayos del sol. Subí en ella y me puse en marcha, deje que la adrenalina invadiera mi cuerpo mientras me deslizaba rápidamente por las calles. Estos momentos eran en los que me sentía verdaderamente libre, el fuerte viento despeinaba mi cabello mientras que mi corazón latía a toda velocidad, necesitaba esto con desesperación.
El palacio de mi familia se encontraba en la zona exclusiva de la capital llamada Paraíso, por lo que algunos de los altos mandos del imperio eran mis vecinos, esta es la razón de que el toque de queda general no se aplicaba a nosotros. Debido a este motivo las calles solían estar repletas a todas horas del día por los repulsivos familiares de los dirigentes políticos, los odiaba a todos, piensan que los privilegios familiares los convertían en seres superiores a los humanos. No son más que insectos que disfrutaba aplastar.
Pero en esta ocasión las calles se encontraban casi desiertas, posiblemente se encontraban asimilando las repercusiones de la decisión que tomaran el día de hoy. Yo tomé la mía hace mucho tiempo, así que tengo un par de horas libres hasta el mediodía, momento en el que dará inicio la ceremonia de selección. Cuando llegué a la Plaza de la Victoria me percate que los vehículos de combate del ejército se encuentran patrullando los alrededores, había olvidado que en estos acontecimientos la seguridad tiende a ser mucho más rigurosa. Así que tras echar un último vistazo por encima del hombro al lugar donde se decidiría el resto de mi vida en escasas cuatro horas, emprendí nuevamente la marcha.
Después de unos minutos de trayecto llegué a la imponente Calle de los Inmortales, el sitio donde se encontraban los monumentos de los héroes más emblemáticos del Imperio celestial. Bajé de mi motocicleta, me quite mis lentes de sol, coloque mi mano sobre el lector de huellas de la entrada y las enormes puertas se abrieron, sin perder tiempo pase a través de ellas. A medida que caminaba por la ornamentada calle, los monumentos aparecieron delante de mí.
Como siempre, mire el gigantesco monumento de bronce que se encontraba en el centro de esta, era la estatua de un hombre montado en un gran caballo, había aprendido todo sobre él en mis libros de historia antigua, era el héroe más grande en los anales del territorio conocido como Sudamérica, el continente en el que posteriormente se establecería nuestro imperio. Observé las siglas de su nombre en letras doradas, no pude sentir más que admiración. «Simón Bolívar» un nombre digno de un inmortal.
Recorrí el lugar, de repente, las estatuas de los Líderes Revolucionarios aparecieron frente a mí. Estos hombres representaban el pasado, el presente y el futuro de la ideología que terminó dando origen al Imperio celestial. A los lejos pude ver el monumento del héroe que guio a los estados rebeldes al levantamiento que puso fin al Gobierno Mundial que gobernó hace cientos de años.
Curiosamente, desapareció luego del inicio de la Guerra Imperial y nunca nadie volvió a saber de él, pese a ello, me siento muy orgulloso de ser su descendiente. Junto a él se encontraba el monumento de su hermano, los historiadores contaban que se inmoló para destruir el centro de armas del Gobierno Mundial, sin duda alguna un hecho que lo hizo alcanzar la gloria eterna. Fue una lástima que su cuerpo nunca fuera encontrado, me hubiera gustado mucho presentarle mis respetos.
Finalmente, llegué a mi destino, el Mausoleo Real. En este lugar se encontraban los restos de los anteriores gobernantes. Según la tradición, los cuerpos de los emperadores debían reposar a los pies de enormes estatuas de Ómicron que presentaban su apariencia en vida. Caminé observando las gigantescas estatuas con interés, finalmente me detuve delante de una de las tumbas, subí la mirada y contemple la estatua de mi abuelo y anterior emperador del Imperio celestial, Francisco Rafael Hidalgo Torrealba.
Las facciones de la estatua eran idénticas a las de mi abuelo, el escultor hizo un trabajo excelente. Me senté en el impecable suelo e imaginé como pudo sentirse él a los dieciocho años de edad cuando tuvo que elegir su Orden Militar para servir en la Guerra Imperial. Él había nacido para liderar, así que no tuvo problemas con continuar la tradición familiar. Pero mi caso era diferente, ya tenía un plan en mente. Mi objetivo era servir al imperio en la Orden Militar de la Infantería. Mi padre y yo habíamos tenido una fuerte discusión hace dos días en mi cumpleaños dieciocho debido a esto, nunca lo había visto tan enojado, puedo recordar la escena con facilidad. Sonreí para mí mismo antes de cerrar los ojos y comenzar a recordar esa escena tan particular…
— ¿Qué quieres decir con que no piensas continuar con la tradición familiar? —dijo mi padre con voz atronadora.
Siempre había sido un hombre de mal carácter e iracundo, y el hecho de que incumpliera la más antigua regla familiar había sacado lo peor de él. En ese momento, me estaba limpiando un hilo de sangre que brotaba de mi labio con un pequeño pañuelo de color blanco, justo en el lugar donde segundos antes mi padre me había golpeado. Sin embargo, no me inmute.
—Padre, estoy completamente seguro que alguien con tu distinguida posición e inteligencia puede entender una frase tan simple. Puedo repetírtela en varios idiomas si así lo prefieres.
—Rodrigo… —susurro mi hermana Irene con perplejidad, impresionada por la forma en la que me dirigía a nuestro progenitor. Pero mi padre la interrumpió mirándola con ferocidad y alzando una de sus manos para que dejara de hablar.
