Bolívar. Por siempre Bolivar.Marco Antonio Fuguett Toro 

– ¿Qué hora es? ¿Importa eso? El tiempo se consume, cómo lo hace esa vela, qué ésta allí sobre la mesa. Así se apaga nuestra luz, así se extingue nuestra llama.

– ¿Dónde estás mí loca?  ¡Te necesito tanto! La soledad me ahoga, me atrapa en su red, no puedo escapar de ella. ¿Sabés algo? Recuerdo con mucha claridad, aquel día en qué te conocí, entraba triunfal a Quito y tú me lanzaste aquél ramo, que asustó por cierto a mí caballo. ¡Casi me tumba! ¡Oh mí amor! Sí la vida me hubiese dado más años, sí mí tiempo no se hubiese acortado, sí la enfermedad y las traiciones no me hubiesen consumido; estaría allí entre tus brazos, viviendo en cada beso tú amor, sintiendo con intensidad el calor de tu cuerpo, el fuego ardiente de tu pasión; la incomparable tibiesa de tu piel.

Entra la conciencia al cuarto y él la ve de reojo.

– Tú aquí, siempre vienes con tú látigo; cómo sí fueses mí enemigo. ¿Qué quieres de mi?

Ésta toma asiento y le contesta con mucha paciencia.

– Se equivoca General Bolivar, no he venido para eso.

– Escucha ésto conciencia y dame tu opinión; siempre he creído que sí no sé puede ser, más de lo que ya uno es, sí sé puede hacer mucho más, de lo que uno ya ha hecho.

– Tú y tus expresiones enredadas Simón. ¿No pudiste hacer tu existencia más sencilla? Créeme, hubieses sido más feliz.

– Sabés que no, huérfano de padre a los 3 años y de madre a los 9. No, no lo creo, mí vida nunca fue fácil.

– Los Bolivar y Palacios. ¿Los recuerdas?  ¿No? Venías de ser parte de la familia más poderosa de aquella época. Vamos Simón; naciste rico de cuna, nunca pasaste necesidades.

– ¿El dinero no lo cubre todo conciencia?. Sirve algo de vino por favor, necesito beber algo.

Con mucha calma, ya que lo que sobraba era tiempo; la temida figura, sirve la espirituosa bebida al Libertador y le entrega con mucho respeto, siempre fue así, la fina copa en sus manos.

– Gracias, debo reconocer amigo, porque es lo justo, lo correcto, que siempre estuviste allí, compartiendo conmigo cada momento de mí vida.

– No siempre Simón, debés aceptar eso, tienes que ser realista contigo mismo. Muchas veces me hiciste a un lado, cuál sí fuese una molestia.

– No, no pienses eso, siempre estuviste junto a mí; té lo aseguro.

Ya no están conversando en el frío y solitario cuarto, el escenario sin previo aviso cambia abruptamente y ambos, son trasladados en un abrir y cerrar de ojos, hacia una hermosa y tranquila playa.

– El mar esconde secretos, que es mejor no conocer. ¿Qué opinas de ésa reflexión conciencia?

Un nuevo miembro se les une, en aquella peculiar plática; el mismo no muestra altivez en su llegada, por el contrario, se le ve algo cabizbajo, mostrando a su paso mucha humildad, al igual que ellos, va caminando lentamente por la orilla de aquel mar sereno, buscando quizás el momento oportuno, para intervenir como él bien sabe hacerlo.

– Así es General. El mar es otro mundo. 

Los dos posan al mismo tiempo, sus ojos en el recién llegado y éste levanta un poco su cabeza.

– Sea usted bienvenido, no soy quién para juzgarle por su trabajo, cada quien tiene su destino escrito.

El interpelado no responde a las palabras de Bolivar; tan sólo lo observa directamente a los ojos, con esa mirada fría, algo profunda y vacía a la vez, que siempre lo ha marcado a través del tiempo.

– Volviendo a nuestra conversación General, en verdad está interesante, deseo preguntarle algo. 

Indica la conciencia, captando inteligentemente la atención total del Libertador.

– Tú dirás.

– ¿Amaste a Manualita?

Él no responde al instante, no era esa su costumbre; sabía muy bien, que toda palabra suya y todo escrito firmado por él, proyectaban en sí mismos una inmensa responsabilidad aquella interrogante planteada por la inquisidora figura tuvo que esperar; pues decide nuestro Simón, tomarse unos cuantos segundos, tan sólo unos cuantos, para observar pensativo a las inquietas olas, en su eterno coquetear con las inmutables rocas.  Al poco rato indica.

– En aquella carta que le escribí el 3 de Julio de 1822;  le expuse con toda sinceridad lo siguiente: “antes que a ti, amé con locura a otra y le supliqué, porque aquel amor atormentaba mi corazón, que me diera tiempo”

– ¿Qué te contestó?

– Desde el Garzal me escribió y me indicó; que tenía ansias de verme. Eso fue el 27 de julio de 1822, debo admitir que ella luchó por nuestro amor, pero entre nosotros se interpuso el fantasma de la Guerra, las incontables traiciones y esas conspiraciones, que tanto daño causaron a la Patria Grande. 