— ¿Me estás diciendo que yo, Eduardo Salvador Hidalgo Palacios, miembro de la dinastía que erigió el imperio más poderoso sobre la tierra, tendré que presentarme ante mis camaradas sabiendo que mi primogénito es un insignificante soldado? ¿Un bastardo que ha arruinado la tradición familiar que mi tatarabuelo estableció hace siglos? —escupió ferozmente.
Sonreí con arrogancia. Nunca perdía los estribos. Jamás me alteraba sin importar la situación, eso sacaba de casillas a mi padre.
—Sí, claro está, siempre y cuando puedas, llamar camaradas a esos imbéciles que obedecen ciegamente tus órdenes con la esperanza de que les prestes dinero —. ¿Cuéntame padre, como se sentiría tu tatarabuelo si supiera que desperdicias la fortuna familiar en complacer los caprichos de idiotas? —apunte con malicia.
Estaba jugando con fuego, lo sabía, pero según mis cálculos no debía faltar mucho. Pero volvió a levantar su puño y golpeo nuevamente mi rostro. Pude observar como mi hermana derramaba lágrimas silenciosamente en un rincón.
—Me doy cuenta de la razón por la cual elegiste la comodidad de la Corte Real. Tus golpes son tan suaves que no hubiesen servido para nada en el campo de batalla —le hice saber. Pero antes de que mi padre dirigiera su mano a la pistola que llevaba en su cinturón, se escucharon unas sonoras pisadas en la entrada del salón. Voltee la cabeza y acto seguido me arrodille ante la presencia del individuo que acababa de hacer acto de presencia, lo mismo hicieron mi padre y mi hermana. Era mi tío, el emperador del Imperio celestial, Dionisio Manuel Hidalgo Palacios.
—Pueden levantarse. No era mi intención interrumpirlos, continúen —dijó en un tono grave y desafiante. Camino hasta donde se encontraba Irene, limpio sus lágrimas y la ayudo a levantarse.
—Disculpa el escándalo, hermano —se excusó mi padre con fingida educación mientras se ponía de pie—. Pero tu sobrino ha traicionado a nuestra dinastía —explico, tomo aire y se giró para verme con odio—. Rodrigo, te quiero fuera del palacio antes del amanecer…
—Guarda silencio, Eduardo —ordenó mi tío. Su voz indicaba que estaba furioso. Todos nos volteamos a mirarlo con interés.
— ¿Hermano? —pregunto mi padre con timidez.
—La única persona que puede expulsar y desterrar a un miembro de la familia es nuestro Rey, y si no me equivoco, el rey de esta familia sigo siendo yo, y mi deseo es que mi sobrino siga viviendo en el palacio —sentencio con firmeza.
Las palabras fueron cuchillos que se clavaron en el pecho de mi padre. Sin embargo, este continúo protestando.
—Hermano, tu sobrino, ha arruinado nuestra tradición familiar de servir al Imperio celestial en la Orden Militar de la Corte Real, debe irse.
—Si me disculpan, no hay nada para mí en este lugar. Así que me despido, dejaré el castillo inmediatamente —dije con determinación mientras efectuaba un gesto de retirada.
—Rodrigo, detente —demando mi tío—. No te he ordenado abandonar el palacio, ni mucho menos te he desterrado. Esa tradición arcaica es absurda, todo hijo del imperio debe ser libre de escoger su destino en la Guerra Imperial.
—Estás loco… —exclamo mi padre tras abandonar todo protocolo hacia su hermano mayor. Claramente, el hecho de estar siendo dejado en evidencia delante de sus hijos le había hecho perder el protocolo hacia su Rey.
—Rodrigo, tú y tu hermana suban a sus habitaciones mientras hablo con su querido padre a solas— ordeno mi tío mientras le dedicaba una mirada oscura a su hermano. Tome la mano de Irene y juntos subimos por las escaleras a nuestros cuartos. Voltee la cabeza y vi a mi hermana, una lágrima silenciosa recorría su hermoso rostro, el cual se encuentra lleno de alivio.
Al llegar a mi habitación caminé hasta el bar del fondo para tomar algo de beber, nada como una cerveza fría para celebrar el éxito de mi plan, todo había salido a la perfección. La discusión con mi padre en el salón, la mirada de pánico en los ojos de Irene, la llegada oportuna del Rey, mi gesto de abandonar el palacio, la aprobación de mi tío para elegir la orden militar que deseara, y lo más importante, la forma en la cual este había desechado las decisiones de mi padre.
Todo marchaba bien. Renunciando a la forma fácil de obtener el poder que mi familia había adoptado a lo largo de los siglos, podría abrirme paso por mérito propio en el ejército y ganarme el respeto de mi tío y los plebeyos del imperio con trabajo duro. Si me esforzaba, en pocos años me elegiría como su sucesor y llevaría nuestro imperio a la victoria absoluta en la Guerra Imperial, y lo más relevante, limpiaría el nombre de mi familia ante el mundo; una sonrisa de júbilo se dibujó en mi rostro.
Abrí mis ojos y mire fijamente la estatua imponente de mi abuelo. Hasta hace poco lo veía como un epítome de grandeza, un ejemplo a seguir, pero ahora lo único que me causaba era una profunda decepción. Pero aun así, no podía ignorar el pasado, mi abuelo fue un líder ejemplar, me hubiera gustado no haber descubierto la verdad sobre mi familia. Baje la mirada y acaricie el anillo de Ómicron que llevo en el dedo meñique de mi mano izquierda. Me lo quité y lo dejé en el altar que se encontraba a los pies de la estatua.
Mire por última vez el rostro del que había considerado el hombre más grande en la historia de la humanidad.
—Cuando me convierta en emperador vendré a buscar mi tesoro —dije sin apartar la vista del rostro la estatua—. Mientras tanto, cuídalo por mí. Hice una reverencia antes de dar media vuelta y salir del recinto.
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