– ¿Cuál otra?

– Era un joven rico, huérfano y algo soñador, corría el año 1799 y me embarco hacía España, tierra aún desconocida para mí, lo hago en el buque San Idelfonso. Llego finalmente y sin ningún tropiezo al año siguiente, no me lo vas a  creer, eso lo recuerdo con mucha claridad, cómo sí fuese hoy, bueno, Volviendo al punto, logro pisar tierra en el destino fijado. Alli la conocí y sí, la amé con locura, no puedo negarlo. Su nombre “María Teresa Rodríguez del Toro y Alaiza” Por ella me traslado a Bilbao, eso fue en el año 1801, porque en esa ciudad vivía con su familia, finalmente nos casamos al año siguiente, no podía esperar más, estaba ansioso y nos vinimos para Venezuela, aunque era lo lógico fue una mala decisión para su salud; tarde lo vine a saber, llegamos en el mes de julio y ésto tampoco me lo vas a creer, hasta una casa de comercio tenía lista en Caracas. Para establecerme con tranquilidad en algún ramo

– ¿Tú comerciante?

– Por ella lo hubiese sido, té lo aseguro y quizás, solo quizás, en la complicada política, hubiese logrado ser el alcalde de San Mateo. Pero jamás, óyeme bien, la pondría a ella en un escenario de guerra. ¡Jamás! Era mí amado tesoro.

– ¿Qué le sucedió?

– Te agradezco qué le preguntes eso a nuestro silencioso visitante querida conciencia, él sabe mucho sobre ese tema, te lo aseguro, incluso, más que yo ¿Verdad que sí? Y no le llamo amigo, pues sé muy bien que no los tiene.

El aludido levanta el rostro con altivez. Tose un poco, no mucho, algo molestaba su garganta; luego se sienta sobre una roca, buscando algo de comodidad, logrado aquel básico objetivo, responde con claridad aquella interrogante. Formulada tan fríamente por Simón.

– Murió en el mes de enero de 1803, no soportó la fiebre amarilla.

– ¿Cómo sabe eso?

Preguntó la conciencia, quizás algo extrañado y Bolivar es quien le responde.

– ¡No te has dado cuenta acaso! Nuestro insigne acompañante es nada más y nada menos que ¡La mismísima muerte!

Después de aquellas expresivas palabras, pronunciadas con gran énfasis por el hombre de las dificultades. Mismas que indicaban sin duda alguna una verdad indiscutible; ambos guardaron un respetable silencio; que rompió el propio Libertador al poco rato, para profundizar un poco más, en aquel silencioso personaje.

– ¿Recuerdas la carta que te cité del 3 de Julio de 1822?  Allí nombró a éste ser tán temido, tán frío y oscuro y le reconozco con toda sinceridad, en cada línea escrita, que siempre y en todo momento. ¡Té juro que fue así! Me acorraló, volvió mí existencia un caos ¡Usted señor nunca me dió paz! ¡Nunca!

Por primera vez, desde su tímida y casi imperceptible aparición. El recién llegado deja ver, no sin cierta malicia, una pequeña sonrisa en ése rostro, que para nada ocultaba el paso del tiempo. Luego de aquel ilógico gesto, alega con cierta dureza,  con la mirada puesta en Bolivar.

– No me juzgues  tanto Simón, porque bastante trabajo me diste.

– No, no discutan ahora, para eso no estamos aquí, sigamos más bien con nuestra plática, que cada vez se muestra más interesante y respóndeme por favor, pero házlo con toda sinceridad ¿No fue tan sólo un sueño lo de Colombia?

Expone la conciencia, buscando de nuevo captar la atención de Bolivar, meta ésta que logra; mientras llega su respuesta, que cómo siempre tarda un poco, se sienta sobre una roca, imitando con ésto a la mencionada muerte.

 – Te vas a sorprender por ésto que te voy a decir, pero ahora, después de meditarlo mucho, he llegado a estás conclusiones. El peor enemigo que Colombia enfrentó, no fue propiamente el Imperio Español; no, no lo fue, éste engendro vivía en sus propias entrañas, salió de ella misma producto de sus ambiciones, de su infinita maldad.

– Me consta, todos ellos hablaban muy mal de ti, lo recuerdo muy bien, incluso, te acusaban de Dictador, hasta llegaron a pensar los muy traidores y lo sabes, que tú querías al igual que Napoleón, hacerte emperador.

– Sí, lo sé, pero fuí todo lo contrario, todo lo opuesto a eso, en todo momento les demostré, mi  sincero deseo de no aferrarme al poder. ¿Qué buscaba yo? Cómo buen iluso y así me reconozco ahora, así me veo, quería acabar con la esclavitud, desde 1816, venía clamando por eso, lo exigí incluso, en el Magno Congreso de Angostura de 1819,  pero me pusieron trabas, el burocratismo no aceptaba mis ideas, siempre fue así. Acuérdate cuando era tán sólo un muchacho, un huérfano rico de aquella romántica Caracas, corría el año 1795. Era un 27 de julio, tres días después de mí cumpleaños. ¿Lo recuerdas?

– Sí, ése momento fue inolvidable, te dió un arranque de locura y dejaste a tu tío Carlos Palacios, que era tu tutor legal, para irte corriendo a la casa de tú hermana María Antonia.

– Así es y le expuse lo que sentía, con honda indignación, con ese dolor de huérfano, que nunca me abandonó, a ésos tribunales, que siempre me hicieron la vida imposible, lo siguiente; “Con mis bienes pueden hacer lo que quieran, pero respeten por favor mí libertad” Con ella ¡No se metan!

– Y por esa causa, que eso no sé te olvide; terminaste frecuentando a tu gran maestro Don Simón Rodríguez.

– Exacto, así fue, pero déjame seguir con mi exposición. Quería cómo soñador al fin, porque siempre lo fuí; la correcta redistribución de la riqueza. Qué sé colocara a la educación a la cabeza de la nueva sociedad, incluso, propuse la creación de un poder moral, convencido de la importancia de los valores, cómo pilar fundamental de la ciudadanía. Pero cómo te cité antes, el oscuro burocratismo me obstsculizó una y otra vez.

– Te refieres a esos hombres, que jamás arriesgaron su pellejo, pero que desde sus curules y sus fríos escritorios, le hicieron la vida imposible a sus héroes.

– Así es conciencia; de ellos te hablo, fíjate en esto, en Angostura propuse el Senado Hereditario y la Presidencia Vitalicia, me oyeron, siempre escuchan o fingen hacerlo, pero ignoraron todo lo solicitado. Es más,  en aquella campaña que nos llevó al triunfo de Boyacá, ese mismo congreso absurdo, protestó de manera airada, porque no sé le solicitó el permiso para dicha gesta, no podía hacerlo, aquella fue una operación secreta, estrictamente militar. Ese mismo año, el Vicepresidente Santander, me niega los hombres que le exigí para el sur, luego le solicita al mencionado órgano legislativo, que objeten los grados militares que se otorgaron en campaña, incluso, llegaron a poner en duda mi posición cómo Presidente de Colombia.

– Miranda sufrió ese mismo ataque, no sólo eso Simón, también fue víctima directa, de los efectos del terremoto de 1812, de la caída del castillo Libertador, que fue en parte por tu culpa, que no sé te olvide eso; ésto sin mencionar el pésimo ejército que poseía; mal preparado y sin disciplina, pero a pesar de todo lo que te he indicado, que justificaba ampliamente la decisión del Generalísimo, tú lo entregaste a los Españoles.

– Sé que la historia me juzgará por eso; en el fondo sentí rabia, té lo confieso con toda honestidad, entregar la república a Monteverde, fue para mí un acto de cobardía injustificable. Pero finalmente logré salir de la ciudad, era necesario hacerlo, era inútil pensar en quedarme y me presenté ante los neogranadinos cómo lo que era: “Un hijo de la infeliz Caracas”

– ¿Cuando viste por última vez a Manuela?

– En enero de 1830, en Bogota. Pobre de mí loca, mis enemigos la expulsaran de Colombia y Ecuador, en verdad me amaba, por mí dejó a un lado a su esposo, James Thorne, así se llama el tipo, se habían casado en 1817. Le escribo después desde Turbaco (2-10-1830). Allí, en esa carta, le abro aún más mí corazón y le expreso: “De mí sólo quedan los despojos, ven a mí lado amor, te necesito tanto”

– Pero no vino Simón, tú morirás sin ella en diciembre de ése mismo año y ella, 26 años después, morirá en en el puerto de Paita de Difteria.

– Lo sé muy bien muerte, no tienes que decírmelo.

En ése preciso instante se presentó otro personaje, algo complejo quizás, tal vez hasta controversial, pero que tuvo sin duda alguna, una importante participación en toda ésta historia.

– Bienvenido sea General Páez, como puede observar, será parte usted de ésta interesante conversación , entre mí persona, mí conciencia y la tan temida muerte.

– Será un honor General Bolívar, volver a compartir con usted. Aunque debo reconocer, la verdad sea dicha, que sus invitados son en verdad, un poco atípicos.

–  ¿Considera usted a su conciencia algo atípico?

Pregunta la conciencia del Libertador.

– Claro que no, disculpen, no quise ofender.

– No puedo, bajo ningún concepto lo haría, quitarle a usted los méritos que logró, en la gesta independentista; pero sepa usted que tengo mis reservas.

– Lo sé General, no soy “Antonio José de Sucre”, sí lo fuese, usted me tendría en mejor concepto.

– ¡Sucre, el Abel de América!

Exclamó Bolivar

– En verdad, lo debo reconocer, fue un acto infame su asesinato.

Expuso la muerte.

– No sólo eso, su única hija. Teresita, murió al cer al vacío, el general Barriga, no se permitió el galante gesto, de criar a la única hija del héroe de Ayacucho, por eso al tenerla en sus brazos, la deja caer.

Expresa el Libertador.

– Así de infame es la vida General

Expone Páez

– Usted lo a dicho José Antonio.  Por eso al final del camino, nos aplastan los recuerdos, las tristezas y las decepciones. Hasta el amor se muestra falso

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